AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XXXVIII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXVIII
El síndrome de la cabaña
José Antonio Iniesta



21 de abril de 2020. Pues ahora sí que empieza a completarse la dichosa cuarentena, después de treinta y ocho días en estas jaulas de pájaros en las que hemos convertidos nuestras casas. En estos refugios de incontables muchedumbres que habitan las ciudades colmena, los barrios silenciosos, el horizonte que atrapa miradas de seres que no entienden por qué se ha quebrado su realidad y parece que vivan en una dimensión paralela, en un mundo irreal en el que nada parece tener sentido.
Aún no estamos desconfinados, todavía no se nos permite salir salvo por causa justificada, a riesgo de que si no es así nos pongan una multa de cientos o miles de euros. Ahora vemos la libertad en fascículos, a rayas tras las persianas, a jirones desgajados de un tiempo que nos está troceando la vida por minutos. Y sin saber realmente cuándo nos permitirá ser libres esta maldita pandemia, abrazar a tantos seres que queremos y a los que hace mucho tiempo que no vemos, aunque vivan al otro lado de la esquina, ya se está hablando de un enésimo problema que se nos viene encima, el llamado “síndrome de la cabaña”. Advierten los psicólogos y sociólogos que cuando llegue el momento de la desescalada, que no dejará de ser una tortuosa prueba más, evitando el acercamiento a todo ser humano, se van a producir muchos casos en los que la gente no querrá salir a la calle, se verá incapaz de atravesar el umbral de su casa. Es un trastorno psicológico más que conocido, descubierto a raíz de casos en los que la persona en cuestión ha pasado mucho tiempo en un hospital, en una cárcel o ha sido secuestrado. La estancia prolongada en espacios cerrados provoca que cuando hay que volver a salir se manifieste nerviosismo, sudoración, taquicardia, ansiedad y agorafobia, es decir, horror, pánico, a estar en espacio abiertos. Viene el temor a perder ese sentimiento de protección que surgía al estar confinado, manteniendo a raya al virus que se sabe está matando a tantos seres humanos: 21282 al día hoy.
Supe de este síndrome hace unos días, y no porque me lo dijera un experto en la mente del ser humano, sino porque escuché el testimonio de una persona muy querida por mí, de mi familia, que no solo lleva confinada los treinta y ocho días desde que surgió el real decreto del estado de alarma, sino tres o cuatro días antes por decisión propia, ante el pánico creciente que experimentó a raíz de conocer las terribles noticias que daban los informativos. Echó el pestillo a la puerta y desde entonces no ha salido a la calle. La descripción de las medidas de seguridad y de higiene que adopta es alarmante, la pura manifestación de una crisis de ansiedad, de miedo constante, la incapacidad de ver las noticias porque eso le produce una angustia insoportable.
Hace unos días, a través de la llamada telefónica que de vez en cuando nos une, me confesaba que, aunque permitan salir a la calle dentro de unas semanas, no lo hará, que por los menos hasta el mes de agosto no saldrá de su encierro.
La cosecha del miedo es lo que se está recogiendo, el caldo de cultivo de tantos temores está creando una crisis de ansiedad que está dejando su aborrecible huella en nuestra conciencia. No solo estamos privados de eso tan hermoso que era darnos besos y abrazos, de tocarnos las manos y mirarnos a los ojos desde cerca, sino que la mente se está preparando para hacerlo durante mucho tiempo. Me pregunto si algún día desaparecerá del todo este miedo contagioso, tan peligroso o más que el propio virus, que está acabando con lo más hermoso que teníamos, que eran las muestras de afecto.
Nos hemos acostumbrado en la misma casa a no rozarnos, ni por asomo se nos pasa por la cabeza abrazarnos o darnos un beso, cuando una sola persona tenga que salir por los motivos más que fundamentados, porque es inevitable preguntarse si ese día habrá traído a cuestas el coronavirus. Nos han dicho de tantas formas diferentes, nos han explicado con tanto detalle, lo fácil que es tocar cualquier objeto donde se encuentre, que todo nuestro pensamiento está en ajustar la vista a ver si somos capaces de adivinar dónde se agazapa para matarnos.
