AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XXV

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXV
La Tamborada más extraña del mundo
José Antonio Iniesta



8 de abril de 2020. Día 25 de esta situación que nos está desbordando emocionalmente a todos de una forma insospechada. Jamás, ni en la peor de las pesadillas, habríamos imaginado que podría pasar todo esto que estamos viviendo.
Hoy es Miércoles Santo, y en estos momentos en Hellín tendrían que estar sonando los tambores, veinte mil tamborileros y tamborileras en “La ciudad del tambor”, la que cuenta con la Tamborada más grande del mundo, como hemos demostrado a lo largo de siglos de tradición heredada de nuestros ancestros. Y solo hoy, solamente hoy en toda nuestra historia desde que redoblamos en este día, no hay más que silencio en las calles, un silencio que me ha estremecido más que nunca en mi vida. Las piedras no vuelan, las ranas no crían pelo, no alcanzamos la olla de oro de los cuentos debajo del arco iris como nos contaban cuando éramos niños, y nunca, nunca, nunca, debería haber existido silencio justo en un día en el que se manifiesta el grandioso estruendo de “La Tamborada más grande del mundo”. Si hay algo incomprensible, algo que aturde, algo que te pone un nudo en la garganta, es no escuchar tambores ahora mismo en este laberinto de callejuelas de Hellín, y acabar de ver el vídeo de un Rabal desierto, sin seres humanos, nada más que el que hizo la grabación al sacar el perro, digno protagonista de lo más parecido a una película de ciencia-ficción.
La Tamborada de Hellín ha recibido toda clase de reconocimientos, entre ellos la de ser Fiesta de Interés Turístico Nacional e Internacional, Bien de Interés Cultural y Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, y ahora tantos miles de tamborileros y tamborileras nos sumergimos en nuestros pensamientos más profundos, preguntándonos qué está pasando realmente en el mundo, en nuestro presente, en nuestro destino, para que hayan enmudecido los tambores. Aunque no del todo…
El confinamiento nos impide tocar en la calle, donde el rito se manifiesta, en este retorcido conjunto de calles medievales, de solera y de historia inimaginable para quienes no la conocen, pero el símbolo y la memoria ancestral nos sale de la sangre, es nuestro el amor y la pasión por el redoble. La convocatoria del Ayuntamiento para que simbólicamente tocáramos diez minutos nos llevó a miles de personas a lo alto de las terrazas, al sol y sombra de los corrales, a ventanas y balcones, para cumplir con el rito, aunque fuera, como escribo, de la forma más extraña que jamás imaginaron nuestros antepasados ni nosotros mismos.
Hermoso redoble en la esencia para perpetuar el ritual, como tantas veces he contado, pues “el redoble del tambor es el latido del corazón, el latido de la Madre Tierra”. Motivo más que hermoso y sagrado para que de alguna forma nuestros toques típicos llegaran al cielo de los que se fueron, pero siguen estando en lo más profundo de nuestros corazones, para hermanarnos como pueblo, para sentir que la memoria colectiva sigue vive. Y en esta ocasión, única en la historia de la Tamborada de Hellín, la tierra de los prodigios, para honrar a todos aquellos que han muerto, esa triste cifra que hoy han dado los informativos de 14555 seres humanos que se nos han ido, que han visto truncadas sus vidas, que han roto para siempre la línea del tiempo de las experiencias compartidas con sus familias.
Con cuánto dolor subí por cada uno de los peldaños de la escalera que me llevaba de una a otra terraza, hasta ponerme en esa mágica intersección que es un punto medio entre la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y el monumento a la Virgen Reina. Cinco de la tarde, cuando tendríamos que estar junto al Monumento al Tamborilero, cuando nos esperaría el vuelo de los caramelos para ser todos uno en esa muchedumbre que abre paso a las imágenes del Cristo de Medinaceli y de Los Azotes. Santo Dios, y allí, en lo alto de la terraza, sin ver todavía el vuelo de los vencejos que cada año llegan a esta tierra renovando el ciclo de la primavera, agarré mis dos palillos para dejarme el alma con redobles típicos como el “Racataplán”, “Que me la han ‘tentao’”, “Como Rambla” y “Ha dicho mi madre que me dé usted un pan”.
Qué extraña sensación, nunca antes sentida, jamás en toda mi vida, al escuchar que mi redoble volaba por los tejados y se unía a uno, dos, diez, veinte, cientos y cientos que se iban escuchando. Dios mío, qué trozo de carne parece que se te arranca de la garganta al empezar a escuchar tantos tambores sonando por todas partes y no ver ni a uno, ni a uno solo, de los que lo están tocando. Los oía por todas partes, se unían al mío, como el mío se unía al de ellos, pero por más que miraba a todas partes no veía a nadie tocando. La pura esencia de la Tamborada es tocar en una peña, con los compañeros de toda la vida, cruzarte durante horas y horas con incontables amigos de la infancia, hacer duelos rituales, repiqueteos compartidos, mirarnos a los ojos y decirlo todo sin palabras, porque con el estruendo sonoro de los tambores no podemos escucharnos. Pero tocar así, sin ver a ningún ser humano, me provocó un escalofrío que nunca había sentido, una sensación de que el mundo había dejado de ser para siempre lo que era, que se había quebrado del todo una línea del tiempo, que el futuro de la humanidad se había transformado completamente.
En ese momento inexpresable, pero que sé que todos mis paisanos podrán entenderlo, algo se me encogió en el alma, una descarga eléctrica recorrió mi columna vertebral y el vértigo de lo imposible me zarandeó de parte a parte.
