Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXIII
Los vencejos siempre regresan
José Antonio Iniesta
16 de abril de 2020. 33, sagrado número iniciático, que ahora es el marcador extraño de un tiempo sin medida, pues se dilata y se encoge como la tripa de Jorge, parece un día que dura toda una vida y al mismo tiempo compruebo que ha sido un suspiro. Dislocación del tiempo, siempre subjetivo, en este encierro voluntario-forzoso que necesita la vida, pero que tiene ese aire lánguido de un sueño lúcido, de otra realidad diferente a la que experimentamos cuando estamos despiertos. Sigo preguntándome, día tras días, si estoy soñando…
Pero ayer, de pronto, sentí una alegría inesperada, una bocanada de aire limpio, esas cosas que tienen los adultos cuando viene una brisa diferente que nos traslada a aquellos maravillosos momentos de cuando éramos niños.
Los vencejos siempre regresan, y con ellos una señal de esperanza, un buen augurio, el conocimiento empírico, a fuerza de soportar el paso de los años, que nos impide olvidar que toda existencia es un conjunto interminable de ciclos.
Estaba escribiendo la segunda parte de “Una mirada pleyadiana”, ese relato en dos partes que casi nadie entiende, engañándose los lectores porque no les queda más remedio o porque quieren pensar que había escrito un relato de pura ficción. Y a estas alturas del camino, quién se lo va a discutir, si yo mismo encubro entre interminables alegorías este juego de las palabras en blanco y negro, donde tanta información guardo con un candado de siete llaves. Al mismo tiempo escuchaba ese rumor de la lluvia cayendo en mi patio sobre las cintas, la ruda y las adpidistras, esas plantas tan típicas de mi tierra hellinera que llamamos “pilistras”, que están entre las más longevas del mundo, y por eso ya las tenía cuando tan solo era un niño y seguramente seguirán estando cuando muera.
Pero esa sinfonía cálida y húmeda de las gotas tocando el teclado de piano de las hojas verdes en primavera no me impidió escuchar un silbido que hizo que diera un brinco y mi corazón se llenara de alegría, dejara el relato sin terminar y saliera corriendo para alcanzar la segunda terraza, la que me pone en la intersección entre la Iglesia de la Asunción y el monolito de la Virgen Reina, para disfrutar de la maravilla que tejía sus magníficos dibujos en el cielo grisáceo y lluvioso. Eran mis queridos vencejos, las mágicas aves que todos los años regresan a Hellín en primavera. Por fin habían llegado, fieles a su cita, convocados por la memoria celular que corre por sus venas, guiados por el instinto que les permite venir de países tan lejanos, para anidar en los aleros de los tejados, procrear y cuidar de sus polluelos hasta que puedan emprender el vuelo. Y alimentarlos sin cesar con los insectos que atrapan en el aire en esos giros interminables que dan con sus estridentes silbidos.
Los vencejos siempre regresan, pensé en ese momento, y supe lo que escribiría hoy, en el día número treinta y tres de una espesa cuarentena. Porque si hay un ave que pueda expresar en estos momentos ese símbolo constante de esperanza que transmito cada día es el vencejo, al que llamamos popularmente “avión”, por su silueta aerodinámica, pues si las aves que hay por estas tierras llevan a gala sus vuelos, como los tordos y palomos, que son los únicos seres vivos que veo fuera de casa cada vez que me levanto y miro por la ventana, más grandeza de vuelo es sin duda la de los vencejos, cuya vida se desarrolla, a excepción del tiempo que pasan en su agujero bajo una teja, enteramente en el cielo.
Como si de aves celestiales se tratara, el vencejo nunca toca la tierra, porque si lo hace, y nadie le ayuda, jamás podrá emprender de nuevo el vuelo por sí mismo, y así muere un número enorme de ellos, especialmente los polluelos cuando caen al suelo. Cuántas veces desde que nací les he salvado la vida a los que por algún extraño designio habían caído, pero ya eran lo suficientemente adultos como para batir las alas. Y cuántas veces, también, los he visto morir, cuando eran muy pequeños, por más que he intentado alimentarlos.
