LA DIGNIDAD DEL TAMBOR

Como el viento, la historia siempre se mueve en distintas direcciones, respondiendo a no sé qué ciclos o probabilidades matemáticas desconocidas. Por ello, en estos tiempos difíciles en los que para cualquier hellinero la Semana Santa ha elegido unos nuevos derroteros, no libres de inequívocos presagios, es no sólo necesario, sino imprescindible, echar un vistazo en el tiempo para reconocer, más que nunca, nuestro origen y verdadera forma de ser.



Es sinceramente triste y desalentador para mí ser testigo de las dificultades que existen, cada vez más de la cuenta, para que la Semana Santa hellinera se viva con completa serenidad, con tolerancia, hasta con fraternidad diría, cuando serenidad, tolerancia y fraternidad han estado unidas al espíritu que yo siempre he asociado no sólo al conjunto de esta fiesta, sino al más íntimo y colectivo acto que para mí supone el redoble del tambor, que como he escrito a lo largo de cientos de páginas, es un puro acto sagrado, por la sacralidad que implica la conexión con mis ancestros, con mi tierra, con mis más hondas raíces. Aunque el acto sagrado, paradoja curiosa, no puede ni debe ir desligado del sentido lúdico de la vida, del jolgorio y la alegría suprema que concede un milagroso redoble compartido con todo un pueblo.

Para una persona como yo, que siempre ha sentido el orgullo de haber nacido en esta tierra, ser hijo de tamborilero, padre de tamborilero, y de haberme dejado buena parte de mis neuronas, algún que otro dolor de cabeza y lo que es más importante, mucho de mi tiempo, presidiendo la Asociación de Peñas de Tamborileros, estos desencuentros provocan un rubor irreconocible, una vergüenza ajena, un desencanto inexpresable con la palabra.

Y es por ello que tengo que manifestar con la rotundidad que siempre me ha caracterizado, que es absolutamente importante librarse del espejismo que implican las tentaciones de polarizar nuestra Semana Santa, un pensamiento que sin duda, en un mundo que tiende ferozmente a la globalización, a la disolución de las fronteras, a la expansión de un mundo virtual del que todos formemos parte, está más que desfasado.

Ahora que todos los colores raciales se mezclan, que los seres humanos van de uno a otro lugar del Orbe a una velocidad de vértigo, tiene menos sentido todavía no fortalecer nuestros lazos comunes, algo que hace muchas décadas, cuando todos estos avances no se conocían, ya era de uso común. Cuando Hellín, sencillamente, era un pueblo, único e indivisible, y todos y cada uno de sus habitantes arrimaban el hombro para levantar y dignificar una tradición que es sin duda una de las más hermosas, objetiva y subjetivamente, de España, y que por encima de todas las cosas muestra una particularidad que sí la hace realmente única: su tamborada.

Ese espíritu de fraternidad lo he sentido desde niño. De mayor me asombraba que no hubiera problemas a pesar de que se dieran cita en unas pocas calles tantos miles de tamborileros, con una ingestión de alcohol más que abundante, necesaria por otra parte para aguantar el terrible esfuerzo que supone tocar con un ritmo frenético toda una noche, una madruga y buena parte del día hasta que se recoge la procesión, como ocurre en la mágica noche de Jueves Santo, ya puro Viernes Santo en el que vemos amanecer.

A todo ello se sumaba una más que reconocida capacidad del tambor para inducir a un cambio de personalidad, a un estado alterado de conciencia, a un frenesí sin límites que permite al tamborilero sobrepasar con creces sus capacidades físicas.

Unir el contenido de miles de botas con fuego ardiente, más miles de tamborileros apiñados como en lata de sardinas, y un sin fin de redobles que elevan el ánimo hasta niveles indescriptibles, habría sido una fórmula mágica, pero posiblemente peligrosa, si esta fiesta fuera como otra cualquiera del mundo, en las que esta fusión de elementos puede llegar a provocar todo tipo de actos de violencia y desmanes.

Siempre he tocado el tambor dejándome llevar, tocando recio en el juego interminable de los palillos, pero he tenido desde niño esa visión de antropólogo que no dejaba de recoger imágenes para el álbum familiar y para algún día contar, como tantas veces he hecho,  este maravilloso encuentro con el prodigio, con lo milagroso, lo que llamo el hechizo del duende tambor, que sólo puede percibirse cuando uno asiste al rito desde dentro.

Por eso me asombraba que tanto engendro de pasiones no provocara algún altercado, algún motín colectivo, cierta agresividad resultante de las malas relaciones entre Baco y Morfeo. Pero ni por ésas. A mí, y a cuantos tengan memoria de esto, me parecía asombroso que la cordialidad fuera la tónica general, que hubiera ese sentido de fraternidad entre los tamborileros, y de éstos con el conjunto de las procesiones, siempre con ese código de caballero que tiene como manifestación muy particular el silencio, una mirada y el leve movimiento de un palillo.

Había duelos rituales, desafíos entre dos tamborileros, y siempre una mirada de respeto mutuo. Y también, algo que algunas estrechas mentes no terminan de entender, ese cambio continuo y fundamental de la túnica del tamborilero por la del nazareno. Por que sí, hay un argumento fundamental para aquellos que se empeñan en polarizar la Semana Santa poniendo a un lado a los tamborileros y a otro a los nazarenos. Igual que no hay una creación paralela en la que un Dios le haga la competencia a otro, pues todo forma parte del mismo, así, en la Semana Santa hellinera no hay un pueblo ajeno al nuestro que nos facilite hombres y mujeres con los que cubrir los puestos de tal o cual manifestación semanasantera. Es de pura lógica comprender que somos nosotros mismos, que no hay tamborileros y nazarenos, sino hellineros que unas veces son tamborileros y otras nazarenos. Y a buen seguro que serían una y otra cosa al mismo tiempo si pudieran desdoblarse como las bacterias y cubrir de una vez por todas hasta la última de las manifestaciones de la Semana Santa, tan rica ella como para disfrutar a la vez de cada una de las piezas de este inmenso y bellísimo rompecabezas.