¿Qué destino ha diseñado este virus, capaz de hacer que rechacemos el contacto como si tuviéramos la misma polaridad de dos imanes que se repelen? ¿Qué ha podido diseñar con tanta eficacia un bloqueo tan horrible de nuestras emociones, en las que un beso se convierte en una posibilidad de llevar la muerte a quien más quieres?
Creo que voy a tener que entregarme a la caída al vacío sin tener miedo al contagio, llegue cuando llegue, porque poco sentido tiene vivir con el temor, creando un muro invisible de cristal allá donde me mueva.
Veo escenas en la tele en las que las cajas que envuelven la comida se convierten en una especie de cápsula desplegable que, en los comedores donde come mucha gente, te separan de los que tienes al lado. Me pareció tan triste ver esa escena de seres humanos que más bien parecen gallinas ponedoras, metidas en un cubículo estrecho de una granja, como auténticos animales enjaulados, que en vez de gallina que picotea en el grano y suelta un huevo a cada momento, es una persona que mete la cabeza en una caja de cartón para comer su pizza y en vez de huevos va dejando el germen del miedo allá por donde pasa.
Ayer veía las nuevas reformas que se están haciendo en bares y restaurantes, poniendo cristales que separan a todos y cada uno de los comensales de una mesa. En España, en la que la pura esencia de convivencia es estar todos bien juntos, hablar a pocos centímetros y contar chistes y reír a carcajadas cara a cara, estos compartimentos nos van a convertir en gallinas ponedoras. Y si ya es duro que los muros nos separen, aunque sean acristalados, en otros lugares he visto que son opacos, materialmente opacos, la incomunicación perfecta que te hará creer que estás completamente solo aunque haya cientos de personas en una biblioteca, en las aulas de un colegio, en una charla o en un espectáculo, si no las ves, o aunque la veas, si te han puesto asientos entre medias.
Ninguna mente oscura que quisiera aislar a la humanidad de sí misma, amedrentarla de por vida, habría diseñado con más efectividad este vértigo sin nombre, este rechazo involuntario a quien más quieres. ¿Pero habrá muros de cristal o de metacrilato, distancia suficiente, que impida sentirte encandilado en una obra de teatro? ¿Se van a extinguir los cursos de abrazoterapia? ¿Cuándo serán los parques públicos un lugar donde reunirse, y sentarse un puñado de jóvenes en un solo banco? ¿Cómo puede de ser de frío un mundo en el que la gente se salude con los codos?
Un tiempo extraño nos ha llegado, el de las más grandes pruebas que hasta el momento podíamos haber imaginado, del que nace la necesidad de reinventarse cada uno a sí mismo. Ahora las miradas tendrán que ser taladradoras, para besar con los ojos y hacer el amor con las pupilas a la persona que más amamos. Serán las nuevas expresiones faciales las que expresen todo el cariño que le podríamos dar a una hermana, a unos hijos, a nuestros amigos y a cualquier vecino, con un abrazo en un cumpleaños, en una fiesta, una vez que tomamos las uvas y celebramos el Año Nuevo.
Cesarán los gritos en los campos de fútbol, ahogados por ese frío del asiento vacío, a izquierda y derecha, delante y detrás, y no habrá baile de la comba si no puedes agarrar por la cintura al que tienes delante. Nos parecerá que estamos todos en un hospital, aunque tomemos el sol junto a una fuente de una plaza pública o caminemos por el sendero más perdido de un pequeño pueblo. Seremos guerreros enmascarados que ya no sabremos ni contra qué luchamos, si es contra un virus invisible o enfrentándonos a un destino necesario para que no le hiciéramos más daño del que ya le estábamos haciendo a la Madre Tierra.
¿Cuánto tendrá que nacer de nuestro corazón como consuelo para rellenar este vacío que nos está dejando la pandemia?
