EL SOL, LA ARENA Y EL AGUA DE UNA PLAYA

El sol, la arena y el agua de una playa – José Antonio Iniesta



El roce del mar y la arena es como el del viento.

Cullera, Valencia. 8 de agosto de 2001.

Me han despertado unos carnosos y sonrosados labios para contemplar el más bello de los amaneceres, un sol encendido de color naranja intenso, que dejaba una estela dorada a su paso por la Tierra, por encima del agua del mar, al fondo de un verde palmeral.

He vuelto de nuevo a Cullera, a contar uno por uno, con la imaginación, los granos de arena de esta playa, para aprender del trazo que el agua marina deja en cada uno de sus minúsculos fragmentos de piedra microscópica. El recuerdo del tiempo nos aleja del letargo en el que a veces nos sumimos. Hoy hace exactamente trece años desde ese día en que comencé a escribir mi primera novela: “El enigma de las siete luces”. Hoy, más que nunca, quiero ser de nuevo cada uno de sus dos personajes principales, Uf, el Cuentacuentos, para recoger las historias que encuentro a mi paso, y Khalima, el aprendiz de mago, para vivir con toda la intensidad esta magia que me envuelve.

Hoy el sol se ha vestido de fuego intenso para alumbrar el día, para dar vida de nuevo a esta inmensa colmena de apartamentos, aquí y allá, por todas partes, que con la transparencia de los cristales me muestra un mundo de hormigas humanas, frenéticas en su reposo, aquietadas por el veraniego descanso en el deambular cotidiano de cada vida. Pero anoche contemplaba la luna, diseñando su propio sendero de plata en el agua del mar, mientras escuchaba el oleaje y me dormía desnudo en lo alto de esta privilegiada atalaya que es un cuarto piso frente al paseo, a un tiro de piedra de la playa, con vistas de navegante al infinito mar y al centenario castillo.

La luna estaba roja, también con el fuego del sortilegio de la naturaleza, arrebatadoramente bella, mostrándose a los millares de ojos que pueblan cada ventana iluminada, que como luciérnagas en la noche encienden los edificios hasta convertirlos a lo lejos en una especie de Nueva York poblada de chispeantes construcciones. Luna intensamente roja, como la del  sábado, luna llena arrojando un disco de fuego nocturno en la inmensidad conmovedora de lo imposible.

Pero esto es  España, y aunque esta costa fuera pasto de las llamas, cauce de sangre de garganta abierta y cántico enloquecido por el grito de terror, cuando a los piratas les daba por sembrar la muerte de tiempo en tiempo, ahora no hay más horda que la de una muchedumbre que de todas partes viene a clavar sombrillas en vez de espadas, a ocupar arena por unas horas y no  arrebatando tierra donde edificar murallas. Es tiempo de paz, un lugar donde hombres de todos los mundos posibles se lanzan a la conquista de un puñado de sol con el que broncear sus cuerpos y así llevarse el triunfo de las arenosas playas españolas.

Es un buen artificio para el que observa esta jungla de la variedad, esta extraña pasarela de arena húmeda en la que el polifacético rostro de la humanidad se reúne, se dispersa, se mezcla y da forma al caos y al orden primigenios, como la danza del agua con la arena, en la que todo es diferente a cada instante, en la que el juego interminable derrumba castillos hechos con cubos de plástico y los nombres de novias, esposas o amantes, y hasta la última de las huellas de los que por aquí pasaron.

Así es también el vaivén de gentes, este zoo humano, paradisiaco edén costero, colección de cromos de los rostros humanos, catálogo de bañadores, joyería, torsos, pechos con pezones  provocadores, gastronomía de bocanadas de agua salada, bronceadores, puñados de arena, labios sedientos de sexo playero, brisa y pura brisa que alimenta de vida en este vértigo de la pura vida.

