Año Mago Espectral Blanco.
En la Santa Casa de Salud, escuchando los cánticos sanadores de Clara, me dejé abrazar por el guardián, el perro, como había ocurrido en la selva de México y en la propia Sakkara, la escuela ancestral de conocimiento de Egipto.
Muchos otros seres habrían de abrazarme en esos días, de toda índole y condición: seres de la naturaleza, guardianes de los árboles, ángeles y seres físicos, como mi joven amigo Xavier, mi guía en la selva en busca del sucuri que nunca encontramos, la temible anaconda, que sencillamente te estrangula y te devora. Puro indio apuriná, que aún no ha cumplido los once años, es uno de los seres más cariñosos que he encontrado en mi largo peregrinaje, mi gran amigo para siempre. Era como si la vida me compensara por mis desvelos. Tanto he amado a los pueblos indios que tenía a un niño, puro indio, como compañero de aventuras, abrazándome a todas horas por la cintura, por más que fueran tan distinta nuestras cultura, nuestras raza y nuestra lengua.
Sus padres adoptivos, Fátima y Roberto, brasileña de Río de Janeiro y argentino de Mendoza, respectivamente, lo arrancaron desesperadamente de los brazos de la muerte, de la malaria y la desnutrición, de la locura de su madre, que lo abrazaba sin cesar antes de morir irremediablemente.
Aquí, como en ningún otro lugar, he comprobado mi experiencia visionaria bajo un obelisco egipcio en el corazón de Roma, y las palabras de mi gran amigo Guillermo Hernández, colombiano, sobre la unión de los códigos de luz con la unión de la sangre a raíz de la conquista.
En estas cabañas caboclas, con fusión de sangre de blancos, negros e indios, se unen además seres de todas las lenguas, de todas las culturas, de todos los países, y lo que es más curioso, de todas las tradiciones y religiones. Como después descubriría, cuando las puertas se abrieron, esos códigos de la geometría sagrada viajan por todas partes y están grabados en las vestiduras de los seres de luz que al otro lado bailan y bailan, cantan y cantan, con los devas y seres mágicos de la naturaleza.
Y junto con Bali y Antonio, mis guías en este inolvidable viaje, la familia luminosa y tierna de Fátima, Roberto y Xavier, mi indio preferido apuriná, compartí los aromas de las verduras y el crujir entrañable de la cabaña con Milianie, una joven con la sonrisa más enigmática que alguien pueda imaginar, pura Monalisa de la selva. En esta magia del destino iba a descubrir su esencia también vinculada a Shambhala, como mi gran amigo el guardián del fuego y portador de la bandera de la paz, Óscar Tinajero, tan lejos ahora, y tan cerca en el corazón, en otras tierras, después de su peregrinación por la India y Nepal. Milianie, sobre una bicicleta trotamundos, también había recorrido varios países hasta llegar allí, a esa cabaña, donde compartimos tantas lecturas de poemas, suyos y míos, con la bandera de la paz de Nicholas Röerich. Qué mundo maravilloso de sincronicidades.
