LA FUNCIÓN DEL DOLOR

LA FUNCIÓN DEL DOLOR



“La Gran Síntesis”, de Pietro Ubaldi

Otra considerable fuerza que el hombre moderno debiera comprender es el dolor. La actitud de vuestra mentalidad ante el fenómeno del dolor es de defensa y rebelión. La ciencia os ha hecho brillar en la mente la ilusión de una posibilidad de paraíso terrenal inmediato, y ha guerreado contra el dolor, incluso a costa de cualquier prostitución moral, en un paroxismo de terror que revela cómo entre los mismos pliegues de su audacia se esconde una zona gris de debilidad: un alma ciega frente a las metas últimas. Pero esa actitud de espíritu no ha alcanzado su objetivo, y nunca se manifestó el dolor más agudo y profundo que en medio del estruendo de tanto progreso, jamás hubo mayor vacío en el espíritu ni jamás faltó de tal modo el valor para luchar y saber sufrir. La ciencia no ha comprendido que posee el dolor una función fundamental de equilibrio en la economía de la vida y que, en cuanto tal, no puede eliminarse; íntima función de orden, función biológica constructiva, como excitante de actividades conscientes. Y el tan ridiculizado estado de ánimo de paciente resignación constituye una virtud de adaptación, de resistencia y defensa, que los pueblos modernos van perdiendo. La ciencia se ha ocupado en la eliminación de las causas inmediatas del dolor, en tanto que éste responde a una amplia ley de causalidad, cuyos impulsos primeros y lejanos son los que hay que encontrar y eliminar. Y éstos están en la substancia de los actos humanos, en la naturaleza individual. Ahora bien, mientras el hombre sea lo que es, y no sepa cumplir el esfuerzo de superarse a sí mismo, el dolor será parte integrante de su vida, con funciones evolutivas fundamentales y, por ende, factor irreductible y substancial que la evolución impone. Sé muy bien qué es el hombre moderno, por lo que no le pido la perfección inmediata. Pero le digo en cambio, que si no es capaz de mejorarse, y en tanto no cambie, todos los dolores que sobre él pesen habrán de ser justos y harto merecidos.

¡Pobre ciencia, muda ante los problemas substanciales! ¡Pobres niños, que odiáis el dolor, que habéis querido y sembrado, y que os ilusionáis con vencerlo, acallándolo y escondiéndolo en lugar de comprenderlo! Los problemas no se resuelven si no se afrontan con lealtad y valentía. Y cada cual marcha -en medio de tanto progreso- mudo dentro de sí, sonriente máscara cortés, que oculta su fardo de penas secretas. Y cada día torna a excederse en todo campo y a excitar nuevas reacciones de penas futuras. Si el hombre debe ser libre, y si entre tanto, ignora las consecuencias de sus acciones, un dolor flagelante y atroz es, para su bien, la reacción necesaria y proporcionada a su sensibilidad. Inevitable, esto, cuando el planteamiento de la vida ha sido erróneo y la ley de las cosas no se modifica por ello, sino que en todo momento reacciona a fin de hacerse comprender. En su ingenuidad, quisiera el hombre violar y cambiar la Ley, doblegándola a sí mismo; se encuentra lleno de la ilusión de poderlo y saberlo todo y de engañar a todos; se burla de las reacciones, y considera a su hermano que cae como un fracasado, en lugar de tenderle la mano, para que le sea tendida a su vez cuando él caiga. Debiera comprender, en cambio, que en un mundo en que nada se crea ni nada se destruye -incluso en el campo de las sutiles cantidades morales-, no se neutraliza un efecto sino reconduciéndolo invertido a su causa, para que encuentre allí su compensación; no se anula una cantidad de carácter consciente y moral, si no la reabsorbe la vida. La miope mentalidad moderna se limita al juego de la defensa inmediata contra una fuerza que retorna siempre; mediante un esfuerzo continuo la expulsa en lugar de absorberle la efusión que la agota, y para no ver y para aturdirse en el goce, la agiganta con nuevos errores, que siempre vuelven en forma de dolores nuevos. Y así, hombres, clases sociales y naciones se transmiten, unos a otros, esta obstructora masa de débito que circula entre todos; pasa de generación en generación y permanece siempre idéntica, porque ninguno la reabsorbe. Cristo que murió en la cruz, redimiendo con su Pasión a la humanidad, constituye el símbolo grandioso que resume y convalida estos conceptos.

