AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XLV

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLV
Confinado dentro del propio confinamiento
José Antonio Iniesta



28 de abril de 2020. Cuatro y cinco, cuarenta y cinco, la última bola de este bingo del calendario que va saliendo para matar el tiempo a destiempo, desorientados en ocasiones y con una sensación de que fue hace años cuando se inició esta cuarentena. ¿Quién nos iba a decir un catorce de marzo, cuando nos levantamos, que al día siguiente íbamos a iniciar el que sin duda es el proceso más extraño que colectivamente estamos viviendo desde hace décadas todos los españoles?
Espejismo, un total espejismo, me sigue pareciendo este vuelo en sueños, como cuando nos vemos volando por encima de un paisaje con el miedo a caer a tierra en cualquier momento.
Menos mal que spotify me libera con su música interminable, desde que me levanto hasta que me acuesto, y esta catarsis de escribir sin cesar ahuyenta esa sensación de hastío que de vez en cuando se cuela por debajo de la puerta.
Así que pienso en tantos confinados que a lo largo de la historia, por voluntad propia o porque les fue impuesta, se vieron encerrados en torreones, en cárceles, en lujosas mansiones, en antros oscuros, y escribieron grandes obras literarias que ahora deleitan a tantos lectores.
La vida de todo escritor es de alguna forma un confinamiento constante, lo haga en su casa por pandemia o sin pandemia, o vaya por la calle, que todos los escritores y escritoras somos hombres y mujeres burbuja, tan lejos del mundo que nos rodea como en ocasiones de nosotros mismos.
En el fondo se me antoja que lo que estamos viviendo es un viaje iniciático a marchas forzadas, ahora que escucho un cuenco tibetano con ese golpe sonoro que parece que me entra por el chakra ajna del entrecejo, el del tercer ojo, y me sale por el sahasrara en lo alto de la cabeza, en toda la coronilla que me conecta un puñado de horas al día con la Fuente y por eso salen los textos de carrerilla.
Pasarán mil años y algún avezado descifrador de enigmas literarios descubrirá de qué forma, con el aparente sarcasmo de una crónica en blanco y negro, como me dice mi amiga Sagrario desde Ecuador, lo que hago es dejar un retazo bien amplio de lo que está siendo uno de los momentos más truculentos de la historia humana del siglo XXI. No hay concesión al pesimismo, porque es el propósito de esta serie de crónicas del Ave Fénix, el que siempre resurge de sus cenizas, a las que se unió el nuevo parto de los poemas del Ave Fénix, con la misma martingala, pero en verso.
Tal vez en el futuro se den cuenta de que siendo narrativa es, en el fondo, poesía, es decir, narrativa poética con su propia melodía secreta. Será cuando a alguien se le ocurra transformar las frases, en evolución de las octavas, en compás de notas de una sinfonía con semblante de crónica amarga y al mismo tiempo esperanzadora, porque no hay relato verdadero si no tiene un acercamiento a los dos lados de una misma realidad, sea cual sea el argumento.
El lumbreras de turno descubrirá que en uno de los últimos capítulos de este libro escrito y publicado en tiempo real, con más de trescientas páginas, hay una frase que está formada por títulos, títulos auténticos y originales, del cantante que más me gusta, me fascina y me embelesa, que teniendo apodo de mono, concretamente Macaco, es un auténtico mensajero de ese verbo florido y dimensión de luz que a su vez es rebelión y pura resistencia de los que heredarán este mundo algún día.
Con el tiempo se entenderá que cada relato es como una cebolla, con sus incontables capas, con frases muy largas, lo que es parte de esa melodía secreta, ese mantra que guarda, como el que ahora está sonando en el dichoso spotifty, que no se cansa por más que escuche sin cesar música chamánica, étnica, de la naturaleza, de himnarios de la ayahuasca, de instrumentos rituales, como el que de nuevo empieza a sonar ahora y me martillea por enésima vez la glándula pineal, que siempre la he tenido más que activa o revuelta desde que tengo uso de razón, y desde que antes de caminar me metía dentro de la chimenea de mi casa de nacimiento en la calle Virgen, 5 del barrio de San Rafael, la antigua judería, de un pueblo de La Mancha, Hellín, de cuyo nombre me acuerdo a todas horas. Ahora trato de descifrar por qué no se me metió ni un ápice de sangre de Sancho Panza en las venas y toda se me vino de Don Quijote, porque así me veo a todas horas, luchando tanto con gigantes como con molinos de viento.
Estas crónicas son una terapia, un desfogarme a tumba abierta, con cajas destempladas, a pecho descubierto, como Kevin Cotsner en “Bailando con lobos”, que me recordó por enésima vez que habiendo nacido en Hellín tengo mi memoria celular con el genoma de eso que llaman indios o pieles rojas.