Fue verdaderamente emocionante encontrarme con tantas personas en plena selva que conocían su firma galáctica, su conexión con el sincronario de Trece Lunas, que proviene del calendario maya. De algunas de ellas supe su esencia cósmica sin ver siquiera su rostro, cruzándonos en oscuros senderos de la mata, de la espesa jungla. Era increíblemente sugerente conocer la esencia de su ser sin saber siquiera cuál era el color o la forma de sus ojos. Nunca como entonces me sentí tan extrañamente cerca de una familia galáctica unida por invisibles lazos, los del Orden Sincrónico. Y precisamente todo ello durante mi onda encantada, mi secuencia de trece días de la onda encantada del Viento. La última vez que había ocurrido esto en lo más profundo de una selva fue en territorio sagrado maya, en México. Ahora parecía repetirse la historia. Entonces recibí un bastón sagrado. Aquí habrían de entregarme otro no menos mágico, un gran trozo de jagube (entraña masculina de la que se obtiene el Santo Daime), que en su interior, respondiendo a la magia del Cosmos grabada como prueba en la biología de la liana, guarda la estrella de seis puntas, el enigma de las siete luces. Sólo este trozo de liana me daría para desarrollar la más mágica enciclopedia de la geometría sagrada, del movimiento de la luz en el Cosmos y la unión de los opuestos, el baile sagrado del Macrocosmos y el Microcosmos, la esencia del corazón de Arcturus…
Siete aventureros de tantos otros mundos compartimos aquel hogar en lo más profundo de la selva, durante nueve días, que fueron eternos… De hecho, con la magia del misterio, del misterio que surge del corazón del jagube y de la rainha, sólo necesito desearlo y ya estoy allí de nuevo. Y no es un símbolo, ni una metáfora…
Cuántos saltos al vacío di en ese tiempo. Además del misterio del kambô, muchos fueron los viajes chamánicos, los desafíos, como el de aquella noche, en que caminé en completa oscuridad por la selva, descalzo, sin temor alguno a las cobras, como aquí llaman a las mortíferas serpientes de vivos colores cuya picadura puede matarte. Todas las raíces de la selva que se cruzan, unas sobre otras, parecen serpientes en la noche, como lo parecen las lianas, el cipó, que ascienden en espiral, que se retuercen y van de un tronco a otro. No negaré que el corazón parecía que se me fuera a salir por la boca. ¿Y si no conseguía regresar, y si se me estropeaba la pequeña linterna con la que me iluminaba en aquel laberinto en el que todos los animales del mundo chocan contra tu rostro, te pican el cuerpo, se meten entre tu ropa o aletean rozándote el rostro? Uno de los más grandes y espectaculares capítulos de esta historia fue el encuentro con el rascacielos de vida, la gigantesca ceiba cuyas últimas ramas no conseguía ver claramente, de tan lejos como habían llegado en su búsqueda del cielo. ¿Quién podrá imaginar aquel edificio gigantesco de vida, que la primera vez que lo vi hizo que me hincara de rodillas y llorara de emoción contenida?
Completamente solo, y sin la más mínima protección, con unas simples chanclas, tal como sentí el impulso, me adentré en la selva y allí me postré frente al altar de la naturaleza, uno de los lugares más mágicos y sobrecogedores que he visto sobre la faz de la Tierra. Me situé en el centro de la estrella grabada en el corazón de la jungla y apagué mi linterna. Poco me duró el pensamiento de lo que ocurriría si no era capaz de volver a encenderla. Sencillamente hubiera sido imposible el regreso. Una lluvia de flores de color violeta caía sobre mí, y aunque todo estaba completamente oscuro, pues a la espesura amazónica se unía prácticamente una luna nueva, podía divisar el gigantesco tronco de grande como un edificio de no sé cuántas plantas. Soledad, oscuridad, una ceiba descomunal, y luego mis pies descalzos, y el silencio, y millares de insectos que en total impunidad me envolvían por completo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo en varias ocasiones. ¿Qué animales se movían entre las ramas, con crujidos sordos, qué otros se movían en el lecho de hojas muertas? Lo que sin duda parecería una temeridad era de nuevo el coraje, una nueva prueba chamánica que provenía de lo más recóndito de mi mente. Estaba indefenso ante cualquier cosa que pudiera ocurrir en la noche. La selva no es un juego, pues sencillamente te juegas la vida. Muchos murieron en aquellos lugares: serpientes, fieras, quién sabe qué emponzoñados insectos, sabiendo, como sabía, que toda clase de hormigas se movían rozando mi cuerpo, algunas tan terribles que son capaces de provocar tremendos dolores cuando pican y la paralización de miembros enteros.
