AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XXIX

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXIX
Domingo de Resurrección
José Antonio Iniesta



12 de abril de 2020. Veintinueve hojas que han caído del calendario y cada día vamos camino de un futuro nuevo.
Jamás imaginé que un Domingo de Resurrección de mi existencia tocaría el tambor en lo alto de mi terraza, sin ver una piña inmensa abriéndose para que vuelen los palomos en uno de los ritos más asombrosos y espectaculares que en Hellín y en Semana Santa pueden verse, de los que dejan sin aliento y respiración durante segundos, cuando Jesús, el Resucitado, y su madre, la Dolorosa, se encuentran y este prodigio de las tradiciones que se van desarrollando con el paso de los años hace posible que nada más y nada menos que veinte mil tambores callen sus redobles y una ola de silencio se extienda en décimas de segundo para que todo un pueblo se quede quieto, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido en un prodigio de la mente y los sentidos.
De haber sido como tendría que ser, “El Encuentro” se habría celebrado a las 11 de la mañana, y recreando el símbolo sagrado de la resurrección, la alegría de una madre al ver cómo su hijo ha resucitado de entre los muertos, una piña de color azul y blanco se habría abierto, como los gajos de una naranja, para que nuestros ojos se recrearan con un vuelo de palomos hilvanando el arco iris del color de sus plumas en el blanco y azul de los cielos, al tiempo que de nuevo esos miles de redobles comenzaban a sonar con el estruendo más grande que el mundo entero haya visto.
Así es el prodigio y la diversidad en belleza y simbología de nuestra Semana Santa, de tan hermosa procesión que se parte en dos para encontrarse y de nuevo recorrer, unida, el laberinto de las calles, precedida por un río casi interminable de túnicas negras y pañuelos rojos, de cajas de resonancia de metal resplandeciendo con el sol de la mañana.
Sin embargo, el día amaneció sin redobles de tambores, con esta sensación de que algo indefinible nos ha quitado el pan de la boca y nos ha dejado sin pegar ojo en este sueño raro del que no despertamos.
Pero los ritos son necesarios, nos conmueven, nos sitúan en la renovación de los ciclos, la revitalización de la naturaleza, el huevo cósmico del que surge no un polluelo, sino un montón de aves con ganas de dibujar palabras de ensueño en el cielo. Es la dramatización de la victoria sobre la muerte. Como la naturaleza hiberna y se cubre con nieve, con granizo, con escarcha, y todo muestra el rostro mustio de la muerte para luego cambiar de máscara y brotar con tallos verdes y pétalos de flores, mostrando la geometría sagrada de sus espirales, círculos, ramificaciones, el juego artesanal del Arquitecto Supremo construyendo estructuras naturales para sorprender la mirada de tantos hombres y mujeres. Como el símbolo del germen de la vida de un huevo hermético para un sueño que surge desde dentro sin explicarnos del todo cómo es tan hermosamente fascinante visto desde fuera. Como morir como morimos todos y nacemos, se crea o no, a una nueva vida.
Así es el rito, porque leemos en el Principito, que es un símbolo también de vida, “los ritos son necesarios”. Y como son necesarios, los hellineros nos pusimos de acuerdo para no desfallecer en el intento, para demostrar al mundo entero que un pueblo arropado por la armadura de sus sueños puede vencer y lo hará siempre a todos los dragones juntos de sus pesadillas.
Así que, convocados por la sangre, por la memoria colectiva, nos subimos por tercera vez en la celebración de la vida a los tejados, desde los corrales a las terrazas, en cada ventana o balcón con vistas a la esperanza, para recrear lo que todos los años hacemos, pero de otra forma, de forma abreviada. Cinco minutos para dejarnos el pellejo con los redobles, para mirar al cielo y rezar con palillos por los que se fueron, dando gracias con el rugido de los bordones por todos aquellos que arriesgan su vida por nosotros. Y así veía desde mi terraza el reloj de la torre del campanario de la Iglesia de la Asunción, acompañada en la cercanía por la del santuario de nuestra patrona, la Virgen del Rosario, y el alma se me hizo trizas, pero al mismo tiempo se me curaba al instante uniendo a cada momento las heridas con tiritas de miradas a la teja árabe de un pueblo impregnado de historia, situado en un cruce de caminos, un bendito lugar para nacer y morir a lo largo de una pródiga viva. Y aunque los ojos se volvían a llenar de lágrimas, de una forma inexpresable, en mi rostro se dibujó una gran sonrisa. Porque sabía que ese redoble era el augurio de un paso que nos acercaba a la victoria, a un nuevo resurgir de la especie humana, en uno de los más grandes desafíos que hemos conocido.
