UROBOROS Y EL VIAJE INTERMINABLE VI LA ABUELA CEIBA DE SEISCIENTOS AÑOS

22 de junio de 2004. Céu do Mapiá, selva amazónica de Brasil. Había llegado días antes a la floresta brasileña, a lo más profundo del Amazonas, recorriendo el Purús, que siendo afluente del río Amazonas es gigantesco, y después a través del Igarapé, retorcido y misterioso como si fuera un paisaje de película de un mundo perdido, para llegar a un auténtico paraíso natural, de los pocos que quedan sobre la faz de la Tierra y en los que estén viviendo seres humanos.



El prodigio, las señales, que se habían iniciado en un autobús en México, visitando los enclaves mayas, y luego en una ceremonia inolvidable en Muchamiel (Mutxamel), Alicante, me habían conducido hasta uno de los parajes más enigmáticos que he conocido en mi vida, auténtica fuente de sabiduría, gracias al apoyo y confianza de la mejor guía que podía haber tenido, Myriam Hidalgo, y la compañía amable y constante de Antonio Cerdán en esta fascinante aventura.

No he conocido jamás, después de viajar por los más extraños y lejanos lugares del planeta Tierra, junto al conocimiento ancestral maya, en el que fui iniciado, fuente de conocimiento más reveladora que la que aporta la ayahuasca. Y como acceso directo, personal, intransferible, sin mediación de ser humano alguno, nada me ha impactado y transformado más en toda mi existencia que lo que la ayahuasca, el Santo Daime, aporta como visión del aleph, la totalidad, del que escribió Jorge Luis Borges, la fuente universal de conocimiento a la que han accedido los grandes visionarios y sensitivos de todos los tiempos, los archivos akáshicos donde se encuentran los registros del espacio-tiempo del planeta Tierra. Nada, absolutamente nada, hay a mi entender más transformador, como experiencia directa y grandiosa, que la ayahuasca.

Con ese propósito viajé a través de miles de kilómetros en avión, cientos de kilómetros en coche por el más tortuoso camino que uno pueda imaginar y navegué durante más de siete horas en canoa, sorteando numerosos peligros, entre troncos caídos y ramas que te podían arrancar la cabeza al menor despiste y yacarés (voraces caimanes) con ganas de comernos vivos, que habrían sido nuestra perdición de haber volcado la canoa en cualquiera de los muchos obstáculos que nos encontrábamos a cada momento. Era el mismísimo río que había visto claramente en tierras alicantinas, tan cercanas a casa, las de Muchamiel, nombre de esencia dulce como fue lo que allí viví, inolvidable para siempre.

Como parte de incontables aventuras en la mata, la floresta, la selva, aquel día emprendí la aventura al introducirme en la espesura con Xavier (puro indio de la etnia apurinã) que junto con Fátima y Roberto me habían alojado en su bendita cabaña. Son seres de luz inolvidables a los que estaré agradecido hasta el último día de mi vida por su generosa hospitalidad.

Xavier, de pura genética amazónica, cuya historia personal, cuando me la contaron, me estremeció hasta lo más profundo de mi ser, bromeaba diciendo que íbamos a buscar a la sucuri, la anaconda que te devora, te engulle sin piedad y hace que vayas muriendo lentamente y con una terrible agonía por asfixia en el interior de sus entrañas. No nos cruzamos con ninguna, pero ya en plena selva nos pasó por encima, saltando de un árbol, como si fuera una flecha, un macaco, uno de tantos monos que habitan en la espesura.

Regresé a ese lugar agradecido y emocionado, allá donde se encuentra la ceiba de seiscientos años que cuando me llevaron a verla por primera vez, me hinqué de rodillas, cerré los ojos y lloré como un niño, pues jamás había visto un árbol tan grande y majestuoso, al tiempo que reconocía un espíritu elevado, enorme, gigantesco, que me hizo sentirme pequeño y aturdido como una criatura al descubrir que la magia existe, que los milagros se pueden producir, que los espíritus de los árboles son reales como lo es el más duro de los adoquines de una calle.

Jugándome la vida, como nunca antes ni después lo he hecho con tal intensidad, poco antes de esa exploración con Xavier, en completa oscuridad, sin linterna y sin equipo de exploración alguno, con lo puesto y sin decirle a nadie que me iba solo, había tenido la que sin duda puede considerarse una de las experiencias místicas, chamánicas y sobrenaturales más importantes de toda mi vida, cuando quise volver a encontrarme con esta grandiosa creación de Dios en la profunda oscuridad de la noche.

Así que ahora era la tercera vez que la veía y aún habría una cuarta para despedirme de ella antes de regresar a casa.

Bendita ceiba de seiscientos años que aquella noche me reveló la verdadera esencia de los árboles, su conocimiento ancestral, la forma en que todavía esperan el regreso de los seres humanos. Ahora Xavier y yo contemplábamos aquel gigantesco tronco que se perdía en las alturas y el cruceiro que se erguía a su lado, que tanto me recordó, la primera vez que lo vi, al símbolo del castillo de Caravaca de la Cruz, Murcia, tan cerca de casa, la Vera Cruz, reliquia sagrada, la cruz de Caravaca, siempre unida a la leyenda del milagro de la aparición de la cruz en ese enclave templario de la región murciana, donde en dos ocasiones he redoblado con mi tambor hellinero.

Ese día el calor sofocante hacía que mi cuerpo sudara como pocas veces lo he hecho en mi vida, la humedad de la selva empapaba mi ropa, tal como me sucedió al visitar las tumbas de los reyes licios en Myra, Turquía, que provocó que al instante quedara completamente mojado, como si me encontrara debajo de la ducha.

Ahora estaba a más de nueve mil kilómetros de mi hogar, en plena selva, sintiendo todavía el afecto cálido de un ser viviente que llevaba seis siglos en este mundo, que había acumulado un conocimiento asombroso, que en parte lo había compartido conmigo en una de las noches más mágica y sagradas que he vivido en toda mi vida.

Quisiera que ese árbol viviera eternamente, o que por lo menos añadiera a su sabia ancianidad varios siglos más, y que siguiera abriendo sus brazos de ramas antiguas a futuros navegantes del espíritu que, como yo, se atrevan a jugarse la vida una noche en completa oscuridad, sin iluminación ni brújula alguna, en chanclas y en pantalón corto, para internarse en una selva en la que solo la intuición, únicamente el amor absoluto, les lleve, o más bien sean llevados, hasta la sabia anciana que me enseñó lo que significa ligaçao, la unión entre Dios y los seres humanos, el Cielo y la Tierra, Macrocosmos y Microcosmos…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.