¿Qué diremos al hombre común, el cual, si ignora, no por esto deja de sufrir? Es muy triste y conmovedor el cuadro de las reacciones naturales que llamáis castigo divino. Resulta inútil negarlo: todos -quien más, quien menos- sufren, todos se debaten entre las garras del monstruo. ¡Pobre ser, el hombre! Habiendo permanecido no sólo pagano, sino bestial en substancia, lo rebaja todo a su nivel: religión, Estado, sociedad, ética; para adaptarlos a sí, realiza una continua reducción de todos los valores morales; habiendo quedado en los instintos primordiales del robo y de la guerra, es necesario que atraviese por ingentes dolores, pues que sólo éstos podrán hacerse entender y sacudir su inconsciencia. El alma humana, que se ha cargado hoy con un fardo tan abrumador de inútil cerebralismo, no ve estos equilibrios espontáneos y simples. En el paroxismo de un dinamismo frenético, su alma es débil y primitiva. ¿Quién podría hacerle recobrar la razón, aun dejándolo libre, sino una inmensa mole de dolor? Se halla equilibrado a su nivel: gravado por áspera lucha y por una realidad de dolor, pero ilusionado, insensible, inconsciente, el hombre resiste a toda mejora substancial; corre tras los sentidos, codicia la ascensión exterior, económica, ávido de abusar de todo, sumergido en el egoísmo del momento, ignorante del mañana, horizonte cerrado. Si el genio no desciende hasta él, por cierto que él no sabrá hacer nada para elevarse hasta el genio. Las verdades se ensanchan, mas el aprovecharse de los ideales es tan viejo como el hombre, y la sociedad está habituada a considerarlos como mentiras. El individuo sabe -por instinto, hijo de secular experiencia- que frente a tanta ostentación de cosas altas existe la propia miseria moral y material, que aquéllos son retórica, y ésta, realidad; y cree en la verdad en que creen todos: la fiesta de su vientre y el triunfo por cualquier medio. La palabra le quedará al dolor, único forjador eterno de destinos y asimismo forjador de almas; y permanecerá injertado en el esfuerzo de la vida, destilándose día a día, y con grandes ráfagas periódicas colectivas para alcanzar las almas y dejar en las mismas su huella.

Para encaminarse a la solución del problema es necesario el perfeccionamiento moral, el cumplimiento de la maduración biológica del superhombre; es necesario subir con Cristo a la cruz y rehacer -sobre las bases del amor- la vida individual y colectiva; es necesario saber encontrar en el dolor una fuerza amiga, cuyas causas y función se comprenden, y que se utiliza para el propio ascenso. El dolor constituye la necesaria fatiga de la evolución, que es por su parte la esencia y razón de la existencia; contiene el germen de una dicha cada vez más elevada, que el hombre “debe” ganarse. Estos equilibrios son insuprimibles e indispensables al respiro del universo.

Si el dolor hace la evolución, la evolución anula progresivamente el dolor. Éste, al reabsorber la reacción colmando el débito, realizando la progresiva armonización y actuación de la Ley en el Yo, se elimina a sí mismo, al paso que hace progresar al ser. Esto demuestra la justicia y bondad de la Ley, que no es ley de mal y de dolor, antes bien, es ley de bien y de felicidad. Es preciso seguir, pues, una vía de gradual redención y ello, en varios momentos: primero, reabsorber las reacciones libremente excitadas en el pasado, soportar pacientemente las consecuencias de las propias culpas; luego -una vez reconstruido el equilibrio- mantenerse en estado de armonía con la Ley, evitando toda nueva violación y reacción. Es necesario concebir el universo no como un medio para la realización del propio Yo que en él es centro, sino como un universo regulado por una Ley Suprema, y que sólo en su seno es posible realizar el propio Yo en armonía con todo lo que existe. Hace falta concebir el dolor no como un mal debido al azar, sino como una forma de justicia, como una función de equilibrio que enseña al hombre -aun respetando su libertad-, las verdaderas vías de la vida y lo “constriñe” -después de tentativas y errores-, a marchar por el único camino posible: el de su propio progreso. El dolor no puede desaparecer sino a condición de que se pague la deuda a la ley de justicia que, en el campo moral y social, histórico y económico, físico y químico, es siempre idéntica Ley, igual voluntad, el mismo Dios. No se roba, no se escapa, en el tiempo, a la Ley; rebelarse es excitar un mayor choque de retorno que la elasticidad de la Ley (divina misericordia), si es tanta como para contener todo el libre arbitrio humano, terminaría por devolveros como hecho inexorable.