El último del que me apiadé fue el año pasado, y tampoco conseguí salvarle la vida, así que lo enterré en el particular cementerio que tengo para animales, en el corazón de un bosque que surgió de la nada, donde antes solo había un bancal lleno de hierba, uno de los trabajos realizados a lo largo de mi vida de los que más orgulloso me siento.
Durante años he anotado la fecha en la que llegan, que para mí es una celebración en silencio, un mirar al cielo y preguntarme desde cuándo vienen estas criaturas hellineras, porque aquí nacen todos los años, y los que regresan son los que aquí nacieron tiempo atrás, en las mismas tejas árabes de las que ahora saldrán los nuevos polluelos, los que el año que vienen regresarán para tener descendencia, y luego se irán durante el verano para volver por enésima vez en primavera, y así siempre, por los siglos de los siglos.
Un 15 de abril de 2020 anotaré en mi calendario de vencejos, la primera vez que lo hacen durante esta pandemia, aunque también lo hicieron durante la peste negra que asoló a Europa en la Edad Media. Todo vuelve, los vencejos y las pandemias.
Escribía Gustavo Adolfo Bécquer, el primer poeta que me cautivó cuando era un niño, con aquel poema tan entrañable que también habla de la vida y la muerte, de los ciclos de la vida, de las idas y venidas, del cambio constante que no cesa, que todo lo trae, pero todo se lo lleva:
“Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales,
jugando llamarán;
pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar;
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
ésas… ¡no volverán!
Me estremecía el alma en mis años mozos leer estos primeros versos de un poema de su libro, “Rimas”, porque me mostraba con tanta sutileza que con el tiempo todo pasa, todo cesa, todo cambia, todo perece. Y aunque sé que los vencejos de mi infancia no volverán, ni siquiera los de mi juventud, sé que siempre vuelven unos y otros, descendientes en el linaje de los vencejos hellineros de aquellos de los que observé sus vuelos en círculo, arropados por silbidos, en el Barranco del Judío, junto a la ventana por la que los observaba soñando ya, por entonces, como casi desde que nací, con escribir libros y más libros.
Los vencejos, que son primos hermanos en la genética y los hábitos de las golondrinas, pero urbanos ellos, como rurales ellas, ni siquiera pueden posarse en los alambres, en los cordeles para tender la ropa, ni hacen nidos de barro, sino que buscan al llegar los agujeros, cada vez más escasos, que ocuparon sus antepasados el año pasado y nos enseñan con su interminable y obsesivo vuelo una fábula tal como yo me la imagino.
Volar, volar, volar, es el destino del ser humano, desplegar el vuelo para alcanzar el cielo, porque tocar el suelo cuando no debes hacerlo, acaba con tu vida, te atrapa con la materia que es enemiga del espíritu que ha de volar libre, sin cadenas y sin argollas. Aunque el pobre Juan Salvador Gaviota era víctima de todas las burlas habidas y por haber, y de duras reprimendas, porque quería volar más alto y lejos que el resto de las gaviotas, empeñadas en hacer siempre lo mismo, planeando por los mismos sitios de siempre, haciendo lo que todas hacen, para que el dedo acusador no las señalara como diferentes.
Cuando vi que los vencejos habían regresado me acordé de que pasara lo que pasara, hiciera frío o calor, tuvieran que llegar con lluvia o sufrir el azote de los vientos o de las tormentas, su brújula interna les llama para regresar a Hellín por estas fechas. Y eso me recordó que también lo había hecho la primavera, que por más que durmieran las plantas bajo el frío y la escarcha, cuando la Madre toca su cornetín de órdenes todos los seres de la naturaleza responden a su llamada, y las semillas ocultas en la tierra germinan, las hierbas empiezan a rasgar el terreno en el que dormían y extienden su renovada vestimenta de color verde. Y con ellas todas las plantas, los arbustos, los árboles. La savia, que es la sangre del reino vegetal, empieza a correr y llama a la vida, al resurgir, a embellecerse y reproducirse, a generar nuevas semillas para perpetuar la vida de todas las formas posibles.