Es un lugar interesante como cualquier otro para aprender del hechizo de la existencia, recreándose en cada movimiento, en cada paso dado sobre la arena. Porque más allá del pie, atravesando la cintura atrevida, sea cual sea la manifestación de la anatomía, hay un camino que conduce a un cerebro que recrea una apariencia distinta. Aquí puede verse de todo, porque cada uno carga su mochila de desenfreno, de armonía, de estética y devaneo, aunque el cuerpo se desnude y parezca que la especie humana participa de un tronco común, de una foto de recuerdo para reflejar ese momento histórico, hace millones de años, en el que las primeras especies abandonan el lecho acuático para invadir la tierra, se levantan sobre dos patas, trepan a los árboles y bajan de ellos para hablar, articular palabra y pedir en cualquiera de los infinitos supermercados, tiendas de regalo, de todo a cien y de mil y un artículos playeros, una crema para el cuerpo, un flotador para no ahogarse en el Mar Mediterráneo, una pala para hacer castillos de arena o ínfulas, o soñados edificios de empresa, o románticos  refugios de eremita, que una y otra vez son lamidos por la lengua de agua-sal, que ya está bien de sueños con forma en una costa en la que nada lo tiene, pues todo se zambulle en el propio proceso constructivo y destructivo de la Creación, con el milagro de una simple ola…

Es el escaparate del mundo que apenas si disimula la desnudez de la piel y de las emociones. Asisto con complacencia, con la naturalidad del que presencia la aparición de un holograma -un aleph borgeano en el que todo tiene cabida-, a la infinita pluralidad de los seres humanos. A punto de ser engullido por una ola me deleito con la inmersión sencilla, natural y condescendiente, de una anciana de noventa y dos años, como si fuera el fortuito baño de la muerte presentida. Parece resignada a beber agua salada, a ser azotada por la mar brava, con la misma tranquilidad que podría morirse en cualquier momento. Va escoltada por sus dos hijas, creo, ya entradas en años, y ambas con sus pechos lánguidos al aire de la soleada mañana, como dos amazonas de la tercera edad mostrando hasta el último momento la lejana firmeza de sus atributos.

Los hay que montan en sus cuellos, en sus muñecas, en sus orejas, en los dedos de sus manos, sucursales ambulantes de joyerías propias. Me deslumbra, y no por el brillo del oro, tanto solaz de metal, tanta complejidad del adorno, en lecho tan natural y desprendido como es el de la tierra y el agua, donde a mí siempre me gusta rebozarme en arena como un pescado tierno, donde aguanto la incomodidad del bañador por pura cortesía, una forma como otra de nombrar la atadura social de ir vestido en tan apetecible encuentro con lo más salvaje y a la vez tierno de la Madre Tierra.

Por eso me asombra que casi todo el mundo ponga distancias al telurismo de la playa con esterillas, hamacas o posturas de sereno en lontananza. Yo soy así de raro, quizás, y por eso hago agujeros a cada instante y me entierro cuanto puedo, meto la cabeza en la arena y me frío con la debida prudencia bajo un sol de justicia, lo que es un culto manifiesto y orgulloso a las fuerzas de la naturaleza.

Me parece enternecedora la imagen de otra anciana, mirada fija en el agua, buscando un no sé qué imposible que le lleva de una a otra parte, gorra a la cabeza con el logotipo de Canal  9 y la sorpresa de un bañador al que sería más que imposible ocultar el sujetador, el viso y la faja, que así por este orden la envuelven con insólita armadura de senderista de playa y se muestran con toda claridad, pura identidad de esta España cañí de contrastes.

Una mujer se agarra el cuello, como intentando proteger un collar negro, ampuloso, que parece  más que ello un garrote vil que la atenazara. El triángulo negro con adornos que rodea su garganta es más propio de una espía como Mata Hari, y quizás lo sea, por las miradas recelosas que lanza de uno a otro lado.

Todo tiene cabida en este mar de la vida, los cuerpos inmensamente blancos, como  recién salidos del frigorífico de un depósito de cadáveres, y los torreznos a costa de untarse en sesiones sin fin con bronceadores. Hay pechos tímidos escondidos bajo bañadores de los años sesenta, y hasta de los cincuenta diría yo, y glándulas mamarias de vértigo que se bambolean con el ímpetu del oleaje. Hay tangas como venidos de las playas de Río de Janeiro y volantes de flores de hace medio siglo que ribetean un vergel con el que cubrirse. El mar se llena de glúteos, de pechos que flotan a la deriva, y de millares de preciosos niños, más lindos que nunca, que juegan levantando el foso de efímeros castillos y buscando nacaradas caracolas.