La anulación del dolor se opera valerosamente a través del dolor. Por ello puede ponerse en el camino de las ascensiones humanas. Abandonad la utopía que encendió en vuestra mente el materialismo científico, y daos cuenta de esta solemne verdad de la vida. En medio del impulso frenético de vuestro tiempo hacia la conquista de todas las felicidades, en medio de la serie lamentable de todos los experimentos humanos, frente a la desilusión -con el sueño vano en las pupilas- de la dicha no alcanzada, el hombre ha de tener el valor de mirar esta realidad más profunda y abrazar fraternalmente su dolor. Debe aprender y ascender en el arte de saber sufrir. Encontraréis tal vez este tono prevalentemente negativo, pero es tal sólo desde vuestro punto de vista humano, no del de las reconstrucciones superhumanas, donde está mi afirmación máxima. En la tabla relativa de vuestros valores éticos, estáis siempre abajo, y vuestras virtudes violentas y guerreras -necesarias en vuestro estado presente- no serán ya virtudes, superándose mañana. Todo está proporcionado a vuestro nivel y lo expresa. Existen tantas formas de dolor y éste es tanto más grave cuanto más abajo se encuentra el ser. La medida del contragolpe dolorífico que recae sobre el que ha movido la causa -medido por el cálculo de las responsabilidades, que hemos visto- cambia conforme al grado de evolución, que sutiliza la férrea cadena de las reacciones.

Observad cómo el dolor casi se evapora en el proceso de la espiritualización progresiva. En el mundo subhumano, el dolor constituye derrota sin piedad, el ser sufre en las tinieblas, solo, lleno de ira, en un estado de absoluta miseria, sin luminosidades espirituales compensadoras. Es el dolor del condenado, ciego y sin esperanza. Y el hombre se halla libre de retroceder hasta tal infierno si no quiere aceptar el esfuerzo de su liberación. En el mundo humano, la conciencia despierta, pesa y reflexiona; el espíritu tiene el presentimiento de una justicia, de una compensación y liberación, y espera. Es el dolor sereno del que sabe y expía, el purgatorio confortado por una fe; el dolor se detiene a las puertas del alma que dispone de su refugio de paz. La mente analiza el dolor, descubre sus causas y la Ley, y lo acepta libremente, como acto de justicia que ha de llevar a la alegría; de un tormento hace un trabajo fecundo, un instrumento de redención. ¡Cuánta de su virulencia ha perdido ya el dolor! ¡Qué distinto es el sufrimiento cuando se espera y se bendice, cuán menos áspero resulta el golpe al caer en un alma de tal suerte acorazada, cuánto menor es su fuerza de penetración en un espíritu defendido por una profunda conciencia! La visión substancial de las cosas da, en todo caso, la sensación de la justicia, una gran fe y un absoluto optimismo; en medio de las disonancias del ambiente, se forma en el alma un oasis de armonía. Se llega de este modo, gradualmente, al mundo superhumano, en que pierde el dolor su carácter negativo y maléfico y se transforma en afirmación creadora, en potencia de regeneración, en una carrera hacia la vida. Resuena entonces el himno de la redención: Bienaventurados los que lloran.