Después vinieron cinco minutos de silencio, la recreación de ese momento en el que normalmente, como es propio de la tradición, dejamos de tocar, nos quedamos quietos, contenemos la respiración, embelesados. Y yo, viendo que de nuevo estaba en la intersección entre la Iglesia de la Asunción y el monumento a la Virgen Reina, me imaginaba que por mi izquierda venía la Dolorosa y por mi derecha el Resucitado, y que el tiempo se había detenido, al tiempo que sentía el silencio preservado por todos los que, invisibles, cada uno en su guarida, compartían la extraña ceremonia conmigo. Y ya se hicieron las 11, con el privilegio de estar viendo de frente el inmenso reloj que marcaría la hora, el momento exacto del imaginado “Encuentro”, que hizo que estalláramos de nuevo los invisibles tamborileros y tamborileras del confinamiento en un gigantesco redoble compartido que removía aleros, águilas de piedra, macetas y jardineras, las pinzas de la ropa y las erguidas chimeneas.
Cuánto puede sentir un ser humano, transido por el dolor y al mismo tiempo inmensamente feliz por saber que estamos vivos, que estábamos oficiando el rito más raro para nosotros que jamás se haya visto. Y con ese redoble de tambores, para hacer más inmenso los latidos del corazón, empezaron a sonar las campanas de las iglesias. “Jesús ha resucitado”, nos decíamos los unos a los otros sin escucharnos, “Jesús ha resucitado”, y si ya de por sí la emoción nos hacía creer que estábamos levitando, en este juego sin reglas precisas entre el sueño y la pesadilla, vi la bandada de palomos que habían soltado, que entonces me golpeó con una emoción tan intensa de ser hijo de esta tierra. Vi el vuelo de tantos palomos haciendo rizos en el aire, volviendo a teñir, como siempre lo hemos visto, el cielo azul y blanco con los colores de sus plumas.
Qué grandeza la de mi pueblo creando un Encuentro sin Encuentro, una Tamborada sin Tamborada, pero todo con un amor que hacía que fuéramos nosotros los que nos encontrábamos los unos con los otros y que sí hubiera redobles compartidos, aunque solo nos escucháramos en la distancia, amparados por el liquen de la teja árabe.
Volví a pensar, como tantas veces lo he hecho, que el redoble del tambor es un símbolo de la conjuración de todo mal augurio, que como las campanadas, que ahora se escuchaban, han sido siempre considerados sonidos de protección, capaces de ahuyentar toda sombra y oscuridad, como algún día las futuras crónicas de otros tiempos contarán en qué medida han amparado esto que consideramos pandemia, tal vez en un tiempo en el que se tengan cinco grandes razones, cinco grandes motivos, cinco grandes explicaciones, con cinco de número agigantado y g que la pongamos en mayúscula para que el manto de la mentira no nos cubra.
Conocemos la magia del tambor, la forma en que altera nuestros sentidos, que nos hace uno por más que seamos diferentes y nos permite vivir sensaciones que unos se atreven a contarlas y otros se las guardan en los bolsillos. Pero allí estaba yo, entre dos águilas de piedra que puse hace mucho tiempo para que guardaran simbólicamente mi hogar de todo mal presagio y augurio, aunque no sean capaces de derribar, ojalá pudieran hacerlo, antenas que nos quieren ofrecer el cielo gratis, pero que nos dan el veneno de un futuro escondido.
El gran símbolo de la resurrección se me muestra todo el día, en forma de huevo cósmico llamado piña y de cruz elevada al aire que aturde a centuriones romanos que asustados descubren que quien murió en la cruz y bajó a los infiernos, que no al infierno, sino al hades, al inframundo, al recinto oscuro de los muertos, resucitó al tercer día. Y nosotros, en nuestro cautiverio, a punto de multiplicar esos días por diez también volveremos algún día a pisar la calle de nuevo, aunque tal vez nos parezca tan extraño que quizás parezcamos astronautas pisando a cámara lenta la luna.
Símbolos que nos animan a creer que toda muerte tiene un nuevo nacimiento, en otra dimensión, en un mundo paralelo, de luz y gloria, de resplandor divino y eterno consuelo, que le deseamos a todos esos seres que, en esta prueba interminable, se nos fueron, se nos fueron, se nos fueron…
Símbolos claros entre otros oscuros, como aquel demonio que tanto nos asustaba cuando éramos niños, que precisamente, cuando venían a desfilar los romanos en Domingo de Resurrección, era oscuro de cuerpo entero, como el carbón tiznado, atado con cadenas, con su malévolo tridente, cuernos y alas de murciélago.
