AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XLIII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLIII
Una realidad de película
José Antonio Iniesta



26 de abril de 2020. Día cuarenta tres de estado de alarma y confinamiento intensivo, diría que confinado dentro del confinamiento, en mí mismo, más que nunca, desconectado incluso de las redes sociales desde hace seis días, como parte de un proceso de desintoxicación de tanto que me ha rechinado desde el primer día, y aun así había aguantado, soportando este tráfico de información intoxicada. Necesitaba alejarme del mundanal ruido, entrar dentro de mí si cabe más todavía y reflexionar sobre lo que verdaderamente está pasando, para que las ramas del árbol no me impidan ver el bosque.
Nunca olvidaré el ciclo de pesadillas de los primeros días, de horribles sueños, inconfesables, de noches en las que me quedaba desvelado, con ojos que de pronto se abrían como platos sin venir a cuento, destrozados por completo todos mis biorritmos y ritmos circadianos, en un proceso nocturno como jamás había vivido hasta ese momento, pues mis noches, antes de la pandemia, siempre habían sido apacibles, rebosantes de sueños que recordaba al despertar y que anotaba en una libretita de cientos de hojas que es todo un diario del mundo onírico, en las que no faltaban los sueños lúcidos, los que con apariencia de sueños sabes en lo más profundo de tu corazón que son incursiones en otras dimensiones, ese secreto misterio que solo conocen los naguales.
Y aun así, acabando temporalmente con incontables respuestas diarias a través de whatsapp y facebook, de publicaciones casi interminables, entregado al silencio que me gané a pulso, después de treinta y siete crónicas, doscientas cincuenta páginas en conjunto, y casi treinta poemas hasta ese momento, no he dejado de escribir desde entonces, creando este diario que algún día les servirá a los hombres y mujeres del futuro para comprender cómo vivió, sintió y analizó un español del siglo XXI el sufrimiento provocado por una de las más grandes pandemias que ha asolado al planeta Tierra desde que existe la especie humana.
Son inabordables todas las facetas que este cruel acontecimiento histórico, pero también revelador y lleno de enseñanzas, nos está aportando a los seres humanos, y una de ellas es la forma en que ha provocado un shock en nuestras mentes. Estoy acostumbrado a vivir desde que nací la cercanía de la muerte (con diez años vi a mi abuelo muerto en la cama y salí corriendo para comunicárselo a mí tía, que vivía en otro barrio), he experimentado un buen número de tragedias familiares, entre ellas la muerte de mi padre por la caída desde lo alto de un camión y la desoladora enfermedad del alzhéimer durante catorce años de mi madre. He afrontado peligros sin cesar en los más remotos lugares, jugándome la vida en las aventuras más increíbles que un ser humano pueda imaginar, y recorro con más facilidad los umbrales a otras realidades y las puertas dimensionales que las calles del pueblo en el que he vivido desde que nací, sin preocuparme, todo lo contrario, que los más asombrosos seres que nada tienen que ver con lo humano se manifiesten de las formas más dispares. Y sin embargo, sabiendo que de esta u otra manera iba a venir el mazazo en 2020, lo que tenía tan claro como que algún día tengo que morirme, y aunque llevaba preparándome durante toda una vida, no solo para lo que estamos viviendo, sino para lo que viene de camino, cuántas veces, Dios mío, he sacudido mi cabeza preguntándome si es real lo que estamos experimentando, si no es un espejismo de mis sentidos.
No me ha quedado más remedio que asumir que lo que estamos viendo solo es un preludio de un inmenso y trascendental cambio para la humanidad, en el que, como siempre, surgirá lo mejor y lo peor de cada familia, saldrá la luz y la oscuridad que todos llevamos dentro, unas veces por separado y otras al mismo tiempo, como si de pronto todos nos hubiéramos vuelto bipolares, porque así nos afanamos en este juego de la dualidad que nos tiene atrapados desde el comienzo de los tiempos.
