LA LLAMADA DEL TAMBOR

Desde siempre he sentido fascinación por el tambor, consciente de que lo llevaba en la sangre, en los genes, en la memoria de cada una de mis células, y todo eso ha hecho que siga su rastro allá donde me ha sido posible, suene donde suene sobre la faz de la Tierra.



Viví aquel momento inolvidable para la historia de Hellín, un 12 de octubre de 1992, cuando su majestad el rey  Don Juan Carlos redobló con sus manos y dos imaginarios palillos al lado de los tamborileros hellineros, presentes en la Exposición Universal de Sevilla. En ese momento mi emocionado recuerdo estuvo con todos los pueblos nativos de América, a los que desde siempre me he sentido vinculado.

Desde que era un niño me han sido familiares sus creencias, su amor sin límites hacia la Madre Tierra, los consejos de ancianos que revelan tanta sabiduría, su compromiso como guardianes de la naturaleza.

Esencia de tambor, como padre e hijo de tamborilero hellinero, y amor a la naturaleza, hicieron que mi búsqueda y mis sueños fueran encontrando el camino adecuado, hasta tener la fortuna de establecer contacto con algunos de los líderes más significativos de estos pueblos indios. Aquel mismo año conocí a Dhyani Iwahoo (jefa de la nación cherokee, del clan del oso y de las siete estrellas), Evelyne Kelman Croshow (guía espiritual de los pies negros de Canadá), Porfirio Aguirre (jefe bibri, hombre medicina de Costa Rica), y tantos otros, como Reymundo Tigre Pérez, que los encabezaba a todos y que se sometió a la  dura prueba de la danza del sol para ello.

Recuerdo a una india purépecha, a la que pregunté  por qué sentía yo tanto amor por el tambor. Ella me respondió que el latido del corazón es el de la Madre Tierra. Una década más tarde, después de incontables peripecias siguiendo la huella de los tambores, mi compromiso como investigador, en la búsqueda del misterio, tan importante para mí, me llevó en 2002 a lo más profundo de la selva maya.

Allí, entre sobrecogedoras pirámides, con los pies descalzos, inmerso en ritos de origen ancestral, recorrí varios estados mexicanos, siempre acompañando a sacerdotes y sacerdotisas mayas, quienes me habían invitado y aceptado para recibir  la iniciación en el conocimiento solar: los grandes secretos de una de las civilizaciones más espectaculares de la historia de este planeta. Es uno de los privilegios más grandes que he tenido en mi vida el de acceder a esta sabiduría milenaria, que gracias a la generosidad de unos seres singulares recibí en lo más profundo de la selva como el mayor de los regalos.

Mi anfitriona fue Nah Kin, sacerdotisa solar maya, con la que viví algunas de las experiencias más increíbles que he tenido en mi vida. Recorrí un paraíso de la naturaleza, de los más bellos del planeta, con los pies desnudos y sin temor alguno a las picaduras mortales de las serpientes, caminando a través de los llamados “caminos de la luz”, y bajo las ceibas, el árbol sagrado de los mayas. Así confirmé lo que ya intuía, que esta civilización había alcanzado unos niveles de sabiduría que ni siquiera la ciencia actual ha llegado a comprender.

Interminable sería contar lo que viví durante trece días en el interior de las pirámides, situado sobre los vórtices de energía más intensos en los que haya estado en toda mi vida. Rito tras rito, ceremonia tras ceremonia, recibí la información que los sabios mayas habían custodiado celosamente, y que ahora compartían con unas pocas personas venidas de los más lejanos lugares del planeta. Doy gracias a Dios por ser uno de ellos.

Acceder a este conocimiento cambió por completo mi vida, y como en tantas otras ocasiones tuve la oportunidad de descubrir que no hay religión o creencia que pueda justificar el distanciamiento entre los pueblos del mundo y sus razas. En mi caso era todo lo contrario. Compartí el más mágico de los viajes, como si fueran hermanos de sangre, con guardianes del conocimiento del pueblo purépecha, mexica, totonaco mixteco, además de los propios mayas, que me abrieron las puertas de sus antiguas y magníficas “bibliotecas”, que permanecen escondidas a la mirada de quienes no pueden ni imaginar que existan, aunque pasen a su lado.

Y aquí se produjo mi encuentro con un tambor muy especial. Entre estos maestros, compañeros y amigos para siempre, estaba Garra de Jaguar, Ikxiocelotl, que me reconoció desde el primer momento, con la primera mirada. A mí me ocurrió lo mismo, mientras observaba disimuladamente las cicatrices en su pecho, provocadas por la ceremonia de la danza del sol, en la que el cuerpo del iniciado es colgado de un árbol hasta que la carne se desgarra, provocándole el puro éxtasis y la conexión con inconcebibles dimensiones.

Demostrando un desprendimiento absoluto me regaló su tambor, llamado Ollin Eterno, Movimiento Eterno, elaborado con piel de venado, en la que se  refleja el movimiento de la galaxia, del universo, de la fuerza de la vida, mediante la cruz de Quetzalcoatl. Fue maravilloso cuando toqué este tambor en la gran ceremonia de la luz en Uxmal, junto a la pirámide del Adivino. Según la leyenda, aquella enigmática construcción había sido construida por un enano en un solo día. Precisamente,  un instrumento importante en esta leyenda es un tunkul, un tambor hecho con un tronco hueco, que el ser mágico hizo sonar.