Mi entrega era absoluta, pues quería que la selva me reconociera como un aliado. Así lo sentía y así lo hice. ¿Cómo iba a descubrir sus secretos, hacerla parte mía, y ser yo parte suya, si la rechazaba con miedo, creando la distancia? Puse mi frente sobre la tierra, sintiendo el movimiento incesante de millares de insectos a mi alrededor, y llamé a la gran ceiba, al espíritu guardián que habitaba en su interior. Por si no era bastante la amenaza de las serpientes, la descarga de adrenalina que provoca la absoluta oscuridad, el movimiento de millares de seres vivos en un solo metro cuadrado de espesura en el Amazonas, estalló una tormenta. Los relámpagos iluminaron aquel paraje de otro mundo. Para mi sorpresa, ni una sola gota caía sobre mi cuerpo, aunque veía el agua caer a mi alrededor. Era algo realmente prodigioso. La copa de la ceiba, de la gran abuela ceiba, allí en las alturas, rozando el cielo, era tan espesa que me protegía de la tormenta. De verdad que parecía que estuviera en otro mundo, en el centro de una estrella de cinco puntas, el mismo símbolo que me fue concedido en la visita al retiro etérico de Kinich Ahau, la gran biblioteca de las tablillas de oro de la pirámide de Uxmal, en el Yucatán, México. Y frente al cruzeiro levantado a los pies del monumental tronco, el rascacielos de vida, el altar de la naturaleza.
Fue entonces, cuando crucé el puente sobre el vacío de eso que podría haber sido el puro pánico, cuando me atreví a pedirle a la abuela ceiba que me revelara sus secretos. Y para su sorpresa, en aquella loca noche chamánica, lo hizo, con toda claridad, y en la lengua de la tierra, en perfecto portugués, con una palabra de la que ni siquiera podría llegar a imaginar la importancia de su significado, crucial para entender el Santo Daime, fundamental a la hora de definir el concepto de unión espiritual que genera Juramidam, la esencia crística que se revela al tomar el Santo Daime.
Ligaçao, me dijo, y lo escuché con tanta claridad… Al día siguiente Fátima y Roberto me explicarían el amplio contenido espiritual de esta palabra, fundamental para comprender la unión de los seres con el creador, la unión del hombre con el cielo, y la relación entre los hombres y mujeres a través del espíritu, por medio de una inmensa red de luz, de hilos dorados, que después tendría la oportunidad de ver, cuando atravesé las puertas de la ciudad de luz con los ojos abiertos.
Pero esa noche, antes de que los seres humanos pudieran explicarme qué significaba en portugués la palabra ligaçao, y qué suponía para los habitantes de Mapiá, la ceiba me explicó con detalle su significado, y me reveló una información que también daría para muchas horas de explicación, sobre la estructura del hombre, del árbol y de la estrella de cinco puntas, sobre la unión de macrocosmos y microcosmos, sobre el crecimiento de las estructuras y las dinámicas de unión del cielo y de la tierra. Perplejo estaba allí, arrodillado, rodeado por una lluvia que no mojaba, bajo una tormenta que no me perturbaba, rozado por millares de animales que no me dañaban, sobre un lecho de flores violetas que parecían transmutarme, bajo un árbol tan alto como los más grandes edificios de una ciudad, y en una selva bien espesa del Amazonas que sentía ahora como si fuera mi hogar. Extraño comportamiento sin duda el mío, una imprudencia para muchos, quizás, un desvarío de la razón para alguien, pero los desafíos chamánicos no se ajustan a razón alguna, sino a otra lógica, que navega con reglas precisas y propias en el mar de la conciencia, del que ahora, por cierto, empiezo a recibir las cartas de navegación precisas, con todas sus trayectorias.
Por si tenía una mínima duda sobre lo que significaba ligaçao, la ceiba me mostró el “cable” que unía el cielo con la tierra, Macrocosmos con Microcosmos, la copa con las raíces, una liana finísima y perfectamente recta, que venía desde lo alto de la copa, allá donde su extremo se perdía en el cielo, y llegaba hasta tierra, hundiéndose en el suelo húmedo. Cogí el filamento, de algo así como un centímetro de grosor, e incluso lo agité con cuidado. La onda ascendió verticalmente y llegó hasta lo más alto. Dios mío, aquello era de lo más revelador, aunque sólo en el estado de conciencia expandida en que estaba podía alcanzar la dimensión de todos los mensajes no verbalizados, que me llegaban de una forma que no acierto a comprender. Recordé las viejas historias mayas, las leyendas totonacas, los relatos sobre chaneques, duendes asociados al elemento acuático que viven en el interior de las ceibas sagradas, de los que me hablaba mi hermano totonaca y guerrero olmeca, Ikxiocelotl, Garra de Jaguar, quien me entregó su tambor de la danza del sol con la cruz de Quetzalcoatl.