Y uno, si se olvida del bronceado, de que el viento se lleva la sombrilla, del mundo entero que le rodea, descubre la perfección de la vida en la arena, por la forma en la que cambia a cada instante, que el Tao habla a cada momento de un cambio, de la capacidad de ser inalterable en su centro, agitándose en la danza sagrada del yin y el yang, en cuyo punto medio todo permanece. El agua recuerda ese destino que habrá de modelar cada uno de los instantes de la vida, pero a la vez sugiere la forma en que evitar el choque del oleaje, de la espuma que se crea al romperse la ola. Uno puede guardar silencio y descubrir que a cada ola le sucede otra, y que la gracia está en seguir su curso, hacerse ella, para así subir y bajar sin que la angustia de la caída  o del encontronazo nos amargue la vida. Porque todo es así, una lección constante que nos enseña la forma en la que acompasarse, pues hay un tiempo para crecer y otro para decrecer, y no ha de ser peor uno que otro cuando se descubre que a todo paso le sucede otro, que si subes a la montaña habrás de bajarla.

Así habla el mar a través de la ola y la tierra por medio de la arena, pero me da a mí a que quizás los turistas no estén muy pendientes de estas cosas. Pero lo mismo da, aporto mi apariencia al zoo humano que aquí se divisa. Me tolero a mí mismo, con todas mis virtudes y defectos, como lo hago con cuanto me rodea, sintiéndome extrañamente cerca de cada uno de los millares de hombres y mujeres que habitan por un instante, como gnomos de verano, bajo estas setas-sombrillas multicolores.

A veces supone toda una aventura perderse en esta cambiante ciudad de neveras repletas de frescas bebidas y tumbonas, en la que llama verdaderamente la atención una inmensa variedad de islas flotantes de plástico: orcas, delfines, tiburones despiadados, dinosaurios o el pokémon de turno para que no falte toque de color al paradisiaco ambiente.

Los urbanitas de playa se cubren la cabeza con sombreros de paja y todo tipo de gorras publicitarias con visera; se traen crucigramas, periódicos y novelas de Corín Tellado para entretenerse; se tumban al sol, echan la partida y se vienen  en más ocasiones de las que debieran con todos los problemas de su vida a cuestas.

Desde esta atalaya en la que escribo ahora, el espectáculo del mundo es el mismo. No puedo dejar de recordar los tebeos de la infancia, “13 Rúe del Percebe”, con aquel genial corte de un edificio en el que la vida y milagros de sus inquilinos se nos ofrecía con total transparencia, puro antecedente del televisivo Gran Hermano. Desde mi balcón asisto impávido a la manifestación de una inmensa colmena que por todas partes, menos por el fastuoso mar y las palmeras que tengo enfrente, me ofrece un complejo prisma de ventanales. Hay espacio de sobra por el que transitar en las alturas, a lo largo de estos exagerados veinte metros de balcón por los que deambulo, que encima dan a las calles más concurridas. Con una sola mirada asisto a la recreación de cien vidas distintas, cada una con sus quehaceres. Es la casi pérdida de la intimidad, que a mí se me antoja tributo fácil de conceder, necesariamente compartible en una fracción de tiempo en la que todo se desenvuelve con la mayor naturalidad.

Contemplo “13 Rúe del Percebe” sabiendo que a su vez formo parte del mismo engendro, que cien miradas en cada instante asisten a cada uno de mis movimientos en este acristalado apartamento. La muchedumbre de hormigas humanas se alinea en racimos en la calle, degustando heladería italiana, horchata valenciana o mariscada de espanto. También siguen con excitación la música que las lleva hasta chiringuitos enloquecidos por la música bacalao o los ritmos afrocaribeños. A unos pocos metros, el enjambre, el hormiguero humano, el frenético nido de insectos homo-sapiens, se apiña alrededor de la fuente donde la música de Colombia, Perú o Ecuador encandila en la noche. Y es verdad que sus sonidos encantan a todos los que pasan, y se quedan absortos con el sonido de los tubos de caña de las flautas, de las melosas guitarras, hasta que una bandeja de cestería reclama un estipendio con el que ganarse la vida. Es entonces cuando se rompe el hechizo y cada cual escapa como puede. Comprendo entonces que ni siquiera la dulzura de la música me libera de esa tristeza al descubrir lo dura que es para algunos la vida. Ni siquiera  las monedas que cada noche lanzo como un ritual en la funda abierta de una guitarra me consuelan de disfrutar del sonido desde el otro lado.

De poco ha servido el frenesí del indio que se contornea recortándose en la luna, con su pañuelo rojo alrededor de la frente, sujetando un negro cabello de recia estirpe. Su cintura es sensual, con aire casi femenino, y los pies danzan acompañando al vuelo del cóndor, al grito secular de las tribus oprimidas, al canto de la Pachamama. Quinientos años de vil historia todavía planean en esa huida masiva que es la negación de una limosna, un simple óbolo con el que llenar el estómago del artista, al que sin duda no le salvará la vida el espíritu de la música, la brisa andina, confundida ahora con la de Cullera, la melodía de la jungla y el altiplano, que apenas enjugará las lágrimas de la nostalgia.

