AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XVII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XVII
Aparta de mí este miedo
José Antonio Iniesta



31 de marzo de 2020. Diecisiete días en España de este experimento colectivo de la especie humana que es el coronavirus. Experimento lo llamo, como una metáfora, porque todo lo que vivimos individual o colectivamente es un proceso de aprendizaje, que fue para experimentar para lo que vinimos a este mundo, sea convirtiéndonos en héroes o en villanos, sufriendo o riendo, que todo es igual de valioso para el Universo a la hora de que estos minúsculos seres, como somos vistos desde Orión, Aldebarán y el más lejano rincón de nuestra Vía Láctea, sigamos caminando en esta compleja senda de la evolución y la transformación de la conciencia humana.
Mira que me cuesta, no lo sabe nadie, abordar el tema del miedo que mi inspiración me sugiere, pues he dicho y escrito en muchas ocasiones que hace años que desterré tres palabras de mi diccionario particular. Una es la casualidad, porque creo, como decía Richard Bach, que “nada es azar”. La otra es el aburrimiento, que para quien me conoce está claro que no sé lo que esto significa, ni lo he tenido o sentido en mi vida ni en pintura. Y luego está el miedo, concepto y energía aborrecible, que desde que nací he despreciado por haberse convertido en una de las herramientas más útiles y fructíferas que utilizan los seres oscuros, depredadores de la especie humana, a la hora de controlar a las buenas gentes de todos los tiempos y culturas.
Fue en sus tiempos, hace miles y miles de años, un prodigioso mecanismo de nuestra naturaleza para sobrevivir, como también lo es de alguna forma ahora, el que nos impulsó a tener recelo de cuanto ponía nuestra vida en peligro, y eso sí, con una intensa descarga de adrenalina, que bien sabio empezó a ser nuestro cuerpo cuando nos enseñaba, como le decimos a los niños, aquello de “eso no se toca”.
Se empezó a tener miedo al fuego primero porque era desconocido, y después porque te quemaba los genitales cuando te acercabas demasiado a la lumbre en la que se asaba la caza de las piezas capturadas.
El miedo nos ayudó a rehuir el peligro, a no morir antes de la cuenta, a no envenenarnos y quedarnos más tiesos que la mojama. Cuando el primero que se quedó maravillado ante el intenso color rojo de la amanita muscaria, casi a punto de inspirarle una poesía, murió por entretenerse en darle bocados, se supo que esa preciosa seta te llevaba en un santiamén al reino de los muertos. El que un dientes de sable te abriera con sus colmillos la barriga y empezaran a colgar fuera los intestinos antes de que exhalaras el último suspiro, nos enseñó que aquello no era un gatito de compañía, sino un terrible felino.
Así que el miedo fue, como tantos otros regalos de la Madre Tierra, un recurso valioso para seguir viviendo. Pero como todo lo que es bueno para el ser humano, es el propio ser humano quien lo pervierte, convirtiéndolo en herramienta de control y castigo, como el cetro de los reyes y un buen mazo de siete kilos.
Hay pocas cosas que abomine más que el miedo que ha sido instrumentalizado por toda una jerarquía a lo largo de los tiempos, ese mecanismo psicológico que adopta miles de formas distintas para llevarnos siempre al mismo sitio.
Ahora el miedo recorre las calles como pocas veces he visto en mi vida, más bien nunca. Se agarra a las canaleras y sale de las tapas de las alcantarillas, lo expresamos con los ojos desencajados y con la boca que no se atreve a pronunciar palabra alguna.
En estos días me llega el sonsonete que aturde, de comparaciones con la peste negra que asoló a Europa en la Edad Media, oigo eso del “castigo divino” que hace que me rechinen los dientes. Me tiene hasta el gorro desde que tengo uso de razón esa machacona insistencia con la plasta de “la gran tribulación”, el Armagedón y los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Que no, que yo soy viajero de horizontes, que amo la vida con las flores de todos los jardines, que tengo un concepto tan amoroso y respetuoso de Dios que ni borracho se me ocurriría pensar que Dios desea algo malo a cualquier ser humano.
No hay frase más horrible, entre otras igual de horribles, que la de esos fanáticos sin sentido que acuñaron lo de “teme a Dios”. Fea con ganas, que no puede ser más fea, atribuye a Dios, así como quien no quiere la cosa, la capacidad de provocar miedo, de intimidarnos, de expresar cólera, cuando siempre he creído que no hay atribución más certera para Dios que la de un infinito amor que a todos nos llega.