Consciente de que estamos viviendo un proceso iniciático, y que ayer, como en pocas ocasiones he sentido desde el 15 de marzo, sentí un arrebato de felicidad, de conexión renovada con la Fuente, la única que verdaderamente nutre, de la que todo procede, que todo lo enseña y lo concede, sé que ya hemos empezado a vivir lo que antes creíamos que era una película de aventuras, de ciencia-ficción o de fantasía.
En pleno siglo XXI, más allá del año 2012, un tiempo que muchos apocalípticos de turno creían que no veríamos, se nos ofrece la oportunidad como civilización de echarnos en brazos de la luz o de arrojarnos a las tinieblas.
Y en este compás de espera de lo que es parte del gran regalo que se nos hizo, el del libre albedrío, de tomar impulso y crear una nueva realidad de nuestra memoria colectiva, la tecnología se abre camino como nunca antes lo había hecho. Esta batalla que cada uno idealiza a su forma contra un virus, guerra la llaman algunos políticos, aunque el tiempo nos dirá con el paso del tiempo qué era lo que realmente estaba en cada bando, va a desarrollar la tecnología como nunca antes se había conocido, envuelta con la bandera blanca de la salvación, del proteccionismo, todo un alarde de mecanismos con el fin de que las máquinas cobren más protagonismo. Espero que la nueva conciencia de la humanidad recuerde siempre que cada uno de los árboles de este mundo es un gran tesoro, y que tanta entrega a los salvapatrias mecánicos no ponga más en peligro todavía el medio ambiente, porque de ser así, los que apostamos por el respeto a la Madre Tierra nos tendremos que ir replegando más y más cada día para entregarnos a la naturaleza y estar tan lejos como sea posible de las nuevas maquinarias de la falta de conciencia.
Es más que evidente que los drones van a zumbar por encima de nuestras cabezas cada vez con más intensidad, pues ya es una realidad su puesta en marcha con todo tipo de propósitos en los últimos días. Espero que algún día no nos revuelvan las tripas como lo hacen los que vuelan por encima de las ciudades en “Colony”, una serie de Netflix que me parece tan fascinante como inquietante, aunque en este caso el motivo sea por una invasión extraterrestre. Y que no estén hasta en la sopa como en la visionaria serie, también de Netflix, “Omnisciente”, con un poder absoluto para verlo todo y controlar hasta el más mínimo movimiento de pestañas de los seres humanos. Los drones, con propósitos más que justificados ahora, rastrean montañas, playas, huertas, zonas de acampada, para encontrar a los grupos que se reúnen en secreto saltándose el confinamiento, pero quién sabe para qué serán utilizados en el futuro una vez que se “normalice” con estos aparatos la necesidad de imponer orden y justicia en futuros gobiernos que Dios sabe qué podrían querer hacer con los seres humanos.
Con drones se está fumigando, se hace reparto de comida, se vigilan movimientos de personas en espacios abiertos y se analiza a temperatura de los ciudadanos en algunos lugares del mundo, para ver si están contagiados, y con drones seremos observados con absoluta seguridad en el futuro, convertidos en las máquinas policías del espacio aéreo, al mismo tiempo que están al alcance de cualquier persona con pocos escrúpulos y con una inmensa capacidad para hacer daño.
Ya no sé ni la cantidad de películas que he visto en las que se anunciaba el poder de la inteligencia artificial en el futuro, un futuro que ya es presente con el inmenso avance que se está consiguiendo en una tecnología que cada vez se acerca más a lo que llamamos conciencia, la resolución de problemas de forma independiente, la acumulación de datos que supera a los que tiene el conjunto de todos los cerebros humanos de una ciudad entera, y algún día, si es que no se ha conseguido ya, la de todos los seres humanos juntos de la Tierra, con la imparable trayectoria de los ordenadores cuánticos. Sin contar las investigaciones que se están realizando para trasvasar a una máquina la conciencia humana y así alcanzar el poder de la inmortalidad, sin duda, en mi opinión, unas de las cosas más absurdas con las que me he encontrado en el camino de la ciencia, pues a fuerza de creer solo en la materia, no piensan más que en la inteligencia y la memoria de la mente condensada en un cerebro y olvidan que el espíritu no puede ser envasado, salvo por ley cósmica, en el interior de un cuerpo humano.
