Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLII
Las riendas de nuestro destino
José Antonio Iniesta
25 de abril de 2020. Cuarenta y dos días de aprendizaje intensivo, de vida, de supervivencia, de razón y de ensoñación, de prueba física, mental y espiritual como de campeonato olímpico.
No es solo que los deportistas hagan espectaculares circuitos de juegos de niños saltando con el balón, con la bicicleta o con la moto por encima del sofá, de la mesa del salón, por las escaleras, los pasillos, los dormitorios y la cocina, el porche y alrededor de la piscina, o que los nadadores se aten los pies y naden y naden imaginando que ya han llegado las olimpiadas, como lo sueña el atleta que ha colgado las argollas del techo, junto a la lámpara y da vueltas y más vueltas. Los que hacen deporte, los que lo hacen poco, los que casi nunca mueven un palillo de dientes para mantenerse en forma, todos y cada uno de nosotros, hemos montado un circo imaginario en el que nos toca hacer de domadores de leones, de trapecistas y de payasos al mismo tiempo.
En este tiempo de dualidades sorprenden en un control en Ecuador a unas personas que llevaban en el interior de un coche a una persona muerta por Covid-19, simulando que iba dormida, para que fuera enterrada como quería la familia, y al mismo tiempo, en incontables ciudades se han adelantado los carnavales, para anunciar, a bombo y platillo, con disfraces de superhéroes y superheroínas de DC y Marvel Comics, los peligros del coronavirus. Todo está revuelto y más revuelto que la charanga del Tío Honorio: ya se ha confirmado que los felinos, tanto salvajes como domésticos, se contagian como nosotros, los perros se cotizan a lo grande como salvadores de la humanidad ahora por ser el salvoconducto para sacarlos a la calle, al tiempo que otros cánidos, con oficio de policías, son adiestrados para detectar a las personas que estén contagiadas. Todo se despliega por ramales. Personajes de tebeo invadiendo las calles y drones de todos los gustos para controlar a los que se saltan el confinamiento, sea en la playa, en un bosque o en un parque, para fumigar a diestro y a siniestro, y hasta para detectar con sus cámaras de tecnología de última generación a los que tienen una elevada temperatura.
El Gran Hermano viene ya en forma de perro, de dron y de mutante con capa y traje ajustado. El “no va más” y “el más difícil todavía”. El surrealismo más sorprendente ha invadido esta programación de Matrix de tres al cuarto. En Bolivia ya se ha puesto en práctica la cabina desinfectante natural con hierbas naturales. Wira Wira es el nombre de este producto milagro del siglo XXI, y más gorda todavía es la nota que ha dado el que sin duda, ya por méritos propios y más que consumados, se puede declarar en el récord guinness del día de la estupidez en todo el mundo, aunque a poco que se investigue seguramente que podrá ser declarado el tonto más tonto y más peligrosamente tonto de todos los tiempos. No podía ser otro más que el de siempre, Donald Trump, atleta olímpico de la tontuna mundial, al que ayer vi en las declaraciones históricas de la estulticia, del disparate absoluto, de la paranoia más descabellada, cuando en su habitual comunicado ante los medios de comunicación más importante de Estados Unidos se le ocurrió la feliz idea de sugerir que ya que el coronavirus desaparece en un minuto de las manos al echarles desinfectante, y que además se había comprobado que la luz ultravioleta lo eliminaba, se podría inyectar desinfectante en los pulmones de los enfermos, y con la misma genialidad, meterles esa luz bajo la piel. No me quiero imaginar los que se van a intoxicar a partir de ahora tras ver esta desconcertante rueda de prensa.
Si no fuera porque esto es real aceptaría ya de pleno que nos hemos ido de cabeza a una realidad paralela en la que triunfan por encima de todo los más descerebrados del planeta.
Adiós a la sustancia a gris, para qué las neuronas, al carajo la inteligencia artificial, si todo la big data del planeta Tierra la tiene Donald pelopaja en su cabeza, en su enorme cabeza.
Santo Dios, que alguien nos rescate de este planeta. Con razón aquel chiste de que no hace falta buscar vida inteligente fuera de la Tierra, lo realmente complicado es encontrarla en la propia Tierra.
Entre las estampitas y relicarios que recomendaba el presidente de México, aparte de ir a los restaurante a comer y cenar, actos y declaraciones que vi y escuché personalmente, los intentos sistemáticos de Bolsonaro de impedir el confinamiento, que se diera importancia al contagio, increpando a los periodistas, cuando ahora ya se están cavando fosas comunes para enterrar a los que mueren en Brasil ante el colapso de las funerarias, y entre las bolsas de basura que se han tenido que utilizar en España, para escarnio y vergüenza pública, sea responsable quien sea, me parece que, solo como botón de muestra, que podría hacer una relación de aquí hasta Jueves Santo, tenemos más que motivos para tener esperanza y más esperanza, y sacarla de donde sea, para ver si de una dichosa vez este mundo recobra el juicio.