Pero dejaré de lado a mesiánicos de tres al cuarto, que han surgido a lo largo de la historia, para referirme a esos que hablan del eje del mal al tiempo que crean sin cesar armas de destrucción masiva, de fieles devotos del único dios que conocen, que no lo representan con barba y triángulo sobre la cabeza, como otros, sino como un gigantesco dólar que brilla como el oro. Y por supuesto, a los terribles predicadores, que esos sí que dan más risa que miedo, los que ahora se entretienen en soplar, en hacer movimientos extraños con las manos y soltar maldiciones contra el coronavirus, como si la esfera de trompetillas le hiciera algún caso a unos seres que forman parte de lo más burdo de la condición humana.
El miedo que siempre ha hecho estragos ha sido el de los grandes poderes que han sabido mover a conciencia los hilos invisibles de las marionetas que creen que somos. Se me antoja pensar un poco mal e imaginar que tal vez algún consejo de controladores, del Cabal, de los illuminati, se les puso más mala cara de la cuenta cuando vieron que en los últimos años surgían oleadas y más oleadas de gente de buen corazón que hacía danzas sagradas y manifestaciones de mujeres que más que nunca demostraban el sagrado poder de vientre que siempre han custodiado. Tal vez les mosqueó más de la cuenta que algunos de sus correligionarios se rebelaran y empezaran a revelar secretos a destajo, cientos de miles de documentos secretos que no paraban de mostrarnos cómo son de sucias las cloacas de todos los gobiernos del mundo, pero empezando por el de un presidente que dice que si solo hay cien mil muertos en su país por el Covid-19 habrá hecho un buen trabajo, como si hubiera empezado el mercado de rebajas del coronavirus.
¿Será que las élites más oscuras se estaban poniendo demasiado inquietas y tuvieron que mover a sus marionetas favoritas para que empezara a arder el planeta por los cuatro costados y que encima creciera de forma alarmante el número de indígenas masacrados?
Espero que algún día conozcamos el origen de este virus, a ver si va a resultar que al murciélago al que le están echando la culpa del contagio ya lo tenían confinado, y más que confinado, en algún laboratorio cercano a un mercado de lo más extraño.
Que por soñar no quede…
Y si es, aunque no me lo dice el corazón, un recurso propio de la naturaleza para reequilibrar el planeta y frenar la terrible expansión de ese otro virus, bien visible, conocido como homo sapiens sapiens, pues que el destino que ahora afrontamos con tanto dolor sea la expiación de nuestras culpas y una profunda reflexión, con honor y propósito de enmienda, para comprender realmente hasta qué punto hemos dañado a este hermoso planeta, por qué hemos masacrado con tanta saña innumerables especies que ya han desaparecido para siempre, borrado de la faz de la Tierra el genoma al que le costó millones de años cobrar forma. Y así entender por qué el puñetero plástico que sustituyó en nuestras tierras al esparto se convirtió en cada país del mundo entero en un estercolero que tardará siglos y siglos en desintegrarse, renovado a cada momento por el vómito asqueroso de eso que llamamos calidad de vida, estatus social y prosperidad. Ay, qué palabra más “hermosa”, prosperidad, que no ha impedido que ponga en jaque a una población de siete mil quinientos millones de seres humanos un virus tan pequeño que nadie que no sea un científico ha podido ver con sus propios ojos.
Bendita ilusión la nuestra, que nos ha permitido que nos asustara el miedo en la prehistoria, que lo hicieran todas y cada una de las jerarquías, todos los reinados que en el mundo han sido y una panda de sinvergüenzas de la Guerra de la Galaxias asociados con la baja estofa de los iluminados de Baviera.
Así que le declaro la guerra sin armas y sin contienda al miedo, sea cual sea la forme que adopte, y me entrego a esta tarea, como mis hermanos trabajadores de la luz de todo el planeta, empezando por el que desde el 15 de marzo especialmente empezó a colarse por mis neuronas, siempre con esa insidiosa manía de paralizarnos, de crearnos estados de ansiedad, de tirarnos del cabello y de entrar en un estado de crispación en el que dejamos de ser nosotros y entonces, con el sistema inmunológico por los suelos, nos convertimos en verdaderas víctimas propiciatorias del coronavirus.