Es un recuerdo inolvidable, difícil de expresar, pues  a causa de la magia y de la sabiduría de los mayas, aquella imagen, el momento en que tocaba en ese lugar sagrado,  la había visto en las ruinas de Dzibilchaltún, días antes, cuando era impensable para una mente racional que un chamán como Garra de Jaguar me fuera a entregar un objeto tan personal y sagrado: su propio tambor. Pero tal como pasó por mi mente ocurrió y como si viviera un sueño me quedé atónito. Todo ello confirmaba mi hipótesis sobre la verdadera naturaleza del Tiempo, precisamente aquello de lo que más sabían los mayas, de la naturaleza cósmica y espiritual del Tiempo.

Toqué aquel tambor, rodeado de enormes iguanas en la ciudad costera de Tulum, y con él pasé junto a la infinidad de serpientes de piedra de Chichén Itzá, antes de ascender por la pirámide de Kukulkán, en uno de los momentos más transcendentales de mi vida. Y sin separarme de él llegué a Mayapán, y a la selva lacandona de Bonampak, santuario del jaguar y de otros fieros felinos.

Sé que muchos no podrían creer lo que viví allí, con aquel tambor en mis manos, tensándose con el sol junto al Templo de las Inscripciones de Palenque, preparado para adentrarme en uno de los monumentos más importantes de la historia de la humanidad, al descender hasta la tumba del Rey Serpiente, el señor Pacal Votan.

Nunca olvidaré su sonido de sanación en Mérida, capital del estado de Yucatán, mientras velaba durante toda una noche los bastones sagrados del Ahau Can, la Serpiente Solar. O la forma en que sonaba una noche de San Juan en un eremitorio mágico, o aquella otra vez, en Guadalajara, al mismo tiempo que investigaba una puerta dimensional. Como no podré borrar de mi memoria cuando lo hice sonar, al día siguiente de vivir una de las experiencias más espectaculares de mi vida, al ingerir ayahuasca siguiendo las indicaciones de un chamán brasileño.

Todos esos recuerdos se unieron a los que me traje del Sáhara, en diciembre de 2002, tras escuchar la llamada del pueblo saharaui, proveniente del territorio más hostil del planeta, en los confines arenosos de Argelia.

Nunca hubiera imaginado que pudiera encontrar un pequeño museo, un estrecho cuarto poblado de los más curiosos artilugios de una cultura de origen nómada, en pleno desierto. Allí estaba un tambor saharaui, que por fin encontraba después de tanto masticar arena, siempre en su busca. Tenía grabada en su piel la mano mágica de Fatma, como un conjuro para protegerse de todos los males habidos y por haber. Eso ocurrió antes de cumplir otra de mis aspiraciones, localizar al chamán que me facilitó un amuleto contra el mal de ojo con textos del Corán. Ahmed Nafi, de raza negra, miraba al infinito con sus ojos de color blanquecino, a punto, imagino, de quedarse ciego. No llegué a conocer toda su estremecedora historia, pero me marché de su humilde jaima con esa agradable sensación de haber rozado el misterio. Había conocido a un hombre que fue esclavo, siendo liberado por su amo tras reconocer sus valiosas virtudes.

La magia era tan sorprendente que tan pronto como me adentré en el inacabable desierto miré la documentación del land rover que me había llevado hasta allí. No pudo ser más grande mi perplejidad al descubrir que era nada menos que de Híjar, Teruel, un pueblo hermano y tamborilero aragonés, de la Ruta del Tambor y el Bombo.

Fue tal mi aturdimiento al descubrirlo que di un brinco de alegría, por la casual anécdota, lo que me valió un descuido y por lo tanto un golpetazo contra el cristal polvoriento, a través del cual el desierto se mostraba absolutamente infinito, interminable y hostil a más no poder.

Sería interminable contar toda una vida tras las huellas de un tambor. Guardo en mi retina aquel burdaka comprado en el Gran Bazar de Estambul, Turquía, con el ritual del interminable regateo en el mercado más increíble del mundo. Y aquel instante se une al aroma del fascinante Mercado de las Especias, una ensoñación de las mil y una noches. Recuerdo como si fuera ayer un redoble bajo una Carpa en Teruel, en día lluvioso, en el que se unieron a la vez los toques de tantos pueblos de España, con perfecta precisión, como si lo hubiéramos ensayado mil veces. Suenan a cada momento las palabras escritas por mí en miles de páginas, sobre el lenguaje del tambor, sobre el hechizo del duende tambor, expresiones con las que ya me declaraba compañero de ese ser misterioso que parece hablar con el sonido de un parche.

Inolvidable será por siempre el ritmo de los tambores de Amalurra en el País Vasco, el tambor de niño con el que tocaba como cabo en una banda de cornetas y tambores, el primer día en que mis hijos accedieron con su inocencia a esa magia ancestral, y por supuesto, la mirada de mi padre, dibujada en el limbo, enseñándome a tocar el racataplán en un viejo corral.

Cuando estas palabras sean leídas ya habré viajado en febrero de 2003, si Dios y mi destino lo quieren, por nuevos senderos, que me habrán llevado hasta las ruinas incas, y mucho más antiguas todavía, alrededor del lago Titicaca, aguantando el frío de las cumbres de Perú y Bolivia. En el presente pido al destino que de nuevo me acerque a la magia de un tambor que se escuche por aquellos confines. Sea en el grandioso Machu Picchu, en las bellas islas de la Luna o del Sol, o envuelto por el enigma ancestral de Tiahuanaco. Espero que sea generoso, como siempre, y haga que coincidan mi paso y la huella de un tambor, para descubrir una vez más cómo se transforma mi latido, el corazón que en busca del misterio y de un redoble ha venido dando forma, con el paso de los días, a un antiguo compromiso.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.