Muchos elevan el grito diciendo que por qué no vienen de una vez los extraterrestres y nos ayudan, y nos libran de tanto malvado, pero ¿cómo van a venir quienes estén fuera, si no hay más libre albedrío, naturaleza humana y ley de vida que el que seamos nosotros mismos quienes nos saquemos las castañas del fuego? ¿Hasta cuándo vamos a permitir en el conjunto de la humanidad que nos gobiernen los títeres, las puras marionetas, movidas por los hilos de los siniestros amos del mundo, aquellos que gobiernan en la sombra desde los tiempos más pretéritos?
Esperanza quiero tener para que este ejercicio de cordura, tras la locura, que supone la pandemia, la que nos está poniendo las peras a cuarto, nos abra los ojos con dolor, y con pinzas, para tenerlos bien abiertos, y nos ofrezca la oportunidad de preguntarnos qué estamos haciendo en este mundo para que en esta relación de karma-dharma, de ley de causa y efecto, de yin y yang, de “donde las dan las toman y callar es bueno” estemos todos para ir derechos al psicólogo. ¿Qué dejación de nuestras facultades, de nuestro poder auténtico como seres humanos, hemos hecho para que nos gobiernen por todas partes seres con tan poco tino para enderezar el tortuoso camino de los seres humanos, cuando no son ellos mismos los que lo tuercen con inagotable esmero?
Esperanza quiero tener para que el punto crítico llegue al nivel más intenso para que de una vez por todas dejemos de tener una batalla campal en la política nacional, que nos está provocando sonrojo a los que todavía miramos con cierta serenidad la sociedad en la que vivimos. Esperanza quiero tener para que algún día los ciudadanos no elijan a seres tan depravados que sugieran inyectar desinfectante en los pulmones o que se jacten de que no van a dejar un centímetro cuadrado de tierra a los legítimos herederos de una tierra ancestral como son los indígenas. Que no den órdenes de acabar a tiros con un ciudadano por saltarse el confinamiento o que no abandonen a su pueblo para irse al otro rincón del mundo a un hotel de lujo con sus concubinas a tiempo parcial y de lujo.
Sin duda, esta pandemia se está volviendo una terapia de choque, una programación virtual con apariencia física de lo mejor y lo peor de cada familia, aquella vieja historia de radio patio, de airear la ropa sucia, un puro reality show a gran escala en el que cada uno de los ciudadanos del mundo somos los invitados. Un laboratorio de pruebas de la conciencia en el que se nos ha dado la oportunidad de sacar adelante la más pura solidaridad o un fusil de asalto. Todo es tan intenso, tan extraño y contundente para sacarnos de quicio, para romper nuestros esquemas, que me recuerda cuando hice el servicio militar en la COE, Compañía de Operaciones Especiales, boinas verdes, con pura educación militar de guerrilla, concretamente como ejército de contraguerrilla, de esos que llevan el traje mimetizado, la cara pintada de negro y munición y armamento hasta en los dientes. En una de las clases que nunca olvidaré, un sargento, el mismo que en otra ocasión me amenazó en unas maniobras con cortar la cuerda que me sujetaba al borde de un abismo, para que me despeñara, así por las buenas, nos enseñaba, tan pancho, la forma de sorprender al enemigo por detrás y clavarle la bayoneta en el corazón sin que hubiera hueso alguno en el pecho que lo impidiera. Me quedé en estado de shock y esa tarde, como antídoto para liberarme de la locura, me fui a una librería de la Laguna, en la isla canaria de Santa Cruz de Tenerife, para hincharme a comprar libros de mi admirado Jorge Luis Borges. Todavía tiene escrito uno de ellos mi receta escrita para conservar la cabeza en su sitio, como ahora lo hago en tiempos de pandemia, que nos somete a una presión impensable hasta hace unos meses, en este suplicio de luchar por no morir, de conocer las cifras de esta tómbola maldita que es el azar, que siempre digo que no existe, este destino que se fija en la persona que se la va a llevar para siempre.
Y pensaba esta mañana, con uno de los escasísimos, casi nulos, arrebatos de felicidad, o de cierta conexión con lo más hermoso de la vida, que hasta hace poco tenía en tantas ocasiones, que al fin y al cabo la vida es una gran aventura de aprendizaje, que con esta crisis mundial estamos haciendo siete cursos a la vez de una carrera interminable, y no de mover las piernas, sino de clase de universidad de la disciplina del sufrimiento, que se crea o no, siempre ha sido la fuente más intensa y rápida de aprendizaje, por más que nos duela, la que realmente marca, cicatriza, graba a fuego, remueve y deja un vacío para llenarse con algo nuevo. También es verdad que con la vida contemplativa, la de los místicos, se alcanza más sabiduría en un segundo que cien años dando tumbos por la vida, ¿pero cuántos tienen la capacidad para encontrar su momento zen, recibir el billete de acceso gratuito al Kuxam Suum, “el cordón dorado de luz que comunica”? ¿Cuántos se atreven a aceptar esa caída al vacío, de infinito vértigo, que supone salir del cuerpo físico y viajar con el cuerpo de luz, el etérico, hasta los archivos akáshicos, donde todo es revelado, absolutamente todo lo que uno pueda imaginar y hasta lo que es imposible de imaginar? Así que los humanos seguimos en la tortuosa senda de las caídas antes de levantarnos, en el tropezón cíclico que podría marcarse con una cruz roja en el calendario de los vicios, de las dudas y de las vanidades.