Me encanta escribir la palabra esperanza, y hacer titilar estrellas en la conciencia de quienes resuenan a diario con estos textos escritos a corazón abierto, como lo hacía Jacobo Grinberg cuando ayudaba a la gran chamana Pachita, mediadora siempre del gran espíritu de Cuauhtémoc.
Cada crónica pretende mostrar la visión con la que escribo cada día, sin dejar de rellenar al menos media docena de páginas de noticias sobre el coronavirus desde que me levanto hasta que me acuesto, con este deseo compulsivo que surgió desde el primer día para descifrar lo que para mí es un gran enigma.
Me alegra en lo más profundo de mi corazón que mi amiga Paquita, que ya no sé de dónde saca tantas lágrimas de sus ojos al cabo del día, atribulada por esta desazón que de una u otra forma nos conmueve a todos, me diga que mis palabras le transmiten paz, que en este baile de las olas que son las frases en su constante marejada de pleamar y bajamar encuentra la armonía que necesita para seguir teniendo esperanza, y soportar con más fuerza cada pesado día que cae al levantarnos todos como una losa.
En mi caso, hace como quince días que las pesadillas que me atormentaban, toda una enseñanza de las energías que se estaban cruzando, a las que se unió una dantesca visión que nunca olvidaré una tarde de Viernes Santo, se han convertido en sueños hermosos, y hasta mágicos por ser lúcidos, si es que la magia no se manifiesta sin haberme dormido siquiera, y entonces viene eso que es indescriptible y en lo que casi nadie cree, que entra en el territorio sagrado del prodigio y el milagro.
Agradezco el comentario diario de José, “joven” inquieto en su nivel de “tercera juventud” que lleva el paso de los días con tanto aplomo y tanta cultura, vertiendo en su alma inquieta la música interminable, los tochos de libros y esa curiosidad que solo tienen los seres para los que el conocimiento es una fuente de agua vivificante de la que hay que beber a todas horas.
María del Mar me da brillo a los ojos, como siempre, porque se entrega a una de las labores más hermosas a las que se puede dedicar un ser humano, que es devolverle la salud a los que la han perdido, como hace, a muchos kilómetros de distancia, otro ser maravilloso que aunque se manifiesta con pura luz tiene también forma de carne y hueso como ser humano es, recorriendo igualmente pasillos y estancias de hospitales transmitiendo esa gracia en todos los sentidos, no solo por su acento sevillano, sino porque el don de sus manos se expresa en cada movimiento que haga para curar tanto el cuerpo, como la mente y el espíritu, que es el ardid secreto y oficio discreto de la angelical María del Mar, que es como un hada caminando entre seres humanos.
Nuria, que me llevó a descubrir la grandeza de los campamentos saharauis, que tantas veces me ha mostrado la belleza de un bosque magnífico en tierras de Xátiva, sigue estando ahí después de tantos años, demostrando que la amistad verdadera está más allá del tiempo y del espacio.
Y en esos derroteros confusos que ahora se trazan alrededor de la Sagrada Familia está un resplandor de luz llamado África, a la que se le está poniendo el pelo plateado, la mirada violeta de cuarzo amatista y vive con un perro llamado Orión, que tiene más de humano que muchos que creen que por tener un DNI, dos piernas y una cabeza rechoncha, forman parte ya del género humano. Aparte de sembrar luz allá por donde pasa, de trocear a bocados cualquier estructura oscura que se tercie, se atreve a salir en estos días de confinamiento para ayudar a los desheredados de la tierra, los indigentes que todavía habitan en los rincones más extraños de las calles de Barcelona. Y une a su desolación al descubrir que hay más tontos, ciegos e intolerantes a su alrededor que pelos tiene en la cabeza, ahora que nos tendría que haber unido absolutamente a todos la pandemia, una nueva y desconcertante pesadilla, la existencia en estos días, en los que todo es tan raro, de un asesino en serie que en esas mismas calles por las que África se mueve se dedicaba a matar a los mismos indigentes que ella trataba de alejar de las calles. ¿Alguien me puede negar que es inagotable esta danza entre la luz y las tinieblas?
¿No es en verdad todo lo que está pasando un viaje iniciático para aprender algo? Entre tanto deambular de lo absurdo, asumiendo el riesgo de perder la vida, mi amiga Isabel, en los ratos en los que cuelga el EPI y la mascarilla, me cuenta sus conexiones con los reinos de la Luz que a cada momento se le manifiestan, caminante de dos realidades al mismo tiempo, como es propio de su condición de ser de luz, uno de los más puros y sorprendentes que he conocido en mi vida.
