Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXVI
Una túnica negra que nos hace iguales
José Antonio Iniesta
9 de abril de 2020. Día 26 de este confinamiento obligatorio por real decreto de declaración de estado de alarma, que hemos aceptado voluntariamente por emergencia nacional a causa de una pandemia a nivel mundial, la más grande que ha visto la humanidad desde la llamada gripe española de 1918, que para nada tuvo su origen en España. Nunca hubiéramos querido vivir este lúgubre acontecimiento histórico, pero es la realidad a la que nos enfrentamos. Quien se niegue a quitarse la venda de los ojos y no quiera ver lo que nos ofrece el destino siempre tendrá a su disposición el refugio de los cuentos de hadas.
Pero la tercera dimensión, por más que vivimos en un holograma, aunque de eso casi nadie se entera, tiene estos contratiempos cuando la realidad virtual en la que nos movemos se configura de nuevo, como se hace cada vez que a la ciencia humana se le pasa por la cabeza aplicar nuevas tecnologías, o a los controladores del averno les aparece en la agenda cualquier pretexto para amargarle la vida a los durmientes, y más todavía, si cabe, a los que ya han despertado.
Estamos en Jueves Santo, nada menos que en Jueves Santo, cuando tendría que estar pasando la procesión del Silencio por las calles de Hellín, y bien sabe Dios que el silencio, más que nunca, es lo que hay en nuestras calles. Nos quejábamos todos los años, y yo el primero, de que en una procesión que recibe este nombre hubiera tanta gente escandalosa, tanto chismorreo incontrolado, tanto papagayo sin jaula contándole su vida y sus miserias al que tenía al lado cuando pasaba la impresionante imagen de Nuestra Señora del Dolor bajo palio, al tiempo que el incienso envolvía como en un sueño las miradas de los que veían caer una lluvia de pétalos de rosa.
Ahora la belleza de todas esas imágenes que deberían estar pasando casi al lado de la puerta de mi casa se han convertido en un espejismo, que se une a la colección de espejismos que vamos acumulando día tras día en este cofre feo y desconchando en el que se van convirtiendo los sentidos.
Son más días de la cuenta con este atuendo constante de pijama y bata, de silencio y más silencio. Y hoy es uno en el que se me ha pasado por la cabeza cien veces dejar de escribir estas crónicas que no creo que le interesen a mucha gente, pues observo, compruebo, y sufro por ello, que las redes sociales se han convertido en un cebadero de la mayor miseria humana que uno pudiera imaginarse. Un encontronazo directo, despiadado, a quemarropa, entre unos y otros aliados de los distintos partidos políticos con tal de llevarse el gato al agua. Ni siquiera una tragedia a nivel mundial nos libra de la política que separa a los seres humanos. Da igual que te dejes el pellejo escribiendo seis páginas en cada artículo, llenas de profunda esperanza, aunque vaya acompañada de la dantesca realidad que nos pone un nudo en la garganta, que cada párrafo sea una profunda reflexión sobre lo que reclama el alma, que las palabras, siendo parte de una narrativa, se estructuren con el ritmo de una poesía, que se encripten mensajes que no son para una sola lectura, sino para descubrir en varios días los incontables mensajes que encierro para que puedan ser desvelados con tanta y tanta alegoría.
Una desazón sin nombre me embarga, lo que no implica, en este juego constante de las dualidades, que me abandone la esperanza. Todo lo contrario, me hace más libre para decir lo que me dé la gana, me da más impulso y necesidad de desplegar las alas si, al fin y al cabo, hasta la última sílaba que escribo cifrando una melodía musical que me pregunto realmente si alguien la escucha, está escrita para despertar la conciencia humana.
Me pregunto si tendrán que pasar cien años para que se entienda lo que escribo cada día de mi vida, porque creo que estos tiempos están preparados, los de ahora, los de la pandemia, para convertir la comunicación en un puro cubo de basura, con la que acuchillar al que opina, para el enfrentamiento sin cuartel o para exponer la más delirante teoría, que aunque la llevemos en nuestra cabeza no somos quiénes para desarrollarla haciendo refritos de tanto como se publica y crear pánico sin control donde debería haber armonía y cordura.