Y así sentía que seríamos nosotros tras la hibernación, con el tiempo suficiente en el letargo para reflexionar lo que había sido nuestro confinamiento, la dura prueba que nos había puesto a todos un nudo en la garganta y las peras a cuarto.
Llegará ese tiempo, tarde lo que tarde, pues si llega la primavera, si lo hacen los vencejos, de igual forma renaceremos nosotros, regresaremos a las calles que nos esperan, o no, quién sabe, porque ahora están ocupadas en todo el mundo por rebaños de animales, manadas de caballos salvajes, ovejas y cabras que se comen los setos y monos que se bañan en las piscinas de los apartamentos.
Pero habrá que volver a continuar con nuestra vida de siempre, después de tanto tiempo de escondernos al estilo de los vencejos, bajo las tejas.
Volverán los vencejos, como diría Bécquer, como digo yo, y ahora que han vuelto, comprendo que todas las especies vivas tienen que responder al propósito para el que fueron creadas, así que tal vez deberíamos pensar en el que a nosotros nos fue asignado. ¿Fue para que empuñáramos arcos y lanzas toda la vida, aunque ahora se han cambiado por fusiles de asalto, lanzaderas de misiles, carros de combate y acorazados? ¿Nos trajo Dios al mundo para jugar a ser dioses con un tablero gigantesco, que no es de cartón, en el que utilizar armas de destrucción masiva, o acabar como las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, ardiendo bajo un fuego abrasador por decisión de los que tanto se llevan la mano al pecho y hablan a todas horas de democracia? ¿Tuvo que evolucionar durante miles de años para luego aprender el oficio de genocida a tiempo completo y propiciar el incendio del pulmón del planeta? ¿Tiene que ser el entretenimiento de los seres más oscuros acabar con la fauna y flora del planeta y asesinar a todas horas a los legítimos guardianes de la Tierra, con todos sus méritos, porque lo llevan haciendo desde que el mundo es mundo y el homo sapiens fue poblando todas las tierras? ¿O es, acaso, nuestro papel en todo este ajedrez, juego de la oca o parchís, lo que cada uno quiera, que no deja de ser el juego cósmico de la divinidad manifestada en la Tierra, el de la evolución a través del amor para alcanzar cada una de las dimensiones que nos permitan ser libres, exploradores del Cosmos, viajeros de la Luz y no de las tinieblas?
Me quedaré con la enseñanza de los vencejos, que jamás tocan el suelo, aunque por fuerza tenga que hacerlo de vez en cuando, ya que soy humano y los humanos nos aferramos como fieras a eso de creer en lo que palpamos, temiendo que si nos levantamos un palmo de la tierra que pisamos corremos el riesgo de salir volando para no regresar jamás al mundo que conocemos.
Los vencejos siempre regresan y nos enseñan que después de la tormenta llega la calma. Ellos lo hicieron incluso bajo la lluvia y allí estaban cuando escuché su silbido, haciendo sus asombrosos círculos para creer vórtices donde atrapar a los insectos que, invisibles a nuestros ojos, están en todo lo que nos envuelve.
Seré con ellos viajero de mis sueños, seguiré creyendo en que todo esto pasará y los ancianos podrán escapar de sus refugios, para tomar el aire, para pasear con los nietos, para mostrarnos con sus ojos de brillo nacarado que son los guardianes de la sabiduría, los ancestros que todavía viven y ojalá lo hagan durante mucho tiempo.
Silbaré para recordarme a mí mismo que siempre hay una oportunidad para estar alegre, sea para ver abrirse una rosa o para contemplar el vuelo de un escarabajo negro y decir aquello de “escarabajo negro, me alegro”.
Benditos sean los vencejos que bajo la lluvia silbaron para recordarme que todo tiene un ciclo y una medida, que todo lo que se va, vuelve, y si no vuelve, seguro que estará en alguna dimensión en la que algún día podremos encontrarlo. Una pizca de felicidad de primavera me llegó sin pensarlo. Los vencejos siempre regresan, se van, pero luego vuelven, y nos recuerdan que siempre lo han hecho.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.