ARTÍCULOS DE SIETELUCES.COM: EL ESPÍRITU DEL CIELO Y DE LA TIERRA

Año Mago Espectral Blanco.



24 de la Luna Auto-Existente del Búho.

Kin 1. Dragón Magnético Rojo.

Portal de Activación Galáctico.

Inicio de Castillo Rojo y de Génesis. Armónica 1.

Comienzo de la onda encantada del Dragón.

C. G. 10-11-03.

Ahau Chinan, el ser que absorbe la energía de la luz, llamó a Quetza-Sha, el espíritu que camina entre la tierra y el cielo, para que sus caminos se encontraran en el sendero de las Ánimas. Como en las ancestrales tierras de Quetza-Sha, en México, se encendieron los velones en el altar de los muertos. Las ánimas, según la tradición de Ahau Chinan, habían abandonado los cementerios el día anterior y caminaron de forma lenta y tortuosa para volver durante una noche a vivir con sus seres queridos, para dormir en sus antiguos lechos, para sentarse a la mesa donde se disfrutaban los frutos de la vida.

El día anterior Ahau Chinan había recorrido con Serpiente Lunar las rocas de los signos, donde cuatro mil años antes otros hombres habían acudido al santuario prehistórico para grabar sus miedos y sus sueños en las piedras que tanto magnetismo emanaban. Ahau Chinan abrió las puertas dimensionales para Serpiente Lunar, para que descubriera la magia de una tierra sobre la que el sol dibujaba las sombras que proyectaba al ser ocultado por las nubes.

Clavados en la tierra tierna como dos troncos de árboles, contemplaron el movimiento de las sombras sobre ellos.

–¿Ves el oleaje de las sombras? –le dijo Ahau Chinan a Serpiente Lunar–, así nos abaten mezclándose al mismo tiempo con la luz. Es una danza constante. Nadie está del todo en la Luz; nadie está del todo en la sombra. Es un movimiento constante, en el que el prodigio y el descubrimiento interior está en reconocer que todo lo que sube, baja, que todo lo que baja, sube, que sólo en el centro se encuentra la paz y el equilibrio.

Y la llevó a descifrar por sí misma y en silencio los trazos de los hombres más antiguos, en el bosque sagrado en el que dieron vida a la roca para que hablara a los hombres del futuro, a ellos mismos, que ahora llegaban, al mismo tiempo que las almas de los difuntos dejaban los camposantos para recorrer las calles de los pueblos, con velas invisibles en las manos, para no caer una y otra vez en su paso torpe, desacostumbrado, para retomar el camino del hogar perdido.

Ahau Chinan recordaba la tradición, pero les pedía a las ánimas que no hicieran de nuevo un burdo camino que sólo pertenece al hábito de los hombres, que emprendieran mejor el camino de la luz que lleva a las más elevadas esferas. Lo pensaba en silencio, recordando las tradiciones que había conocido desde niño, los inagotables velones rojos que encendían de luz ígnea los rincones oscuros y tenebrosos de los hogares en la Noche de Ánimas, las lamparillas de aceite, como angelitos de fuego que flotaban en el aceite de la alacena.

Ahora quería abrirle las puertas de su misterioso reino a Serpiente Lunar, que había recorrido una larga distancia para enfrentarse al loco designio de su propósito, al no saber qué va a ocurrir, al vacío inmenso que de pronto te llama y se muestra con el rostro púrpura de la totalidad.

Ahau Chinan olía el aire como hacen los animales, aunque él buscara entre las ráfagas de viento el remanso luminoso de los fotones, de los que se alimentaba, con su boca abierta, como le habían enseñado los seres que ahora habitaban ciudades de luz invisibles a los ojos de los humanos en lo más profundo de las selvas de América Central.

Esos seres seguían vistiendo penachos de plumas de quetzal, atuendos vistosos que se movían con el viento, cuando se encaramaban a lo alto de las pirámides y ofrecían al viento el trofeo de sus manojos de plumas que se agitaban con el susurro del aire, que hablaba hasta con el silencio.

Lo había aprendido de ellos antes de que existieran en su memoria para él, pero justo cuando su conciencia estuvo preparada para comprender que lo imposible es posible, que sólo será el cielo para aquellos que se atrevan a saltar al vacío y cogerlo con las manos. Lo supo antes de que se mostraran físicamente ante él, con la carne y los huesos de los seres humanos, con los ojos brillantes de los que viven en el reino de la vida tal como la conocemos. Pero antes estuvieron en las franjas de color turquesa más allá de las pinturas de los templos abandonados entre las ceibas, en el cielo presentido de los guardianes del tiempo, que le susurraron al oído cosas imposibles de comprender

Después de enseñarle el trazo que deja la magia en la rugosa piel de la roca, llegó el momento de descansar sobre ella. Se había parado el tiempo, era el instante del momento primigenio, en el que la naturaleza se manifiesta con la sencillez que la perpetúa, la de la muerte y la vida. Ese día, más que nunca, la muerte, el descenso al mundo de ultratumba, del Hades, se manifestaba como la búsqueda en la conciencia interna, en los niveles más profundos de la mente, una labor de arqueólogo etérico que viaja a través de las infinitas capas del cerebro.