Llevo veinticinco días manteniéndome fuerte, veinticinco días devorando información para tratar de entender el origen y el propósito de esta pandemia, y he sufrido, como todos, lo que no está escrito. Más de una vez las lágrimas se asomaron a mis ojos, pero quería ser fuerte y no llegaron a brotar del todo. Tomaba aire en esos momentos y me daba fuerzas a mí mismo, sabiendo que lo que verdaderamente tenía que hacer era sembrar y sembrar esperanza. Pero a esa hora, las cinco de la tarde, que no olvidaré mientras viva, juro por Dios que el llanto incontenible arrasó mis ojos, lloré tan amargamente que las lágrimas me cayeron a raudales, preguntándome, una y otra vez, qué hemos hecho para merecer todo esto.
Todo el dolor de veinticinco días salió de cuajo, llego la catarsis del sufrimiento contenido. Recordé cuántos proyectos se habían suspendido, una peña que iba a ser visitada por muchísima gente, después de tanto esfuerzo para dejarla reluciente, cerrada a cal y canto para las telarañas, un proyecto de un tren de las ilusiones para que nuestra Tamborada fuera más conocida todavía en toda España, un libro de fotos antiguas que ahora duerme en lo más profundo de los archivos.
Me vino al corazón como un tornado el desaliento de tantos cofrades que soñaron durante un largo año con ver procesionar a sus pasos. Se quedó el incienso en los cajones, las flores no mostraron sus colores, se calló el sonido de las bandas de cornetas y tambores. Enmudeció todo el frenesí de los nervios que cada año nos entran cuando llega Miércoles Santo, se quedaron con más polvo que nunca los tambores, sin ver sus cajas de resonancia relucientes. Por todas partes vino un aire de miradas tristes y labios apretados, incapaces de comprender lo que está pasando. Las túnicas negras y los pañuelos rojos siguen dormidos en los armarios, se presiente una desazón indescriptible en las cámaras que siempre han sido las guaridas de los tambores que nos dan la vida. Siempre hablamos de la renovación del ciclo de la primavera y no podemos acariciar las flores silvestres que nacen en nuestros campos, y tampoco hemos llevado pegado al vientre los tambores que son expresión pura y sentida de nuestras emociones. El duende tambor se quedó este año melancólico, en lo alto de una estantería, con los bordones mustios en esta rara agonía.
Ese llanto no me abandonará nunca, porque fue cruel como no puede ser descrito, pero al mismo tiempo, fue una entrega con los palillos agitándose en el aire como nunca la he visto, porque de una forma asombrosa esos tambores que se escuchaban empezaron a cobrar forma, vi rostros desencajados por el estado alterado de conciencia que siempre supone un intenso redoble, y de una forma que no acierto a explicar volé hasta el Rabal y conmigo estaban todos los amigos de mi vida, hasta los que se fueron. Sentí de una forma que me estremeció que todos los que habían muerto seguían a nuestro lado, mirándonos desde su palco de estrellas en el cielo. Y un amor sin límites, una comprensión de lo que es indefinible, me hizo llorar más todavía, porque sentía que allí estaban mis padres, los que me abrieron las puertas de tantas formas a las más hermosas tradiciones. Recordé cuando fui nombrado Tamborilero del Año y levanté mi tambor a lo alto como ofrenda a quien me enseñó a coger los palillos, a amar el tambor como si fuera mi propia sangre, porque de mi linaje de sangre viene la herencia que he recibido. Y mi padre, como lo hacía antaño, tocó conmigo en esa terraza desolada y vacía. O no tan vacía, porque allí estaban conmigo mis compañeros y familiares, siempre amigos, de la Peña “El Tambor”, y también todas las crucetas de las más antiguas peñas, las de más solera, y estaban todos los que habían compartido conmigo tantas mágicas noches de Jueves Santo, y la subida al Calvario, y ese abrir de la piña llenando de palomos el vuelo sagrado de nuestra alegría en un Domingo de Resurrección. Volvíamos a estar todos juntos tocando el tambor, como lo haremos, si Dios quiere, el año que viene. Y comprendí que esta terrible pandemia nos ha traído la desgracia, pero también nos está arrancando de cuajo la venda de los ojos para sacarnos de un puñado toda la hermosa humanidad que habíamos olvidado, nos levanta a fuerza de puñetazos para que recobremos la memoria, la dignidad y la conciencia, y comprendamos que hasta en un valle de lágrimas, nuestro llanto riega la hierba que pisamos.
Me viene a la cabeza más que nunca una de mis frases más queridas: “Dios no se equivoca”, y aunque ajeno a su voluntad, sin duda, este dolor de tantas familias en España, de todas de una u otra forma, el orden que regula todo cuanto existe se mueve al compás de una danza con el caos para que aprendamos la lección más importante de nuestras vidas.
Fue mi redoble en lo alto de la terraza por todos los que han muerto en estos días, por mis seres queridos, los que se fueron, los que siguen estando. Y lo fue para cada uno de los seres de mi pueblo, del mundo entero. Redoblé con profundo estremecimiento por todos esos hombres y mujeres maravillosos que se están dejando la vida por nosotros, de tantos oficios y disciplinas, de alguna forma inabarcables, que miran de frente a la muerte y siguen en pie para que este país no se venga abajo, alentando con sus acciones y sus miradas, por encima de una mascarilla, la esperanza, la pura esperanza, que ha sido y será el motor de todas estas crónicas que escribo día a día.
Quiso el Ayuntamiento de Hellín que colaborara con un poema que ahora, en este extraño Miércoles Santo, se está escuchando en toda la ciudad, a través del vídeo elaborado con tanto esmero por mi buen amigo Diego Beltrán, y que ahora comparto con mis paisanos y con el mundo entero, en el que con mi propia voz, recitándolo, honro con todo mi cariño el redoble de un Miércoles Santo que, ante la ausencia, el vacío y el silencio, siempre será el del latido de nuestros corazones. La vida nos somete a duras pruebas, pero son esas pruebas las que hacen que sigamos aprendiendo, descubriendo lo importante que es realmente aquello que nunca valoramos del todo. Sea el dolor, a pesar de los pesares, aprendizaje para que nuestra humanidad florezca…