La vida da muchas vueltas y ahora se me antoja que con el paso del tiempo, y sin romanos que vengan a vernos, que se quedaron todos como hechizados a las puertas del Coliseo de Roma, alguien tuvo la ocurrencia de quitarles las cadenas al demonio y con el regusto de llamarse draco o reptiliano se pasea a sus anchas, tomándose un café, por ejemplo, con toda la élite de la Unión Europa, que así es de variopinta la vida y de igual forma ignorante la amnesia de las masas.
Símbolos, mensajes cifrados o descifrados, que lo mismo da si quien lo lee no se entera de lo que une escribe. Al fin y al cabo, todo es un juego de palabras, pero arma defensiva para que el tridente no nos ensarte como un palillo a una oliva.
Por eso con mi redoble, mirando con orgullo las torres erguidas ante mis ojos, presintiendo a la derecha la campana llamada Rafaela, la del campanario de la ermita de San Rafael, que es San Miguel también por el juego del destino, sentía más que nunca la fuerza de unos palillos que golpeando el parche intentaba disolver ese egregor oscuro, como jamás lo había visto, que tuve la suerte y la desgracia de ver en la tarde de Viernes Santo. Pero ante el estupor de llevar casi un mes juntando las piezas de un rompecabezas, hoy, y solo hoy, he tenido la oportunidad de completarlo del todo, por más dolor que te deje en las costillas para siempre, en la boca del estómago y en el paladar que se vuelve ardiente. Más vale ver con los ojos abiertos que ser doblegado con los ojos cerrados.
Victoria del espíritu es lo único que importa, erradicando de una vez por todas el verdadero propósito de esta contienda, de esta pandemia, que es el miedo sobre el miedo por el miedo, la herramienta más eficaz para doblegar a un mundo entero, barriendo la resistencia de millones de seres humanos como si fueran las plumas de un plumero.
Había demasiado espíritu levantándose, más guerreros del arco iris de los que nunca se hubieran imaginado, por lo que había que echar las cartas sobre la mesa, siempre trucadas, para volver a encerrar como un ratón rastrero a la especie humana en el laberinto de espejos en el que se multiplica mil veces a sí mismo, y de tanto verse repetido y sin encontrar la salida, se vuelve loco sin necesidad de que exista ningún “coronabicho”, ningún chivo expiatorio con marca registrada Covid-19 al que atribuirle el estigma para siempre de un contagio que siempre fue precedido y monopolizado, con sello y sin caducidad, por el puro miedo.
Por eso me quedo con esa resurrección que es resurgir de las cenizas, renacer como el Ave Fénix, esta mañana recreada en nuestros recuerdos con las palomas que salen de un huevo cósmico. Me quedo con el parto de la Madre Tierra, con las tribus que se están levantando sin armas, con sahumadores llenos de copal sagrado, con pipas de la paz y sonajeros, para empezar a diseñar en el aire esa espiral de pura luz, de puro fuego, capaz de consumir a los dragones que quieren comerse a bocados todos nuestros sueños, los mismos que se atiborran de pura energía oscura en los banquetes que con tanto temor levantan de palacio en palacio de la miseria.
Me asombra descubrir que los artífices de las quimeras, los que crean decorados de cartón piedra, los que cinco veces gruñen y cinco veces guerrean, no entienden todavía que un solo abrazo de luz tiene más fuerza que cien espadas con filo de lagarto.
Triunfaremos en el juego de las realidades y yo seguiré haciendo juegos de palabras y acertijos y crucigramas con forma de relatos, porque lo bueno que ahora tienen las palabras, sin hogueras que puedan quemar lo que se escribe en las plazas públicas, es que vuelan y vuelan y anidan en conciencias, y allí se multiplican y emprenden nuevos vuelos, como el diente de león que parece de ensueño.
Que con plumas de águila, una cruz de los vientos, velas de colores y redobles de tambores y más tambores, que saben del misterio de disolver con el sonido las tinieblas, comience la resistencia, para que las semillas estelares recobren la memoria y emprendan el camino que pasa por todas las montañas y por todos los valles, por cada desierto y bosque, por cada río, lago y mar, allá donde exista un ser humano con el deseo de ser libre.
Vendrán tiempos mejores, por más que algunos quieran que sean mucho peores. Los seres humanos somos, por desgracia, voraces destructores en muchas ocasiones, pero también creadores de sueños sin fronteras, sin argollas ni mazmorras. Las cadenas se las volveremos a poner a ese demonio que, cuando éramos niños, un Domingo de Resurrección con piña llena de palomas, quería asustarnos, y ahora lo quiere hacer de nuevo. Es tan mentiroso como falso, como un antiguo duro de cuatro pesetas, que con un suspiro de amor se disuelve en el aire, como lo hace un fuego fatuo.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.