En honor a San Rafael Arcángel
José Antonio Iniesta
II
Seres entrañables de la placeta de San Rafael
21 de octubre de 2020
La memoria está para recorrer los laberintos de la mente y recordar las franjas de tiempo del pasado en las que hemos percibido los aromas, contemplado los rostros, anhelado un futuro propicio, tantas veces como hemos acariciado y sentido que la existencia es un regalo para experimentar todo lo que Dios ha creado. Nos sumerge en la placidez de aquello que sucedió con tanto amor, pero también, de vez en cuando, más de lo que quisiéramos, viene y nos desgarra sin piedad al ver los rostros amados que se nos fueron, los típicos rincones que encumbraron nuestros sueños y que ahora ni siquiera son, demolidos por el atroz paso del tiempo y la desidia humana.
San Rafael, hierático, siempre quieto en aquellos tiempos en su hornacina de retablo antiguo y dorado, pero siempre encarnando a un inmenso ser de luz volando por la vastedad del Cosmos, tejía sin que nos diéramos cuenta los hilos del destino de las personas que vivíamos en aquel barrio que cada vez, como siempre lo fue en el pasado, se me antoja un gran corralón del misterio y la armonía, de interminables prodigios y de vínculos entre vecinos que más parecían de amistad y de familia.
Siempre están ahí, siempre, mis amigos de la infancia. Bien es verdad que había niños como yo, con los que jugaba a cada momento, a los que tanto apreciaba y aprecio, pero con los que realmente sentía que vibraba mi más pura esencia era con los ancianos. Ay, toda una vida amando a esa noble ancianidad de la que he aprendido tantas cosas, ese brillo como cansado, pero más vivo que en la práctica de la totalidad de la gente joven que he conocido a lo largo de mi vida. Esos pozos de sabiduría en los que me gustaba sumergirme, sin medida, a destajo, día y noche, presintiendo el conocimiento que siempre he buscado, aunque no levantaba dos palmos del suelo.
Duele recordar, como el alcohol en la piel desgarrada, o cuando te dan puntos en frío, igual que si se te clavas la pincha de un cactus, pero de otra forma, más profundamente, a aquella buena gente con la que el niño que era, el que nunca he querido dejar de ser, abría los ojos como platos, empapándose de gloria y de misterio de un pasado aún más lejano.
Queda la foto, con poquísimos años, con Matías, delante de la puerta de la ermita. Detrás de nosotros siempre el misterio, el arcángel que siempre me pareció un niño dulce, una criatura inocente y sabia, de bondad sin límites, al que nunca ha dejado de acompañarle el joven Tobías con su pececito colgando, moviéndose como si estuviera vivo todavía.
Matías con su garrote, y “La Roja”, su mujer, mis primeros y entrañables amigos, antes incluso de que naciera la pandilla inquieta a la que luego le entregaría todo tipo de rifles, pistolas, arcos y flechas de mi casa para jugar a pistoleros y a indios, de tanto como mi padre me compraba en sus eternos viajes a Madrid y sus aledaños, esa capital de España que para mí es amargura y hiel, dolor del alma inenarrable, pues fue allí donde el destino le arrebató la vida de la forma más cruel que hubiera imaginado en aquella época, años después, todavía en mi juventud y en la verdadera flor de la vida.
Y más que nadie en el mundo, aparte de mi familia, de aquella más que pura infancia, mi gran amigo del alma, con el que siempre estaba, el Tío Pelón, en la vieja tasca de vino ya cerrada, de la que todavía recuerdo el olor del tonel de la derecha, la mesa en el centro, en la que sigo viéndolo tratando de aprender a escribir, haciendo palotes interminables en una hojita de papel de fumar. Jesús Silvestre quiso aprender a juntar letras durante un tiempo que me parece una eternidad, día tras día, pero lo único que consiguió hacer fueron esas rayas que tanto me intrigaban, cual si fuera escritura cuneiforme.
Cuánto duele el alma a recordar seres tan entrañables, que de pronto el viento de la vida se los lleva como si llegara un mal otoño de hojas caídas. Y todos aquellos juegos en la calle, ese devanarme los sesos tratando de entender tanto empeño de un anciano en el ocaso de la vida por aprender a escribir en papel de fumar, el golpeteo en la dura piedra del garrote de Matías, se producían delante de la puerta de un templo de mis sueños, tanto despierto como durmiendo. Allí estaba él con su mirada tierna, el arcángel al que especialmente tanto lo quiere su barrio. Allí sigue mi madre, de rodillas, rezándole, con tanto amor sublime, que aún me conmueve recordar, y muchos años después, en el comienzo de su propio ocaso, aquella vez que se la llevaron al hospital, totalmente inconsciente, la primera de cerca de veinte veces que la dimos por muerta. Pensé que no la vería más, y como parte de nuestro juego secreto, el aprendido a lo largo de toda una vida, le dije al oído, con un susurro, ya entrando a la ambulancia, ¡¡¡Viva San Rafael!!! La habían puesto en la camilla totalmente inconsciente, pedí a Dios una prórroga, para que pudiera decirle muchas veces más cuánto la amaba, para cuidarla tanto como el destino me exigiera, y para mi asombro, sus labios musitaron, claramente: ¡¡¡Viva!!! Fue entonces cuando empecé a vislumbrar el prodigio, a saber quién sostenía esa luz brillante de la vela que se apaga. Fue en ese momento cuando empecé a saber del pacto secreto de mi madre con el ser de luz que tanto veneraba, al que desde que nos trasladamos a la calle Tesifonte Gallego subía a verlo todos los días, aunque esa subida materialmente la destrozara, haciendo paradas entre peana y peana. Fue en ese instante cuando descubrí que los milagros existen, que los prodigios caen del cielo de vez en cuando. Pasarían muchos años viéndolos y palpándolos en abundancia, contemplándolos sin medida. En verdad, los ángeles existen…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.