A los pies de la ceiba había un gran agujero que cualquiera en mi tierra hubiera identificado con la madriguera de un conejo, pero mi guía apuriná me había dicho cuando fuimos juntos, de día, que era una colmena de abejas. Quizás me la jugaba más de la cuenta, pues no conocía los hábitos de esas abejas ni en qué medida podían ser peligrosas. De haber salido el enjambre, ¿a dónde hubiera ido yo, en completa oscuridad, y descalzo como estaba? De nuevo el desafío. Puse mi oído sobre el agujero, metiendo la oreja hasta adentro, y escuché el zumbido que estremecía la tierra en su interior. Las abejas debían estar muy cerca, toda la tierra vibraba. Debía haber miles… Fue algo maravilloso, sentir que la tierra estaba viva en su interior, y ese zumbido, como el de las cigarras durante el día y la noche, me conectaba con una frecuencia singular. Sí, las leyendas hablaban de mundos habitados bajo las ceibas. En ese momento no podía ni imaginar que tan sólo unos días después las puertas de las ceibas se abrirían, que recorrería sus senderos interiores para encontrarme de bruces con los mundos interiores habitados por miles de seres mágicos, pueblos enteros, y ancianos humanos de espesas barbas, blancas vestiduras y largos cayados de incansables caminantes.
Mi cuaderno de notas, en el que todavía escribo sin cesar, está lleno ahora de sus rasgos, de sus rostros singulares, pero no tendría suficiente papel para reflejar los seres de todos los reinos por los que pasé durante tanto tiempo en que estuve en el otro lado…
Noches y madrugadas enteras, desde el atardecer hasta el amanecer del día siguiente, bailando sin cesar, superando la purificación necesaria del Santo Daime en el cuerpo, en varias ocasiones, habrían de dilatar el tiempo de estancia. La noche de San Juan me trajo a las retinas la hoguera más sorprendente que alguien pueda imaginar, una gigantesca pira realizada con un centenar de troncos, a pocos metros del túmulo funerario del Padrinho Sebastião, el gran visionario y guía que llevado por la luz tuvo el acierto de emprender ese sueño que habría de ser el Cielo de Mapiá, el cielo físico por encima del cual surgía el espiritual, trazado por seres divinos de los cuatro vientos de la Tierra. Él fue el heredero y discípulo del Mestre Irineu, quien por primera abrió el camino del Santo Daime siguiendo el rastro de la luz que descubrió en la floresta. Apenas empiezo a ordenar ahora los datos para un futuro libro sobre esta increíble historia.
Pero hubo otras muchas noches mágicas, como aquella otra del trabajo de San Miguel, cuando en ese éxtasis puro que concede la miração, la miración, la visión interior de los mundos del astral, comprobé por primera vez la existencia de los guerreros que protegían las entradas al templo con forma de hexágono, a la estrella de seis puntas, el escuadrón de guerreros con espada, cruzados de Tierra Santa, y el de los nobles ancianos que sujetaban sus largos báculos con cruzeiros como la Cruz de Caravaca de mis cercanas tierras murcianas. El primero de estos ancianos, el que encabezaba el grupo, me sonrió, hizo un movimiento con la cabeza y pareció decirme: ¿Lo ves, ves como estamos aquí, que existimos? Ya nos has visto.
Es indescriptible la luz que emanaba de sus cuerpos, como nácar brillante, brillo de perla de ostra, una luz neón, blanca y dorada. ¿Qué expresión podría utilizar para esos seres que eran enteramente de luz y que custodiaban cada una de las entradas adoptando una formación de cuña o triángulo, a cuya cabeza iba el que debía ser el de mayor rango o sabiduría?