La luz de un redoble nos pertenece
José Antonio Iniesta

La luz de un redoble nos pertenece,
es nuestra y lo será por siempre.
Mientras queden corazones llenos de amor,
Miércoles Santo vibrará con el estruendo de los tambores.

Por más que lloremos por lo que el tiempo nos arrebata
hay un estruendo gigantesco que nos estremece,
un viento de sonido incontenible del parche en nuestro vientre
moviéndose al compás de nuestros sentidos.

Un pueblo unido es siempre un sueño de esperanza,
muchedumbre emocionada en el Jardín Martínez Parras.
Ha venido un dulce vuelo de caramelos para recordarnos
que seguimos soñando junto al Monumento al Tamborilero.

Nada disuelve el recuerdo glorioso de lo que hemos sido,
el legado de los que se fueron, pero que siguen estando.
La vida nos recuerda que somos auténticas semillas de esperanza,
la caricia del redoble del tambor es un canto del destino.

Que suenen los tambores desde dentro,
la memoria de nuestros ancestros está ahora,
más que nunca, en un redoble compartido.
Nada nos quitará esta fuerza
de la tierra que nos amamanta.
La semilla siempre germina,
nada se lleva el viento de la amargura.

Tenemos fuerza, coraje, grandeza
y hermandad para seguir siendo.
Un racataplán que llega al infinito
resurge de nuestras venas.
Hellín se viste con la magia de la Tamborada
más grande que jamás se haya visto.
Incontables tambores del silencio interior
recuerdan al mundo entero
que un pueblo unido siempre redobla al compás
del corazón y sus latidos.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.