Sus visiones extáticas, con x, que ella no está quieta ni un minuto, como madre e hija que es, y dadora de vida en un hospital, son de manual como el que conocía Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y sin embargo, como África, siempre en un tren bala en las múltiples esferas, pasa desapercibida entre el común de los mortales y ambas pasean a su perro como cualquier otra persona.
El puro cúmulo del agradecimiento es Marisol, de ojos acristalados, que a pesar de que el destino, ese mal viento de la vida, le ha colgado a la espalda una mochila gigantesca de calamidades, afronta la vida con esperanza, no exenta de temores y amarguras, y se convierte en pura manifestación de generosidad y de ternura.
Con estos seres, como Lolita, que es entrega desmedida, kundalini manifiesta a todas horas, una vibración de exaltación en la que jamás se manifiesta la congoja, y aguanta las lágrimas para convertirlas en riego de semillas de las siembras de todos los que la tenemos tan cerca, sea en el plano físico o en el del pensamiento, cómo puedo olvidarme de escribir estas crónicas, sin cesar, incluso en estos siete días en los que no he descansado, que no he parado de hacer lo que siempre hago, pero en silencio, alejado del mundanal ruido, dándole tiempo a mi corazón y a mi alma para que, confinado dentro de mi propio confinamiento, pueda ir encontrando más piezas de este gigantesco rompecabezas llamado pandemia.
El cuenco tibetano me sigue taladrando el chacra ajna, el que no se me cerró desde que descubrí la verdadera esencia de la vida a pocos metros de la ventana del Barranco del Judío, junto a la que en primavera, como lo hago ahora, veía los círculos de los vencejos, escuchaba sus silbidos de caza de insectos y me entregaba a la observación de los campos más sutiles y más asombrosos que puedan ser conocidos en el Cosmos. No me extraña que entre el sonido del cuenco y esta trompeta tibetana que ahora escucho se me haya ido la cabeza a las semillas estelares que me encuentro por todas partes, las que saben que lo son y las que todavía ni se han enterado de cuál es su misión en la vida. Y como si hubiera durado un suspiro ya he llegado a la sexta página, y todo para alegrarme una y mil veces porque nadie de mi familia se ha contagiado con este dichoso coronavirus. Solo por eso ya es motivo para dar gracias a Dios setecientas setenta y siete veces, y ya nada me importa que se lea o no se lea lo que escribo, como le decía a Joaquín, que hace un rato me escribía, asombrado ante tan prolífico legado, que en su opinión estaba petando las redes sociales, y que yo considero más para los tiempos futuros que para los del presente:
“¿Te llena aunque solo sea una palabra que escriba? Pues eso es lo importante. No pretendo petar nada, solo colaboro con mi grano de arena, aunque sean muchos, para suavizar esta inmensa tragedia que nos ha caído encima. Tan sencillo como eso. ¿Conoces a alguien que regale tanto, sin pedir nada a cambio, a manos llenas? Pues esa y solo esa es mi misión en la vida, darlo todo sin pedir nada a cambio”.
Y cuando me respondía “Nadie. La gente no está por la labor”, le añadía: “Qué le vamos a hacer. Yo bastante tengo con ser coherente con lo que me dicta la conciencia”.
O como le decía a Sagrario respecto a estas crónicas: “En estos días he aprendido a desprenderme incluso del absoluto resultado de estos actos, que nada me pertenecen. Yo siembro el grano, es responsabilidad del destino que crezcan las semillas o que se las coman los pájaros. Con escribirlas ya he cumplido…”.
Ha llegado un tiempo de extraña felicidad en el silencio interior, que no se corresponde con la que busco sin encontrarla en tanta crispación de esta sociedad que cada vez entiendo menos y que cada día que pasa, menos me gusta. Una libertad inabordable que me concede la oportunidad de escribir lo que siento sin esperar ni siquiera respuesta, porque anhelar una compensación, lo tengo comprobado, casi siempre provoca desaliento. El apego a cualquier cosa te mata por dentro, consume lo más bello que uno lleva en su interior. Vivir para los demás, pero sin estar con ellos, es la acción impecable de eso de “juntos, pero no revueltos”. Mi nota discordante en un mundo medio loco, o loco entero, encaja a la perfección en el conjunto de la sinfonía de todas mis notas discordantes. Sin querer dañar a nadie, pero sin esparadrapo suficiente para poder sellar mi boca, seguiré sembrando estas semillas de luz que tantas personas me dicen que alivian o despiertan su conciencia. Aunque solo sea por aquellos que están al otro lado de esta pantalla hay que seguir alentando la llama inagotable de la esperanza. Creo en el ser humano. Aunque no me lo dicta ni la mente ni los hechos, mi alma nunca dejará de creer en esta maravillosa especie que es también ramal de creación de Dios, estirpe de seres peregrinos de una evolución infinita y constante.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.