Será que me siento tan rebelde y con ganas de quemar todo cuanto haya escrito a lo largo de mi vida, preguntándome sin cesar si han servido de algo miles de horas dedicadas a juntar palabras cuando los demás estaban tocándose las narices o sacándole brillo a las barras de las cafeterías. Será porque es Jueves Santo, que para mí, desde que nací, ha sido siempre una puerta abierta a la magia de la Tamborada, a los estados alterados de conciencia, se reconozcan o no se reconozcan, cuando la vibración del tambor te acerca a los que es inefable, es decir, inexpresable. Una noche en la que de no ser por la pandemia tendría que estar poniéndome mi túnica negra de tergal, el pañuelo rojo al cuello, con los palillos y el tambor, y si se tercia, la bota, para perderme en el remolino de mis sentidos y redoblar sin cesar, hasta la extenuación, sin cerrar los ojos como los búhos y caminar como hechizado por las calles de un casco antiguo, de un recinto medieval donde, desde que nací, he recogido leyendas de duendes, de brujas, de apariciones, misterios incontables en este laberinto retorcido que es para mí el más asombroso del mundo. Como el barrio de San Rafael, la antigua judería, donde mi madre me parió y por eso me trajo al mundo, en una tierra de místicos y de inquisidores, de luz y oscuridad, de prodigios y más prodigios, con tantos milagros, levitaciones, estigmatizaciones y a la vez, mazazos que te enfrentan a la más burda realidad, que no queda más remedio que reconocer que vivimos en un umbral donde se manifiesta la luz y la oscuridad por partes iguales. Al fin y la cabo, así son todos los vórtices de energía que en el mundo existen, los lugares de poder, accesos a otras dimensiones que solo ven los que se atreven a renegar de ese mundo que te quiere convertir para siempre en un cacho carne con ojos.
Una túnica negra es la que debería lucir esta noche, y el más cruel de los destinos ha puesto silencio en unas calles donde debería representarse por enésima vez el drama cósmico de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, con la procesión del Silencio en la que nunca hubo, para mi pesar, silencio alguno. Una túnica negra es la que debería estar poniéndome luego a luego para ser uno más entre todos los tamborileros, que nos hace a todos iguales en la Tamborada más grande del mundo, casi inapreciables, convirtiéndonos en muchedumbre de tamborileros, seamos hombres o mujeres, ancianos o niños.
Por eso se me antoja que esta puñetera, rastrera, pero también reveladora pandemia, es como esa túnica negra que nos iguala a todos, que mata sin piedad lo mismo a ricos que a pobres, y aunque se cebe más con los ancianos, también se está llevando a mucha gente joven. Que va de Madrid a Cataluña, sin distinguir entre constitucionalistas e independentistas, entre los que respetamos la bandera española y los que se la pasarían tan indignamente por donde sabemos que lo harían, pero de igual forma recorre las rías gallegas y las plazas de Sevilla.
La túnica de la pandemia es negra como la muerte más negra, pues ni deja que sean los entierros como Dios manda, ni que el luto cierre las heridas del alma cuando alguien pierde a quien más quiere. Nos iguala por entero y de una forma descarnada. Hace iguales a todos los que un día y otro se entregan con desvelo a dar información, pero que también nos dan la vara a través de la pantalla de un ordenador y de Skype, mostrando su cara de todos los días, a veces sin maquillar y despeinados, o se graban vídeos de forma compulsiva sin que importe hacer el ridículo o mostrar las casas con toda su intimidad, su colección de trastos inútiles y los rincones más dispares y desordenados que hay por todas partes.
Hoy he pensado no sé cuántas veces echarme a dormir y no despertar hasta que pase esta pandemia, pues cada vez me quedo más decepcionado al ver los mensajes que me llegan como una tromba imparable a través de facebook, en el que veo tanta saña, tanto enfrentamiento, tanta estupidez humana. Es verdad, como pensé el primer día, que cualquier desastre hace que salga lo peor y lo mejor de la condición humana. Y por eso he reflexionado profundamente para intentar saber de qué sirve un relato de pura literatura, de investigación periodística, de análisis profundo de la realidad que vivimos, que desde el primer momento está dedicado a sembrar esperanza, si hay crispación por todas partes, si la información que nos llega desde todos los frentes es tan confusa, tan contradictoria, si las fuentes oficiales del propio gobierno se contradicen a cada momento, sea cual sea el portavoz de turno que aparezca, si parece ser que se han abierto casi dos millones de páginas falsas para sembrar bulos sin orden ni concierto.
Una túnica negra nos haría iguales esta noche para compartir el rito, porque los ritos son necesarios, abriéndonos el ventanal más mágico de la existencia, el que te permite vivir lo inexpresable al tocar el tambor, pero no se escuchará ni uno solo en las calles hellineras, en este colapso, aunque temporal, de la memoria colectiva de todos los hellineros, que sentimos como un estómago abierto, un estigma en la frente, una boca amarga sin palabras, que esta tradición se haya quebrado en esta noche por una pandemia de origen más que desconocido, me digan los que me digan…
Este contagio masivo, como mil situaciones que he vivido a lo largo de mi existencia, me han hecho replantearme una y otra vez qué papel represento en este mundo de cartón piedra, en este falso decorado para un teatro en el que casi todo el mundo acepta tácitamente ponerse una máscara y encubrir lo que verdaderamente es, por más que parezca que la naturalidad se ha apoderado de nuestros hogares ahora que las calles, como los bares, se han acabado para el dominio pleno de los seres humanos. Todo es tan falaz, adulterado, la gente se está muriendo a puñados y todavía hay miserables que se pasan la cuarentena por la entrepierna intentando irse a la playa, o se reúnen a escondidas para seguir con la juerga, sin importarles que sus delirios de grandeza pueden provocar que alguien pierda lo más sagrado que tiene, que es su vida.