El dolor, constriñendo al espíritu a replegarse en sí, prepara el camino a las profundas introspecciones y penetraciones, despierta y desarrolla sus cualidades, hasta entonces latentes, multiplica todas sus potencias. Para las grandes almas, sobre todo, el dolor constituye una fuerza de valoración y creación. La expansión de la vida, constreñida hacia lo interior, alcanza realidades más profundas, y el choque del dolor, fuerza a transitar las vías de la liberación. Un nuevo mundo se revela; con cada golpe que semeja traer ruina, borbotea y nace algo en lo profundo del “Yo”; con cada presión del dolor, que pareciera mutilar la vida, se reconquista algo que la acrecienta y eleva. El dolor separa y libera de un denso involucro de deseos y sensaciones; el alma -con cada jirón de animalidad arrancado- se dilata en un más vasto poder de percepción, en una forma de vida más intensa, en una realidad más profunda. Imaginad la más titánica de las luchas, la más tremenda de las tareas, la más impetuosa de las tempestades. Hay un desgarrarse silencioso en lo hondo de las leyes biológicas, un disputarse palmo a palmo el campo de la vida, un encarnizamiento de retornos atávicos abajo, y una irresistible atracción hacia lo Alto. Espíritu y animalidad luchan, ligados pero enemigos, así como a la hora del alba luchan la luz y las tinieblas para que el día surja. En la fase superhumana, el dolor no es ya sólo expiación que se conforta de esperanza: es el impulso frenético de las grandes creaciones espirituales. En medio de la lucha por la liberación, la sensación dominante es de juventud, y en la expansión de las energías es resurrección; debilitadas las pasiones y domadas las prepotencias de la naturaleza inferior, la sensación del espíritu victorioso es el dulce reposo de quien llega a un oasis de paz. El espíritu mira entonces con más calma dentro de sí. El dolor y la lucha han refinado su oído y puede ya oír. Se distiende entonces el canto del infinito. Entonces lentamente, desde lo profundo del alma, se entona la gran sinfonía del universo. Las notas que allí cantan son las estrellas y los mundos, las flores y las almas, las armonías de la Ley y el pensamiento de Dios.

¡Resurge, oh alma, que tu dolor está vencido! Muerto entre las cosas muertas se halla tu dolor, inútil utensilio arrojado allá, en el borde desierto de un camino triste. En el infinito, el universo canta: resurge, que tu dolor ha sido vencido. Las cosas todas han cambiado en la mirada de Dios; el cántico tiene tal profundidad de dulzura, que el alma se extravía en él. Por la alegría de la mente caen los velos del misterio, y por la alegría del corazón caen las barreras del amor. El universo se abre. Una omnipresente vibración de amor transporta fuera de sí al espíritu, de visión en visión, de beatitud en beatitud. No lucha ya, sino que se abandona y se olvida en Dios. Las fuerzas de la vida lo sostienen y arrastran, lanzándolo a lo Alto, donde está su nuevo equilibrio. Rotos los lazos, es en verdad libre y capaz de subir; el pasado, estimula, por lo que es necesario recorrer hasta el fin las vías del bien, así como para los malos es necesario sumergirse hasta el fondo en las vías del mal. Entonces, el ser no pertenece ya a la tierra de dolor: penetra cada vez más en la luz del Centro, y allí se anula en un incendio de Amor.

Estas no son rarefacciones utópicas del respiro de la vida, sino cuando no está desplazado todavía el centro de la personalidad en el mundo superhumano. El concepto de dolor-daño, y dolor-mal evoluciona así, por grados, en los de dolor-redención, dolor-trabajo, dolor-utilidad, dolor-alegría, dolor-bien, dolor-pasión, dolor-amor. Existe como una transhumanización del dolor en la santa ley del sacrificio. En este paraíso, el milagro de la superación del dolor por el dolor mismo se realiza. El mal transitorio, el estridor de las violaciones, el choque violento entre la libre acción y la Ley, se agotan en su función; el dolor existe para devorarse a sí mismo, cesa el desacuerdo a medida que se va alcanzando la armonía. A través de este sabio mecanismo, mediante el cual la libertad es constreñida a canalizarse hacia el progreso, se llega a la unificación del Yo con la Ley. Entonces desaparece toda posibilidad de violaciones y reacciones, y el dolor se anula en su causa. Entonces el alma exclama: “Señor, te doy las gracias por esta que es la gran maravilla de la vida; que mi dolor sea tu bendición”.