Lo que nos parecía tan cotidiano como ir al trabajo o al supermercado se convertirá, ya lo está siendo en los primeros prototipos, en el paso obligado por un “túnel de lavado”, en el que a través de ozono, de rayos ultravioleta, de desinfectantes, de análisis de temperatura y hasta de un pinchazo para analizar tu sangre como te descuides, nos permitirá entrar bien limpios de carga vírica, de genoma de coronavirus okupa, sea el Covid-19 o cualquiera de sus primos hermanos del pasado y del futuro.
Esto no es de broma, va muy en serio. Será el medio para ganar en salud, para evitar la muerte, para mantener tanto como se pueda a raya al miedo, porque ya hay pulseras que vibran cuando acercas tu mano a la cara, y hasta los empleados de la Ford utilizan pulseras inteligentes que vibran cuando dos de ellos están a punto de superar la barrera infranqueable de la distancia de seguridad.
Bienvenidos todos al mundo visionario de George Orwell, que reflejó en su magnífica novela “1984”, ahora que nos encaminamos hacia el control absoluto por pantalla.
Nuestra vida, lo queramos o no, estará supeditada a partir de ahora a una avalancha de tecnología que ya se está poniendo en acción a marchas forzadas. Lo que supone la ruina para muchos, será también un potencial de ventas para los más ingeniosos, que han puesto a funcionar sus neuronas para reinventar las fábricas, llenar el mundo de mamparas propias de una sociedad de conejeras de metacrilato y vidrio y sobrevivir en tiempos de la crisis económica más grande que jamás hemos visto, y por eso ya están en marcha los artilugios que mueven las manivelas de las puertas sin que las toquemos con las manos, y hasta contraseñas en el móvil que permiten que abramos la puerta de la habitación de un hotel sin tocarla.
Pero qué extraño mundo va a ser este a partir de ahora en el que nos moveremos jugando a no acercarnos los unos a los otros como si nos separaran burbujas invisibles.
Extrañas reuniones serán las de familiares y amigos, las de bares y restaurantes, de conferencias y exposiciones de pintura, en las que estén vibrando pulseras por todas partes, separándonos consciente o inconscientemente de todo aquel ser con dos piernas que pase a nuestro lado, siempre llevando en el bolsillo la piececita con la que maniobrar la manivela de la puerta cuando vayamos al wáter, y para más calvario mirando allí dentro a todas partes dentro de unos años para ver si nos espía un dron del tamaño de una mosca, no sea que estemos acompañados.
Tres son multitud, decían algunos, y ahora hasta serán dos, y hasta uno si se mira al espejo y por un momento piensa que es otro el que se ha acercado, a fuerza de no reconocer al que tiene al fondo del espejo.
Con humor, pero con mucha tristeza lo cuento, porque no se aleja para nada de la realidad, ya que es en gran medida lo que estamos viviendo todos los días, lo que reflejo con el propósito de crear por nosotros mismos una escuela de esperanza, porque ni siquiera desapareció cuando nuestros antepasados cazaban elefantes lanudos y al ser ensartados por sus gigantescos colmillos seguían creyendo que verían amanecer de nuevo. Nunca nos abandonó la esperanza y nunca lo hará, y si nos tenemos que adaptar lo haremos como sea, porque siempre he creído que más allá de las formas, lo más importante es el sentimiento. Pues de nada sirve una concentración de cien personas arracimadas y joviales, echándose la mano y dándose abrazos, si luego no hay más que pantomima y máscaras invisibles que ocultan el rostro que hay al otro lado. Habrá, siempre lo ha habido, mil millones de formas diferentes de seguir defendiendo el imperio de la naturaleza frente al de las máquinas, la oportunidad de derrocar gobiernos tiránicos para que dejen de seguir existiendo. Y hasta romper a pedradas los drones que en el futuro no sean aliados del ser humano, sino máquinas sin sentimientos al servicio de quienes quieran controlarnos.
El espíritu del ser humano, rebelde por naturaleza, se dejará las mascarilla, los guantes, el gel y la puñetera pulsera zumbadora, cuando tenga el paraíso en sus manos al abrazar a un roble, para irse de conversación con la abuela ceiba de seiscientos años con la que viví una de las más grandes experiencias de mi vida en completa oscuridad una noche en el corazón del Amazonas.