Tal vez estábamos tan alejados de nuestro centro, gregarios en ocasiones como un rebaño de ovejas, sin conciencia alguna de darnos con amor al que teníamos al lado, que ahora una ley de causa y efecto que solo se puede descifrar leyéndola entre las nubes del cielo nos obliga a refugiarnos en nosotros mismos, a sentirnos dentro de una burbuja protectora que tiene que estar a un metro y medio de distancia de la persona que más cerca tenemos.
Nacerán islas donde sentirnos náufragos, pero al menos tendremos la satisfacción de que no nos hemos ahogado. Será un extraño proceso para sentir al otro tocando su aura, su emanación de energía, el halo de sus sentimientos, el capullo energético que envuelve a cada ser humano.
¿Es que será también el momento de darnos cuenta de que todo espacio, como el tiempo, es un espejismo de nuestra mente, de que todos formamos parte de un holograma, de un diseño virtual, en el que todo lo que percibimos como realidad es absolutamente equívoco, que ni somos lo que creemos ser, ni lo que nos rodea es como lo vemos?
Digo en alguna de mi conferencias, como ejemplo de la forma equivocada que tenemos de percibir lo que es considerado real, que por más que lo creamos nunca nos hemos tocado, jamás hemos acariciado realmente la piel de la persona que amamos, que incluso cuando nos besamos, nuestros labios no han estado en contacto. Y cuando lo decía, todo el mundo me miraba sorprendido, pensando que decía una tontería. Y luego, apretando con un dedo en un brazo le preguntaba a alguien: ¿te he tocado? Y cuando me decía que sí, le respondía que no, que no lo había tocado, y que ni siquiera lo podría hacer aunque le atravesara de parte a parte con una espada. Después de la incredulidad, de pensar que estaba bromeando, les demostraba, desde un punto de vista científico, que si está claro que ningún átomo toca a otro, porque siempre hay una carga de energía que los separa, por pequeña que sea la distancia, si ningún átomo es capaz de unirse a otro en el conjunto del Universo, ¿cómo sería yo capaz de tocar mi mano derecha con la izquierda? Sentimos la vibración, la energía, la sensación del tacto, y siendo así lo que sentimos, no deja de ser un espejismo, por más que la espada atraviese la carne y surja sangre de la herida abierta. Los átomos no se tocan, la energía que los une es tan poderosa que los envuelve por todas partes, en la constante danza de la dualidad, de la atracción y la repulsión que los mantiene en el sitio adecuado. Todo es un espejismo en la tercera dimensión, porque nada se percibe como realmente es. Así que, si no nos besamos, si no nos abrazamos, lo podemos hacer con la mente, con el pensamiento, con la oración y con el sentimiento. En un Cosmos en el que todo es energía, porque toda materia, por diferente que sea, no es más que manifestación de una energía que en función de su distinta vibración se muestra como una clase determinada de materia, tendremos que recordar que, hagamos lo que hagamos, somos cúmulos de energía interaccionando constantemente en este holograma engañoso que nos fue impuesto para interpretar de alguna forma lo que somos, lo que nos rodea.
La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma, y lo hace a través de reacciones químicas en las que los átomos son los amos intocables de su propio espacio ilusorio, en un tiempo que parece uno, pero que es igualmente engañoso. Por algo dicen los científicos que hay más vacío que contenido, que hay más espacio entre las partículas que las propias partículas. Todo es un vacío insondable y tal vez hay que alcanzar la dimensión del más absoluto vacío para entender el Todo.
Todos somos uno, siempre lo he dicho, así que por encima del holograma virtual está la vivencia espiritual de que todo forma parte de la Fuente, que todo es una unidad inaprensible de la que formamos parte como esencias compartidas, todos y cada uno de nosotros somos fractales del Todo.
