Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXIV
El mundo del revés
José Antonio Iniesta
17 de abril de 2020. Treinta y cuatro días, que se dice pronto, de confinamiento de todo el pueblo español, anotación de pandemia para los anales de la historia que ojalá pudiéramos olvidar algún día en lo que nos quede de vida…
Los recuerdos son el sedimento inmaterial más denso y consistente, en ocasiones, que la materia, con los que elevamos los pilares de nuestros sueños.
Hoy pensaba sin cesar en una frase, “el mundo del revés”, al ver lo que estamos viviendo, pues a nadie se le escapa que lo que estamos observando y padeciendo es casi irreconocible, como si fuera un mal sueño. Pero estamos despiertos, y sin dejar de experimentar hasta cuando estamos durmiendo. Por eso me acordaba de una canción que escuchaba una y otra vez cuando era niño y que todavía resuena en mis oídos, como si aquel lejano pasado, hace ya más de cincuenta años, hubiera sucedido ayer mismo.
En los recuerdos más hermosos de mi infancia está la canción de “La hormiga Titina”, que interpretaba el cantautor argentino, nacionalizado en España, Luis María Aguilera Picca, a quien nosotros conocíamos como Luis Aguilé, que grabó más de ochocientas canciones, y a mí me hacía soñar con la letra de sus canciones. Aunque mi favorita siempre fue “La hormiga Titina”, que junto con el Tío Pelón, el carrico de “Pepera” y la serie de televisión “Perdidos en el espacio”, que ahora la encontramos en una magnífica nueva versión en Netflix, era de lo más hermoso que recuerdo de aquellos años mozos, también había dos cosas que no dejaban de intrigarme. Una era un cuadro de la alcoba de mis padres en el que veía un ángel que solo tenía cabeza y dos alas, sin explicarme cómo podía existir esa cabeza sin cuerpo y revoloteando por los aires. La otra era pensar, cuando metía mi cabeza detrás del retablo del arcángel San Rafael, que él realmente venía del cielo y se plantaba allí, en la hornacina, para que los feligreses le mostraran su devoción en la misa, regresando al reino de la luz cuando terminara. Pero lo que hoy me venía a la cabeza sin cesar era otra canción del disco en el que aparecía “La hormiga Titina”, “El brujito de Gulugú” y “Tomasito el marinero”, que era la de “El Reino del Revés”.
En este Reino del Revés nadan los pájaros y vuelan los peces, y los gatos no maúllan y dicen “yes” porque estudian mucho inglés. En ese extraño reino nadie baila con los pies y resulta que un ladrón es vigilante y otro es juez, y encima, dos y dos son tres. Me fascinaba saber de ese reino absurdo, tan absurdo como ese otro en el que yo vivía y sigo viviendo, aunque por entonces no me daba cuenta. Ese reino de Luis Aguilé surgido de la mente prodigiosa de María Elena Walsh, gran escritora también argentina, poetisa, cantautora, dramaturga y compositora, cabe un oso en una nuez y los bebés usan barba y bigote, y un año dura un mes. Y ya, lo que remataba la canción de mi niñez es que una araña y un ciempiés van montados al Palacio del Marqués en caballos de ajedrez.
Pues en ese Reino del Revés pensaba hoy con mucho afán, preguntándome qué había pasado en estos tiempos para que todo se pusiera patas arriba, ¿o es que ya estaba tan volcado, tan torcido, tan quebrantado, como para que lo tuviera que enderezar de una vez por todas el destino?
El mundo del revés, como la tortilla del revés, de la que una y otra vez escribo en estos días, es el reflejo del delirio humano, de ese descontrol absoluto en el que se ha sumido nuestra especie, desbocada en estampida como una manada de caballos salvajes del lejano oeste, por más que nos creamos unos y otros que es armonía lo que vemos cuando todos los libros están ordenados en la estantería del salón.
Por eso, me niego a perder la esperanza en que este mundo enloquecido recobre la cordura y recupere el sentido, porque de no así, de poco nos servirá el cogotazo de una pandemia, si algún día, cuando salgamos de este colosal desastre, vuelva a emprender esta sociedad sin conciencia verdadera su actitud de depredar los ecosistemas para seguir teniendo los mejores muebles en el salón, un abrigo de visón y el horror sin nombre de una piel de cebra como alfombra, completada la abominación con la más horrible decoración de tres cabezas de ciervo en la pared, dos de corzo y una de gacela.
El mundo del revés me lo mostraba mi amiga Rosa en su facebook, contando que cuando salió a pasear quince o veinte minutos con su perro, legítimo derecho de este estado de alarma, al pobre animal lo apedrean un grupo de personas (un adulto, un adolescente y un niño), que eso sí que no lo contempla el real decreto, acompañados por cinco cabras, increpándola, por si no era poco, para que se llevara al perro a su casa. Cuando les explica que tiene pleno derecho a sacarlo a pasar se burlan de ella.