También por otras sendas interiores y colectivas tiende el dolor a su anulación. Es el último anillo de la cadena: involución e ignorancia, egoísmo y fuerza, lucha y selección. Mas el impulso evolutivo transforma la fase de la fuerza en la de justicia, el mal en bien; demoliendo las más bajas condiciones de vida, realiza la transformación del dolor. Así como colectivamente la fuerza -mediante un juego de reacciones colectivas, por progresivo asedio y por la ley del mínimo medio- tiende con el uso a la autoeliminación, casi reabsorbida en sí misma, y resurge en forma de justicia, así también colectivamente tiende el dolor a desaparecer, como factor transitorio de igual modo inherente a las fases más bajas de la evolución. Absurdos serían un mal y un dolor incondicionados y definitivos. Y es el mayor impulso de la vida, la evolución, el que necesariamente lleva del mal al bien, del dolor a la felicidad.

Os muestro todas las gradaciones de la verdad, para que cada uno de vosotros elija la más alta de su mundo concebible. Dime cómo sabes sufrir y te diré quién eres. Cada cual sufre de manera diversa, según su nivel: maldiciendo, expiando, bendiciendo y creando. De aquellas tres cruces iguales erigidas sobre el Gólgota, partieron tres gritos distintos. Sólo la justicia y el amor es la reacción de los grandes. Os compete extraer del esfuerzo de la vida la mayor ascensión de espíritu, utilizando el dolor en lugar de combatirlo, transportando cada vez más arriba el centro de vuestra vida.

No estamos por cierto, en estos niveles, en el orden común de las cosas humanas actuales, y todo esto puede parecer fuga y demolición de virtudes positivas; pero ya os he dicho que es fuga para afirmarse más alto. Ello puede semejar mutilación de aspiraciones y voluntad, supresión de sanas energías constructivas, mas esas aspiraciones nunca os harán salir del ciclo de la vida en los niveles inferiores, en que cada victoria debe equilibrarse en la derrota, cada juventud en una vejez, y donde toda grandeza se precipita siempre en su destrucción. Esto que os indico es, en cambio, sublimación de la vida en una forma de acción más elevada, dirigida a conquistas que son las únicas eternas; acción más enérgica y civilizada, que no constituye malgastamiento inútil de la común agresividad desorganizante; acción más efectiva, porque es consciente de las fuerzas naturales en cuyo medio actúa.

Yo no os indico, como supremo ideal humano, la figura primitiva del héroe de la fuerza, que emplea la violencia y vence, sino que -aun cuando las masas no lo comprendan- os señalo al superhombre donde la voluntad del dominador, la inteligencia del genio, la hipersensibilidad del artista y la bondad del santo, se fusionan; el luchador sobrehumano, que perdona y ayuda a su semejante, y ataca sólo a las fuerzas biológicas, sometiéndolas a sí; ser de una raza nueva, luchador por la justicia, dueño de sí mismo, por el bien colectivo.

La santidad no ha muerto ni ha sido superada, sino que apenas se ha comenzado, y debe subsistir en el mundo moderno: una santidad nueva y culta, consciente y científica, que resurge, de las viejas formas, en el corazón de vuestra vida borrascosa, que en ella vuelve a batallar por el bien y -con vuestra psicología objetiva- afronta heroicamente el choque de vuestra rebelde alma nueva. Si hoy el lema es fuerza, que sea entonces la fuerza superior del espíritu; que sea una belleza espiritual que se atreva a mostrarse y viva en el mundo como un desafío para que el mundo, si no comprende, dilacere, y dilacerando aprenda. El santo, en este vastísimo sentido, pasa en misión y es grande sólo por inclinarse a educar y elevar hacia estas superaciones del dolor.

El camino de las masas inconscientes -abajo- es harto lento; esperan la fecundación por parte de este ser, punto culminante en que converge todo el transformismo fenoménico, sostenido y querido por la totalidad de las fuerzas de la evolución, fenómeno realizado por transformación biológica. En el último producto del gran esfuerzo de la vida, la creación se repliega sobre sí misma para retomar en el movimiento evolutivo a los estratos más bajos; y el impulso torna a caer para elevar y aliviar el dolor, tiende una mano al hombre que avanza bajo el peso de su ascensión, y hace suyo el dolor del mundo. Esta retoma ascensional, que hemos estudiado ya como característica fundamental en el desarrollo de la trayectoria típica de los movimientos fenoménicos, es aquí inherente al impulso de la evolución y representa en ella, además, una tendencia a la eliminación del dolor.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.