“Arrieros somos y en el camino nos veremos”, decimos, y aunque lo hacemos cargados de razón terminamos rodando por la cuneta una y otra vez, sin aprender que si pasamos sin mirar por encima de un socavón nos caeremos de boca como nos pasó la vez anterior. Y esto es la esencia de este viaje iniciático, pandémico y vírico, a la espera la muchedumbre de ese maná en forma de vacuna que supondría el final de la pesadilla, sin preguntarse cómo encontrar la solución para que cese la pesadilla que va más allá de la pandemia para millones de seres humanos antes y después de que comenzara esta crisis. Para otros muchos desheredados de la vida, incontables, se suma a la pandemia el hambre cada día, la lucha por sobrevivir y no ser asesinados en una favela, en un gueto de cualquier ciudad convertida en estercolero, o que no te peguen un tiro en una avenida lujosa de Estados Unidos sencillamente porque naciste con piel negra. ¿Qué pesadez cargará sobre los hombros de los desheredados del mundo oleadas de paludismo, cloacas de detritus pasando por la misma puerta de la chabola donde viven, las mujeres que son víctimas de trata de blancas, los niños que desaparecen y sabemos que muchos son asesinados para utilizar sus órganos, tanto y tanto marcado para toda la vida por legiones de pederastas, muchísimos de ellos vestidos con sotanas, que encima no darán con sus huesos en la cárcel?
La guerra de la yihad islámica, que nada tiene de santa, descuartiza a seres humanos, convierte en figuras de cera sin sonrisa a mujeres con el rostro tapado por un burka. Los guerreros del apocalipsis no están en las páginas de la Biblia, sino en los relucientes despachos que gestionan la venta a gran escala de armas, que trafican con diamantes de sangre, que crean paraísos fiscales, para que luego, desde altos ejecutivos a prósperos políticos de puertas giratorias, de magnates del petróleo a reyes con escopetas que van cazando elefantes, se laven las manos como Poncio Pilato y de paso, millones de dólares, que provienen de la compra y venta de todo lo que es materia prima de cada territorio, y por lo tanto patrimonio legítimo de todos los seres humanos, salvo que alguno de ellos viviera en el cielo, incluidos los pobres que se mueren de hambre.
Ningún virus, sea virus o mensajero de las células, los propios transmisores de códigos genéticos que han influido en la evolución del ser humano, que eso lo sabrá realmente la ciencia del futuro, podrá ser acusado de pederastia. Todavía no se ha descubierto que alguno de los familiares del clan de los coronavirus haya sido pillado con las manos en la masa de la evasión fiscal. Ninguno de ellos forma parte de la trama criminal, de la que cada vez existen más pruebas, de empresas químicas y farmacéuticas, en esta gran mentira sostenida de que los fármacos curan, cuando se tapan los datos de los millones de muertos que se llevan a la tumba y de los incontables efectos secundarios que provocan.
La gran mentira ya no se sostiene, salvo que sea con balidos de oveja y rebuznos de burro, valga la metáfora, con el inmenso respeto por adelantado a todas las ovejas y burros de este planeta.
Así que ya está bien de tantos lobos que vienen a comerse, por cierto, de nuevo en la metáfora, a las ovejas, que el mayor peligro de esta humanidad no es ni lo será nunca un virus, por más terrible que sea el daño que produzca, sino el “gobiernovirusoscuro” que sigue moviendo sus hilos de mil y una formas para sembrar miedo, crear pobreza, provocar guerras, intoxicar con pura química el cuerpo humano, producir a gran escala alimentos transgénicos y llenar sin cesar el planeta de contaminación de combustibles fósiles. Este es el virus que nos corroe las venas, que está detrás del asesinato masivo de indígenas, el que incendia el pulmón del planeta, el que pervierte y soborna, el que corrompa y manipula cuanto sea manipulable.
El coronavirus es peligroso, lo es hasta una pluma que nos cae de punta en un ojo, pero el peligro está en el ser humano que se aprovecha de la riqueza de un país indebidamente y desprotege a un sistema sanitario convirtiéndolo en carne de cañón ante un contagio de esta envergadura, el que organiza guerras en un tablero de ajedrez de suntuosas mansiones que hacen pequeñas a las mafias, los que mueven los hilos de las empresas farmacéuticas y de armamento, los que nos consideran a los seres humanos peones de un juego en el que la norma de toda la vida es masacrarnos.
Los asesinos de este mundo no tienen rozados los cuellos de la camisa, usan guante blanco y los podemos ver cuando queramos en la Wikipedia. Ojalá esta pandemia y todo cuanto nos aterroriza nos ayude a comprender que de una vez por todas tenemos que sujetar con fuerza las riendas de nuestro destino. Para conseguirlo, alimento con todas mis fuerzas hasta la última de mis esperanzas…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.