Y tal como se me pasa por la cabeza le escribo lo siguiente:
“Te lo explico en pocas palabras, querida amiga, aunque tú ya lo sabes de sobra. Hay animales irracionales con etiqueta biológica de seres humanos que no deben de enterarse ni de las noticias con que los atiborran los informativos, que les importa un bledo el orden y el concierto, y que, además, no alcanzan ni por asomo a tener la dignidad de un perro. Dirán que los perros son irracionales, que solo tienen instinto, dirán lo que quieran, pero hasta el día de hoy encuentro más amor por cabeza en el estricto sentido de la palabra, y más fidelidad y coherencia con la Madre Tierra en los perros, que en los seres humanos, además de gozar de una impresionante inteligencia, que voy descubriendo cuanto más estoy con ellos. Así que tu perro es el que tendría que estar sin collar y a sus anchas y esos salvajes estar atados, pero bien atados, y en corto, porque, aunque se consideren seres humanos, yo los llamaría animales salvajes de dos piernas”.
Hasta la paciencia tiene sus límites, y si hay ánimo de cambiar este mundo habrá que hacerlo remoliendo hasta las piedras de lo que ya no se sostiene por sí mismo, entiéndase como piedras la caterva de ‘anormaloides’ que pueblan la vasta superficie del planeta.
Está todo revuelto, lleno de cieno, confundiendo a todo hijo de vecino a la hora de comprender lo que está pasando.
Las redes sociales, que tendrían que hacer honor a su nombre de ser redes y sociales, en las que se pueda establecer una comunicación social, un compartir pareceres, un enriquecimiento mutuo de conocimientos, de textos y de imágenes, se han convertido en estos días en el mayor vertedero de residuos etéricos que alguien pudiera haber imaginado en los últimos años, pues cualquier desocupado e histérico tiene la oportunidad de hundir la vida de otro, de hacer refritos de noticias sin sentido, de crear las más peregrinas hipótesis o de hacerse fotos en el cuarto de baño hasta que se dé cuenta, cincuenta años después, de que allí se le pasó la vida mostrando sus pectorales o una forzada sonrisa que a nadie le importaba.
Los móviles arden porque hay incontables programas con los que crear vídeos que han convertido los panfletos sensacionalistas del pasado en un cuento de hadas en comparación con la carga negativa que ahora llevan a cuestas.
Y observo, con preocupación y enojo, casi con ganas de mandar a paseo la tecnología y refugiarme en una cueva del Pleistoceno, que la calidad de lo que se publica, el esmero con el que se hace y el talento que se desarrolla, va en proporción absolutamente inversa al interés que despierta. La madre del cordero, el panal de miel que atrae, no a las abejas, sino a las moscas, son los chismorreos, los temas más vanos y frívolos, los que reparten estopa a cada momento, las guerras políticas de estos tiempos, el escarnio, la estocada y el pullazo allá donde más duela, con tal de ir arañando votos, un me gusta o solo Dios sabe para qué entramado oculto.
El mundo del revés, que olvida aquello de “La unión hace la fuerza”.
En esta multiplicación de espejos que nos reflejan, provocando la histeria colectiva, como esa atracción que traían a la feria de mi pueblo, “el laberinto de los espejos”, que tanta gracia me hacía, parece que la sensatez nos pide que hagamos como los tres monos sabios enviados por los dioses: Mizaru, Kikazaru e Iwazaru. Mizaru se tapa los ojos, Kikazaru se tapa los oídos e Iwazaru la boca, como los podemos ver en el santuario de Toshogu, construido en honor al shogun Tokugawa Ieyasu en las montañas del norte de Tokio. Esta antigua enseñanza nos anima a no ver, no oír, no decir todo aquello que está relacionado con lo que es malo, nefasto, negativo, lo que parece reflejar las enseñanzas de Confucio.
Pero el mundo se agita, y se agita con tanta fuerza que mi única esperanza se fundamenta en que algún día pueda haber una auténtica revolución de paz que transforme este planeta por completo. Porque de lo contrario, seguiremos sembrando tanta discordia, tanto egregor colectivo oscuro provocado por el miedo y las dudas, por la rabia y la locura, que en esa ley de causa y efecto, una y otra vez el destino nos estará probando, a ver cuándo cambiamos.
En este mundo del revés no solo alguien o algo se ha empeñado en que nuestra vida esté poblada de pesadillas, y no es una metáfora, sino la constatación, empezando por mí mismo, al que antes no se podía despertar ni pasando un carro de combate por el dormitorio, de que ha aumentado de forma inexpresable el número de noches desvelados y con pesadillas. No conozca a nadie con quien hable que no le esté pasando algo idéntico o parecido. Hasta se han revolucionado los ciclos circadianos. La ciencia que estudia los ciclos circadianos es la cronobiología. Estos ciclos, que nos afectan tanto a nosotros como a los animales y a las plantas, y hasta a los microbios, son los distintos cambios físicos y mentales, de conducta, que responden a un ciclo diario, y que se producen en función de la incidencia de la luz y la oscuridad en nuestra vida.
Unas moléculas, proteínas, que entran en relación con las células de nuestro cuerpo, hacen posible lo que se llaman relojes biológicos, y curiosamente se encuentran casi en la práctica totalidad de tejidos y órganos, y lo mismo en nosotros, los seres humanos, como en un hongo, en una comadreja o en la mosca de la fruta.