¿Acaso no nos sentimos cerca, como si nunca nos hubiéramos separado, de amigos que hace años que no vemos? ¿No los queremos y los recordamos, y por lo tanto los sentimos cerca, como si los tuviéramos al lado? Pues con más razón tendremos que aprender a sentir a quienes pasen por nuestro lado como parte de nosotros mismos, bien apretados, bien abrazados, porque si lo deseamos, nada nos impedirá sentir que esa energía que surge de cada uno de nosotros sí entra en contacto, a diferencia de nuestros átomos que, aunque nos lanzáramos el uno contra el otro, nunca podríamos tener en contacto cada uno de los átomos que forman las moléculas de la piel de nuestros cuerpos.
Todo es tan real o tan irreal como sepamos interpretarlo. Nuestros cuerpos de luz no saben de distancia, y están dentro de nuestro cuerpo físico al mismo tiempo que abarcan la conexión de los filamentos de luz con el más lejano rincón del Universo.
Todo es apariencia, todo es simulación virtual de la naturaleza humana en este holograma que algunos conocen como Matrix, la ilusión de un mundo que fue diseñado para atraparnos, para experimentar con nosotros y para que nosotros pudiéramos experimentar con nosotros mismos. Así que casi nadie se ha dado cuenta, pero estamos confinados desde el principio en un diseño que no es para nada lo que podríamos llamar la realidad. Ahora no sé si se dan cuenta muchos de que se está diseñando “El Gran Hermano”, poco a poco con nuestra anuencia, con esa excusa tan antigua de controlarnos para salvarnos. Todas las grandes catástrofes o amenazas terroristas, fueran reales o en gran medida inventadas o agigantadas, como por ejemplo las armas de destrucción masiva en Irak, que nunca existieron, han supuesto la implementación de medidas tecnológicas de control. A partir de ahora, para ser “salvados” por los que los controlan, sin comillas, en China sus ciudadanos vivirán en su propia piel una película de ciencia-ficción en la que serán monitorizados en cualquier momento a través del móvil. De aquí a cualquier control absoluto, conocido o por conocer, solo hay un paso.
La gran simulación virtual crece a cada momento, con la Matrix de la Matrix así por siempre, como capas de cebolla, sin alcanzar nunca la dentro, como no sea que empecemos a arrancarlas una tras otra. La distopía de George Orwell en su libro, “1984”, ya no es fantasía, crece y crece sin que nos demos cuenta.
Somos Truman Burbank, el personaje que interpreta Jim Carrey en “El show de Truman”, parte de un gigantesco decorado bajo el auspicio invisible de los controladores. Por eso poco importa (así hay que sentirlo, qué remedio nos queda) que esta pandemia no nos permita acercarnos, si uno no se quita la venda y recuerda lo de los átomos, entiende que en la Matrix somos avatares que creemos tener una naturaleza física y encima se permite el lujo de descubrir que al igual que en la ciudad de Truman Burbank, todo lo que se ha construido alrededor de nosotros es un inmenso y creíble decorado, tan creíble que creemos que los laberintos son calles y los destinos son los guiones desarrollados para que los ejecutemos.
Por eso mi esperanza está en que la resistencia, qué palabra más enigmática, sea de uno mismo o de los nuevos partisanos con otros enemigos que no son los nazis de la Segunda Guerra Mundial, la alianza de seres sin vendas en los ojos capaces de destrozar esta rejilla de virtualidad que nos encierra, el verdadero y más atroz de los confinamientos, y acabe de una vez por todas la ilusión, el espejismo, el engaño, el canto de sirenas, que desde siempre nos ha atrapado. Hasta esperanza tengo para salir del confinamiento de las ovejas negras en el redil del confinamiento de la pandemia que nos atrapa en el confinamiento de la Matrix en la que cualquier programación es posible, como la que ahora tenemos. Solo el amor absoluto y con conciencia escapa a las matrices matemáticas que aprisionan, a la cárcel ilusoria creada por cualquier arconte, por fuerte que se crea que es. Quería escribir sobre el síndrome de la cabaña y he terminado escribiendo sobre Matrix y “El Show de Truman”, que piense lo que piense el que me lea, para mí es una misma cosa.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.