Más allá de la lógica humana, con esa certeza de lo que no tiene sentido, de lo que es aparentemente absurdo, Ahau Chinan convirtió su mano derecha en la garra de un ave rapaz, la extendió hacia el cielo y tiró de ella como si fuera a traerse un jirón de alguna nube blanca y algodonosa que viajaba por el cielo. Como si hubiera tirado de un hilo invisible, de un filamento de luz, trajo hacia sí milagrosamente el vuelo del gavilán. Apareció de repente, llamado por ese hilo invisible de luz que sólo era posible a través de un estado alterado de conciencia.

El ave se situó por encima de su cabeza, a unos pocos metros de su rostro, por lo que éste pudo ver perfectamente las pupilas del animal, clavadas en las suyas, con ese aleteo indescriptible que hace que el animal se quede quieto, como dibujado en el azul del cielo.

Los dos se miraron, el tiempo suficiente para que Ahau Chinan pudiera comprobar una vez más la fuerza de la conexión profunda con la naturaleza, tanto tiempo como hacía falta para que pudiera descifrar cada uno de los brillos de sus ojos y llamara tranquilamente a Serpiente Lunar para que girara su rostro y lo encarara hacia las pupilas fulgurantes del rapaz, que cumplía, con su presencia, el designio.

Ahau Chinan y Serpiente Lunar miraron al gavilán, estático, a tan poca altura que eran visibles cada una de sus plumas, sus propias garras, su afilado pico y su vuelo de magia. Y así estuvo hasta que el animal dio por concluido el encuentro y se fue volando, dejando a los buscadores de los signos resignados a comprender que la magia es posible, cercana y grata, como el susurro de un niño que nos habla al oído, como el aroma de una rosa vestida de primavera, como el tacto de la seda en un bazar de Oriente.

Al atardecer Ahau Chinan llevó a Serpiente Lunar hasta un templo excavado en la roca. Le mostró la esencia de su gran compañera, de su guía en una inmensidad de viajes. La ruda estaba allí tendida, como siempre, vestida de grato aroma, por más que todos los profanos de sus viejas artes pensaran lo contrario. Él sabía que en el desafío, Serpiente Lunar no podría caminar correctamente si antes no se embriagaba con el viaje mágico de la planta sagrada de las antiguas brujas, de los magos del presente, de los alquimistas del futuro. Sin mediar palabra alguna, sin una mínima lisonja o contemplación, cogió un puñado de hojas y con ellas cubrió el rostro de Serpiente Lunar, arrojándola al suelo, tendiéndola para que entrara en contacto con la tierra, y la dejó viajar, y morir lentamente, simbólicamente, férreamente, pues el sol iba languideciendo y como ninguna otra noche durante el año, el reino de las tinieblas habría de mostrar en la completa oscuridad dónde estaba realmente la luz al final del laberinto. Ahau Chinan observó que a la entrada de una de las grutas se apiñaban los resecos alicornios, los arbustos que en los días de viento recorren las llanuras, y que los lugareños creen que son almas en pena.

Sonrió con la ocurrencia de los alicornios allí acurrucados, como si quisieran darse calor unos a otros. Todas las almas en pena de estas montañas han buscado su refugio aquí, pensó, con ese aire desenfadado de quien reconoce la diferencia entra la leyenda y los mundos invisibles de los seres de luz.

Fue aquel viaje antes de alcanzar el umbral del templo, justo donde el Sol Kinich Ahau, el gran Atón, el luminoso Inti, empezaba a cruzar el lecho de las montañas para dejar serenamente el paso a las sombras de la Noche de Ánimas. Ahau Chinan saludó reverencialmente al Sol mientras desaparecía, y contempló el movimiento de los murciélagos a la entrada del antiguo templo, excavado en la montaña. Muchas veces había visitado aquel lugar, con el sol golpeando su rostro en cada una de las estaciones del año, al atardecer y durante la noche, pero nunca, nunca, había visto que ningún murciélago visitara aquel recinto. Sin embargo esa noche parecían recordarle que era la noche de difuntos, la noche en que las almas regresan a sus hogares. ¿Quizás algún alma, un ánima, volvería a aquel templo recordándolo como suyo?

Ahau Chinan le preguntó a Serpiente Lunar si pensaba que podría ver el cielo en aquella lóbrega estancia, en completa oscuridad, y ella dijo que sí, con una seguridad desconcertante, sin saber que él le mostraría un prodigio más, una nueva sorpresa proveniente de los tiempos pasados. Al llegar al fondo del templo horadado en las entrañas de la Madre Tierra, de la roca de la montaña, encontraron los restos del viejo altar que en tiempos antiguos se levantaba entre dos camas de piedras, con su cabezal de pura roca. Entonces miraron hacia arriba y vieron el perfecto túnel abierto en el techo, por el que se veía el cielo allá arriba e incluso una estrella brillando con gran intensidad.

Era la onda encantada de la estrella…

Y Ahau Chinan, sin demorar su propósito, con la ayuda del aroma intenso de la ruda, llevó a Serpiente Lunar a otras dimensiones, a otras percepciones, a otros mundos interiores que no permiten visitar los ruidos de los días, las aceras transitadas, la densidad de las calles, los gritos que ahogan el silencio.

En tanta oscuridad, con el vuelo inquietante de los murciélagos a su alrededor, sin el beneplácito y la alegría de la luz del sol, habían visto la luz del cielo y su estrella en lo más profundo de las entrañas de la montaña. Fueron capaces de comprender que sólo bajando a los niveles más profundos se podía abandonar el lastre de la vida para flotar, elevarse y alcanzar los cielos más elevados y luminosos.

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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.