Y esta preciosa maquinaria que no es un reloj de arena, ni de cuarzo, ni el que está colgado en la pared de la cocina, es la que guarda la memoria de nuestro tiempo biológico, en la constante danza entre la luz y la oscuridad, el día y la noche. De ahí que ese cómputo de tiempo haga posible los ciclos circadianos que influye en los períodos de sueño y vigilia. Pues que levante la mano quien haya sentido en estos días que sus ciclos circadianos están patas arriba, que no termina de saber cuánto dura un día, que le parece tan rápido como lento al mismo tiempo, quién se ha perdido más de una vez en el calendario, sin saber el día en el que se encuentra, o quién ha tenido una pesadilla, o dos o cuarenta, o se ha despertado de repente, sin saber qué pasa, quedándose mirando al techo con los ojos como platos. Y todo eso aparte de despertarse con más sueños que cuando se acostó y tener que dormir al rato porque una modorra incomprensible le cerraba los ojos.
No hay que agobiarse más de la cuenta, es comprensible, no estábamos acostumbrados ninguno a esto de vivir sitiados y en cuarentena por una pandemia. Salvo unos pocos seres humanos sobre la faz de la Tierra, que han hecho honor a eso de las siete vidas de un gato, la práctica totalidad de nuestra especie, que esté con vida ahora, no sufrió el holocausto de la gripe española, a la que se le sumó, para más inri, la primera guerra mundial.
Mis ciclos circadianos ya no los encuentro por ningún lado. Antes de la pandemia tenía tan entrenado mi reloj biológico, y esto no es chanza, que era capaz de despertarme en el minuto exacto que eligiera, solo con desearlo antes de despertarme, algo que con toda seguridad habrán experimentado algunas personas que me lean. En mi caso, siempre me proponía hacerlo a las siete de la mañana, y así se me abrían los ojos, sin falta cada día, unos segundos antes de que sonara el reloj. Ahora ya no sé ni para qué sirve el reloj de la mesilla ni el biológico, consumido por tantos ojos que se abren como platos entre las cuatro y las seis de la mañana, igual que muchos otros me han contado que les pasa. Y entre medias, y antes y después, la mayor cantidad de pesadillas de mi vida, más en este mes que en toda mi existencia, y en las que, para tormento mío, en esa otra realidad sigo teniendo conciencia de que sufrimos una pandemia.
Por eso hay que sembrar esperanza en los huertos ecológicos que algunas personas han empezado a construir como laboratorio de juguete en la terraza, y enviarla a todas horas a través de las letras de las canciones que están escribiendo tantos artistas. Porque nos hacen falta risas en este valle de lágrimas.
Di un puñado de redobles en Semana Santa y sé que su mensaje de amor hacia todos mis ancestros y generaciones venideras todavía va rebotando por los tejados. Los tordos y palomos, mis vecinos, los únicos que veo al levantarme desde hace más de un mes, aunque esto parezca un cuento de hadas, siguen apareciendo cada mañana. Así que es motivo de alegría saber que hay pájaros que nada saben de nosotros, ni falta que les hace, pues a buen seguro, sin nosotros serán más felices.
Como contaba ayer, los vencejos llegaron y desde entonces han hilvanado tantas formas difusas en el cielo que me llevaría mil años descifrar todo lo que han hecho. Sigue existiendo Spotify, mi mejor compañero en esta habitación en la que escribo, que no se cansa nunca y me alivia el peso de la vida con la música chamánica que a todas horas escucho.
Sigo preguntándome, y sé que lo haré siempre, para qué narices sirve todo lo que escribo, si el mundo es devorado por la hidra de las siete cabezas de la prisa, que el culto en las redes sociales no es para la reflexión profunda y la intensa narrativa, sino para el habitual “¿Cómo estás?”, “Adiós, muy buenas”, o “que te jodan”. No son buenos tiempos, tal vez nunca lo fueron, para la poesía, para abrirse el corazón y hasta las tripas y tratar de que alguien haga un alto en el camino, piense y salga, aunque sea arrastrándose, de la Caverna de Platón, en la que tanto se solazaba todos los días viendo sombras y más sombras.
La soledad es muy mala en un mundo en el que sentirse un calamar en el desierto es el resultado de querer ser diferente y avisar de los agujeros que hay en el camino. Pero aún me queda un saco de ingenuidad o de inocencia, que al fin y al cabo es lo mismo, para que creer que el ser humano es capaz de retorcer su destino, y enderezarlo, y echarle sal y pimienta para comérselo con patatas fritas, dejarse de miedos y de chulerías y respetar a la Madre Tierra como a sí mismo, y a la abuela del tercero A, y al niño travieso del ático, y al perro callejero que siempre busca comida en el vertedero. Porque todo esto, y mucho más, es el Todo en el que creo, Y por eso escribo, aunque a casi nadie le importe lo que escriba, ni los mensajes cifrados que guardo entre líneas, porque sencillamente es lo que siento…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.