En esta serie de agravios a la razón, al buen gusto, a lo que es justo, también está el soberbio engaño de identificar a diez, veinte o treinta provocadores, por no utilizar otra palabra más contundente, que vestidos de tamborileros convierten un derecho legítimo del tambor, como es el de manifestar su dignidad, en pura bronca, camorra y la extensión de un malestar que prende como la pólvora con resultados siempre imprevisibles.

¿Acaso vestirse de tamborilero para hacer el vándalo legitima el hecho de ser tamborilero? ¿Hay alguien sobre la faz de la Tierra que me pueda demostrar que esta malintencionada costumbre de interrumpir una procesión, subirse a la chepa de un policía y torturar a cientos de nazarenos, con niños incluidos (nuestros propios hijos), que arrastran los pies en horas y horas de interminable procesión, se corresponde con lo que el resto, hasta los veinte mil tamborileros, siente cuando toca el tambor con esa serenidad, tolerancia y fraternidad a la que me refería?

Por eso suplico, con la humildad del ciudadano de buena fe, reclamo, con la voluntad del que nunca ha dejado de sentir el orgullo de ser tamborilero, y hasta exijo, con el derecho que me asiste como ser humano y la autoridad moral que me corresponde después de toda una vida dedicado a dignificar con mis obras y mi trabajo la figura del tambor, que de una vez por todas la sensatez vuelva a las mentes que una vez la perdieron, para que a cada uno de los que deseamos vivir una fiesta en paz se nos conceda este derecho que nos hemos ganado a pulso después de tantos años de dar miles de palillazos a un parche del tambor. Pero lo suplico, lo reclamo y lo exijo no sólo a unas pocas decenas de “provocadores vestidos de tamborileros”, sino a las autoridades, a las fuerzas de seguridad y a nuestras dos asociaciones, para que de una vez por todas trabajen como uña y carne, y no de cara a la galería, con verdadera sinceridad.

Porque los entresijos que provocan el conflicto no se generan en la calle, se alimentan en actitudes pasivas o a veces muy activas, cuyo resultado final es un cúmulo de factores que provocan el detonante del que luego nos lamentamos, rasgándonos las vestiduras.

No me han faltado reuniones previas a la Semana Santa en el pasado para comprender la ceguera de altas instancias por encima de nuestro Ayuntamiento, en las que he percibido esa incapacidad de una autoridad que no tiene la más mínima idea de lo que es nuestra Semana Santa. No me han faltado tampoco conversaciones con tamborileros e incluso nazarenos para comprender que la organización de las procesiones tiene que realizar una autocrítica sincera y honesta. Y no me faltarán argumentos para comprender que una minoría no puede amargarle la Semana Santa a una mayoría, que tiene el legítimo derecho de disfrutarla en paz.

Me hubiera encantado llenar una página con el lirismo que evoca el redoble del tambor, como tantas otras veces, pero quizás era necesario esto. Cuando fui presidente de la Asociación de Peñas de Tamborileros hice todo lo humanamente posible para que el espíritu de la tolerancia se manifestara. No tuve la más mínima duda a la hora de acortar las distancias con la Asociación de Cofradías y Hermandades, de mantener cuantas conversaciones fueron necesarias con los que generaron, no del todo sin razones,  el fenómeno social del Tambor Libre. También nuestras relaciones con el Ayuntamiento fueron excelentes. En uno y otro sentido entendí que lejos de las diferencias,  nos unían vínculos comunes, y que todas las partes tenían mucho de positivo que aportar a la colectividad. Creo que es de justicia reconocer, y ahí están las manifestaciones de los que en su momento vivieron esa parte de la historia, que fue el período de mayor tranquilidad que vivimos. Antes se había producido, por numerosas razones, una polarización entre unos tamborileros y otros (habrá cosa más absurda), también entre los nazarenos que participaban en la procesión y unos pocos “vestidos de tamborileros”  que hacían un muro para que ésta no avanzara. Después la tensión ha venido provocando mayores enfrentamientos, hasta generar un barril de pólvora sobre el que una llama encendida amenaza nuestra tranquilidad constantemente.

Así que denuncio públicamente, sin matices, a los que denigran el tambor convirtiéndolo en barricada, pero también  a cualquier persona que desde un puesto de confianza como autoridad pública, sea capaz de provocar con su palabra o con su acción una identificación del tamborilero (honrosa palabra) con  la idea de perturbación. Son ya muchos años para no saber quién arrima el ascua a su sardina, unos de forma muy salvaje y otros muy sutilmente, pero igualmente peligrosa,  ni quién caldea estos ambientes por una y otra parte.

Como sé que mi pueblo es mucho más que esos “cuatro gatos” que con sus actitudes están creando esta lamentable situación, vestidos de túnica negra o luciendo guante blanco, suplico, reclamo y exijo que por “el bien de todos” se reconozca la dignidad del tambor.

Feliz Semana Santa, porque para quien lo desee así será, sea como sea realmente…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.