Parece como si nada hubiera cambiado. Me recreo probando un poco de aquí y allá en un  restaurante que se precia de ofrecer el suculento bocado de sus ochenta platos, para que uno coma tanto como desee por el módico precio de 1200 pesetas, eso sí, sin desperdiciar una pizca de alimento. Y es verdad  lo que siempre había oído, que la comida entra por los ojos, a juzgar por los platos colmados que a buen seguro más de uno no se comería en su casa. En esta exquisita y variada degustación de buffet, o comiendo en plena calle un buen plato de paella, o saboreando un flan con nata montada y sirope de caramelo en una heladería italiana, la sombra de la esclavitud se desliza lacónica entre las mesas, con cara como de circunstancias, con cierto aire de vivir en el espejismo. La perfecta anatomía de la raza negra se deja ver entre las mesas, sin el lujo del refugio bajo el sol, sin que el reloj  les permita un descanso a pesar de las horas. Son porteadores como antaño, no con tanto esfuerzo y vejación, pero sí con ese sometimiento de la espera a que alguien deje de atragantarse con el fideuá o el marisco y les compre un cd, un reloj o unas gafas, todo ello pirata, copias baratas que al turista ocasional le permiten la arrogancia de regatear hasta lo insostenible.

Pierdo mi vista entre la marejada de seres humanos que recorren el paseo, acompañando al perro, contemplando las estrellas, fascinándose con la espectacular demostración de un artista argentino que recrea mundos idílicos, de colonias en las estrellas, de pirámides misteriosas, de civilizaciones perdidas en lugares remotos, con cuatro papeles de periódico, un par de recipientes de plástico, un poco de fuego, música sin duda y eso sí, la magia del spray de aerografía, que muestra el talento de la improvisación ante un público que siempre termina convirtiéndose en niño.

Vuelvo a perder mi vista en la legión de tatuajes de henna que empiezan a poblar los hombros, los escotes, los riñones, cualquier parte de la anatomía que no sea especialmente comprometedora, porque el espectáculo de la tinta en la piel que durará quince días se ofrece, como casi todo aquí, a la vista del personal, del paseante que como polilla en busca de luz se acerca hasta el flexo donde la piel es tatuada.

Hay mil voces distintas que se mezclan recordándome la Torre de Babel, inglés, alemán  y francés salpicando un che valenciano que se ve envuelto en una lengua africana que utiliza la mujer que hace magia con el cabello. Mi esposa luce ahora uno de sus magistrales peinados, ciento treinta trenzas realizadas durante más de cinco horas por tres mujeres senegalesas que rozan el prodigio, al hilvanar el cabello con tanta maestría como para acabar cada punta con el tamaño de una cabeza de alfiler.

Habrá que morir de multitud en estos días, reventar de típico faltón mojado en auténtica horchata valenciana, sentir hasta el estremecimiento la sal en la piel, revolotear como un observador empedernido en cada mirada y comprender que en cada uno de los demás hay un poco de mí, y al contrario. Quizás por eso quiero quedarme con un poco de cada cosa, y reunirlo todo, exprimirlo en la minipimer galáctica y descubrir que la totalidad sólo se consigue a fuerza de reunir cada uno de los fragmentos de ese Todo que siempre parece inaccesible.

Porque cuando me marche, una legión de hormigas o abejas humanas poblará cada uno de los nidos abandonados del hormiguero o de  la colmena. Los refuerzos son inagotables con tanto centurión ávido de un trozo de costa. Y es verdad que no habrá entre todos voluntad suficiente como para cambiar la forma de la playa: ni uno sólo de los castillos de arena sobrevivirá. Sólo lo hará y por siempre el inmenso baluarte que corona lo alto de la montaña.

Ninguna huella superará a otra, porque todas perecerán gracias a Dios en la lengua salada del mar indomable.

Porque todo seguirá igual, siendo eternamente distinto, asumo con serena complacencia esta ley inamovible del cambio tratando de buscar la quietud en el centro, donde todas las fuerzas confluyen, en la armonía de este orden que surge a cada instante del caos absoluto.

Así es la vida, como una danza entre el agua y la arena en la que sólo vence el Tiempo…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.