Nadie me atará más allá de lo que considere que tenga que aceptar para seguir viviendo. Mi imaginación, como la de siete mil quinientos millones de seres humanos, dará para mucho a la hora de seguir escribiendo poemas. Tal vez algún día me compre un dron, pero para ir arrojándolos por los aires, o incluso para convertirme en beligerante, en fugitivo, en miembro activo de la resistencia, y así lanzar octavillas de una revolución en curso, si llegara el momento de que las máquinas responden a seres humanos convertidos en máquinas, dejándose el corazón en la caja de caudales, al olvidarse de que fueron elegidos para servir a los ciudadanos, no para servirse de ellos por beneficio de sus oscuros ideales.
Pongo mi esperanza en todo lo que viene, porque por más robots que veamos, como los que ya están poniendo en marcha en hospitales, en las calles, en los hoteles, con tal de no ver al Covid-19 ni en pintura, siempre habrá seres bellísimos en cualquier lugar del planeta. Seguirán estando los monjes del Tíbet, la túnica azafrán teñirá las montañas de colores, como lo hacen ahora las amapolas, los ababoles, de mi tierra, mostrándonos que a pesar de su fragilidad, de ese “mírame y no me toques”, por más que el viento las desgarre, siempre regresan al año siguiente. Su semilla no desaparece y tampoco se irán los guerreros del arco iris, las semillas estelares que han viajado durante muchos miles de años para no morirse ahora de asco porque en el futuro nos geolocalicen, o nos cierren cualquier red social por ser alternativos, por no ser condescendientes con quienes quieren convertirnos en figuras de un museo de cera. No, me uno a las “Ovejas negras” en libertad a las que les canta con su amor de voz de otras dimensiones el gran Macaco, que sabe que todavía quedan “Valientes” que reconocen que hay que ser “Civilizado como los animales” para defender hasta la muerta a la “Madre Tierra”, aunque la vida sea un “Arma de doble filo”, porque cada uno de nosotros somos “Hijos de un mismo Dios”. Y por eso reconocemos “La ley del uno”, formamos parte de “La rebelión” y en esta “Marea negra” de la existencia nos movemos en “La máquina del tiempo”, entre “Las luces de la ciudad”, para descifrar los “Mensajes del agua” en este “Mundo Roto” en el que “No nos pararán” mientras resistimos en este “Puerto presente”, ya que, ahora y siempre, “Somos luz”.
Da igual que vayamos vestidos de enfermeros por la calle, con mascarillas tapando la nariz y la boca, con una pantalla protectora como si fuéramos astronautas, con guantes de cirujano o con un traje como si fuéramos a caminar sobre la Luna. Da igual que tengamos que pasar una y otra vez por cabinas futuristas del presente para acabar con un coronavirus, un retrovirus o un tontovirus, que a la hora de la tertulia cada uno esté en una punta de la habitación y el que no tenga espacio suficiente para estar separado de los demás tenga que colgarse de la lámpara, ni nos van a dar miedo los maravillosos murciélagos y pangolines ni vamos a pensar que de Asia vienen todos los virus y bacterias de las pandemias mundiales, que también vinieron maravillosos inventos a lo largo de la humanidad y el I Ching y Lao Tse y Confucio. Nada ni nadie va a poblar nuestro mundo de miedo, pues se puede disolver con un buen suspiro, una bocanada de aire fresco y un beso en los labios que siempre estarán para ser besados.
Ni las máquinas, ni los malos gobernantes, ni los laboratorios donde los seres humanos juegan a ser dioses, podrán con el teatro, la música, el poder de la palabra, un rapero conmovido y una oración en lo alto de un templo perdido. Somos lo que somos, con nuestras dos caras de Jano, este afán por ser vencedores y vencidos, pero pura luz incandescente, fosforescente, ardiente, resplandeciente, que es al mismo tiempo inasible, incontrolable, inagotable, pues ninguna oscuridad encontrará jamás la llave para abrir el candado que abre la puerta de la Fuente…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.