Recordemos cada noche lo que nos decimos durante el día, que esta crisis es el espejo que el destino nos ha puesto para reflejarnos. Aprendamos de una vez por todas que nada ni nadie puede mermar nuestro poder de amar, nuestro poder creativo, nuestro poder para crear nuevas realidades. No, no era un dios con capacidad de comerse el mundo con patatas fritas quien así lo creía, ni el rey del mambo con facultades para hacer lo que a uno le viene en gana, y menos todavía para devorar la energía de los demás como tantos lo hacían. Pero sí somos cada uno porción, trozo, fractal, de Dios mismo, pues de Él y solo de Él procedemos, la Fuente de Amor Supremo.
Gracias a este gran don que nos concedió, el del libre albedrío, nos hemos convertido, cada uno a su gusto, a la carta, en generoso dador o ladrón de energía, conquistador o conquistado, luz y oscuridad, y en muchas ocasiones las dos cosas al mismo tiempo.
Somos en la dualidad constructores y destructores de mundos y de sueños, pero ahora tal vez la vida que nos ha confinado en nuestras celdas de monjes de la Edad Media, pero con lujos interminables, y que deja paso libre a los animales para que recuperen los terrenos que antaño les fueron despejados, nos exige que nos miremos dentro, y no precisamente a los bolsillos, sino a lo más profundo del alma, que por una vez en la vida nos pongamos nosotros mismos la penitencia que queramos imponernos.
Dios no vendrá a castigarnos nunca, ni lo hará la Madre Tierra, porque ninguna madre con corazón, aunque el suyo sea de tierra y musgo, de pluma, copo de nieve y corteza, quiere hacerle daños a sus hijos y a sus hijas. Así que a ver si este cautiverio por condena de las circunstancias, sin fecha que conozcamos de puesta en libertad, nos enseña para siempre a romper tantas cadenas como nos hemos echado a cuestas.
Y rezar, y orar como siempre nos enseñaron, y entregarnos a la voluntad divina, pero “a Dios rogando y con el mazo dando”, que no significa que nos liemos a martillazos con el primero que nos encontremos, sino que nos dediquemos, con otras palabras lo explico, a esa sana tarea del hermano Francisco, del “ora et labora”. En el tiempo de encomendarnos a la conciencia divina estamos, pero sin cruzarnos de brazos a la hora de resurgir de nuestras cenizas, como el Ave Fénix que lleva diecisiete capítulos encabezando estas líneas.
Qué hermoso es volver a renacer, nacer de nuevo, liberándonos de tanto miedo como corroe nuestras entrañas, sentir la confianza del destino, pero protegiéndonos, haciendo de la unión, como estamos haciendo, este logro colectivo, en el que cada uno aporte lo que sabe para salir a flote, pues la tabla que nos salvará la vida es de grande como un mundo entero, y tiene incontables balcones en los que mirar al mar y poder gritar aquello de “Tierra a la vista…”.
Sueño con un tiempo en el que ya no nos asusten con más tíos del saco ni con el coco, que se dejen de pesadillas ya, que llevamos no sé cuántos miles de años siguiendo a líderes de todos los colores que siempre han tenido los pies de barro. Murieron todos como sus súbditos, cuando les llegó la última página escrita del libro de su vida, ninguno dejó de tener cabeza, dos brazos y dos piernas, pero se valieron de la astucia y de las armas, de las conspiraciones y las puñaladas por la espalda, para tenernos atados de una argolla a su púlpito.
Y luego esos miedos los hicimos nuestros, nos provocan temblor de piernas cuando creemos que vamos a perder la vida, sin querer ver que todos los días la pierden sin necesidad de hacerlo incontables seres humanos.
Quiero que venga un tiempo en el que la luz ilumine todos los cuartos oscuros, nos enseñe a ver lo que hay al otro lado de este burda, escasa, mediocre y enferma realidad que entre todos hemos creado.
Por mí la quiero hacer añicos, y recoger lo más hermoso que teníamos para levantar los muros más elevados de nuestros sueños. Quiero dejar a un lado, en el olvido, al cancerbero que me impedía entrar por la puerta que me lleva a mi verdadero destino. Ya no quiero carceleros del espíritu, ni a ningún Club Bilderberg, reuniéndose los adalides de la muerte de guante blanco para diseñar el destino de los seres humanos.
Tenemos la suficiente valentía para afrontar los tiempos venideros sin que ningún secuaz del Mal nos quiera poner un collar al cuello para sacarnos de paseo. Quiera Dios que haya, aunque solo sea un ser humano, hombre o mujer, que desentrañe el enigma de alguna de estas palabras. Un solo ser humano con conciencia despierta sabe aquello del milagro que provoca el efecto mariposa…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.