Será que esta pandemia nos está poniendo a todos contra las cuerdas, a prueba y dura prueba, para ver hasta qué punto soportamos a los demás o somos capaces de soportarnos a nosotros mismos.
Empecé a escribir estas crónicas porque una buena amiga, de los seres más luminosos que he conocido en mi vida, me pidió, como otras personas, que aportara con mis escritos luz y esperanza. Creo que lo aportan a esas personas que me lo pidieron y a cuatro más desperdigadas por este mundo de contienda, pero tengo la sensación de que es más importante para el común de los mortales alinearse en el pugilato despiadado, arrimando el ascua a su sardina, en uno o en otro bando de la política, de la que nunca, ni en mis mejores sueños. ni en mis peores pesadillas, he formado parte, ni lo haría por todo el oro del mundo que se me ofreciera.
Este nivel de crispación me irrita, esta manía tan ofensiva de insultar con nombres y apellidos en las redes sociales, de inventar asesinos o de subirse encima de los ataúdes para proclamar verdades como puños en cada esquina y volcarlo en los medios de comunicación como quien vomita.
A tal nivel llega el delirio de la especie humana, que uno de mis mejores amigos, independentista hasta la cepa, que siempre había sido conmigo de lo más respetuoso y exquisito, me dio una puñalada trapera hace unos días con su comentario y sus emoticonos de caritas enfadadas porque cometí el “terrible delito” de enviarle un vídeo hermosísimo, que a mí me hizo que se me saltaran unas lágrimas, en el que lo único que se decía, que era todo y mucho, es que ya estaba bien de conflictos absurdos que nos habían separado, que nos habían distanciado, que todos unidos venceríamos al coronavirus, todo ello con un mensaje de bendita hermandad, una música hermosísima e imágenes de monumentos de todo nuestro país, que es nuestra patria. Era uno de los vídeos más hermosos que he visto en estos días, que refleja lo que siempre he sentido a lo largo de mi vida, y a mí, que por pura educación me callé una y otra vez cuando veía que en facebook se reía de las instituciones españolas hasta límites insospechados, callándome para preservar esa amistad que manteníamos desde hace tantos años, me increpó de una forma despiadada diciéndome que no le vendiera “esa España”, como si yo tuviera que vender algo a alguien, y menos todavía España, o como si a él lo hubieran parido fuera de este país o tuviera que ser, por designio de los dioses, alguien que está por encima de cualquier otro ser humano que no haya nacido en Cataluña. A este extremo llega la bajeza humana, hasta de quienes has considerado grandes compañeros en el viaje de la vida.
Miseria y más miseria de la condición humana, túnica negra que nos envuelve con muerte, crispación e insultos a granel, que hoy me hartaron más de la cuenta, tal vez porque todo tiene un límite y siempre hay una gota que colma el vaso de agua, que hizo que pensara una y otra vez en el día de ayer, el del Miércoles Santo más raro y doloroso que he vivido en mi vida, junto a aquel otro en el que me entregué como correspondía al cuidado de mi madre, con alzhéimer y ya en la última fase de su dolorosa existencia, que no lo olvidaré hasta que me muera, en el que sacrifiqué una Semana Santa, y todas las que hubiera hecho falta, para estar a su lado, y los redobles de los tambores se me clavaban en el alma como dardos de fuego.
Pero siempre resurjo de mis cenizas, que por eso quise que el Ave Fénix encabezara estas crónicas, porque de no ser así, no sería quien soy, pues no me somete ni el rey que viniera, ni la decepción al preguntarme siempre de qué sirve lo que yo escriba, ni la pandemia más voraz que venga a amargarnos la vida. Esperanza es mi nombre y apellidos, esperanza es el sentido de la vida, esperanza será siempre mi destino, aunque dentro del confinamiento me confine más todavía en esta habitación en la que escribo, porque ni todos los seres oscuros que gobiernan este planeta, tan elegantes ellos, vestidos con traje de chaqueta, ni la basura que en estos días se vuelca en las redes sociales, ni el hecho de que realmente piense que a casi nadie le interesa lo que escribo, acabará con este sueño de juntar letras, de abrir mi corazón a quien entienda, pues las alas de la libertad son y seguirán siendo siempre mi sueño de esperanza. Mi esperanza en que algún día el uso de la palabra, con el legítimo derecho a la crítica, constructiva, pero no demoledora y menos todavía de artillería terrorista, sea un arma de construcción masiva, que la gente no solo no necesite una mascarilla que le tapa la nariz y la boca, sino también las vendas que cubren los ojos, impidiendo ver la realidad engañosa que nos han impuesto. Que haya alas para todos, libertad y rebeldía, para atravesar cualquier horizonte con el que nos quieran encerrar en una tercera dimensión que no deja de ser el holograma que en estos días es configurado para volver a engañarnos, como es uso y costumbre desde la remota y oscura noche de los tiempos.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.