Aquella noche me sentí satisfecho más que nunca con mi viaje. Caminé con paso firme por el astral, con la mayor tranquilidad del mundo. Nunca me había sentido tan seguro en esa dimensión, que tiene su propia fauna y flora, sus caminos y senderos, sus paisajes fascinantes con un brillo no conocido en la Tierra, en esta manifestación de la tercera dimensión.
Los seres que lo pueblan supieron al instante que había atravesado el “espejo”, que había entrado un intruso en su mundo, un ser de otra dimensión. Cómo explicar el movimiento de los extraños animales que se movieron a través del interminable túnel que recorría. Llegaron hasta mí, con sus gigantescas y numerosas patas, arañas del astral, por llamarlas de alguna forma, con colores infinitamente más vistosos que la más delirante de las películas de ciencia-ficción. Contemplaron mi rostro, querían conocer la esencia del intruso, por lo que sus ojos se clavaron en los míos, a milímetros de éstos. Yo no sentía temor. Alguien diría que son seres monstruosos. Quizás muchos, llegados a este lugar, saldrían corriendo, creyendo que son víctimas de la más horrorosa de las pesadillas. Yo los miré con tranquilidad. No sólo no tenía miedo, sino que sentía un profundo respeto por esos seres de la creación. No fueron agresivos conmigo, no sintieron en ningún momento mi miedo porque no existía. Los reconocía como parte mía, como la flora que había a mi alrededor, con largos pedúnculos que se extendían hasta el infinito terminando en esferas de vivos colores, con tentáculos interminables que se agitaban por encima de mis cabezas. Todo me era cercano y hermoso, pues era al fin y al cabo parte de la creación, diversa, hermosísima, luminosa, obra del más genial de los artistas, bellísima hasta lo impensable, un fruto de amor creativo…
Habré de recrear en densos relatos cómo fue mi viaje por este mundo de los niveles inferiores del astral, las estructuras de seres y formas de color plateado y dorado, las ruedas interminables, las serpientes que siempre aparecen en las visiones de los chamanes, pues como las físicas, éstas habitan estos lugares de belleza indescriptible. Siempre han sido compañeras de viaje. Me encanta mirarlas de frente, contemplar sus ojos, y reconocer en ellas el secreto de los seres que se mueven en las espirales del Cosmos. Ellas me revelaron el secreto del símbolo del infinito, de los grandes iniciados, los seres serpientes que están detrás de las grandes civilizaciones del planeta, el mismo que seguía durante el baile en el oleaje de la energía que hacía posible que pasaran por la puerta de luz más de trescientas personas a un mismo tiempo.
Ese océano de energía me está siendo revelado ahora, incluso esta misma tarde. Unos veinte movimientos más, de complejas estructuras y vaivén de la energía por la que se navega en el océano de ese mundo, se unen a otra veintena que recibí en Rio Branco después de que se abrieran las puertas de otro misterio en el que fui iniciado, aquel que te muestra la trastienda secreta del puro arte, de la creatividad de las formas. Más de cuarenta movimientos compuestos de mudras, espirales, ondas y recorridos a lo largo del cuerpo y con distintas posiciones de las manos, son tan sólo una mínima parte de esta enciclopedia sorprendente que responde al sortilegio de la floresta brasileña, la alianza entre los seres de los reinos celestiales, los devas y los seres mágicos de la naturaleza.
El primero de ellos me llevó a lo alto de un árbol y me mostró la gran biblioteca, la selva del Amazonas, el resultado de una compleja evolución a lo largo de millares y millares de años, para dar forma al mayor laboratorio del planeta, donde se encuentra el veneno del kambô, que es a su vez bálsamo bendito de curación que activa completamente el sistema inmunológico, también el secreto profundo de la ayahuasca y además el tercer misterio que conocí de la floresta, que entró en mi interior en muchas ocasiones, y del que me pidieron que guardara silencio. No olvidaré los grandes pies peludos de este guía, su astrosa ropa y su espeso cabello, como melena de león.
Ya no hay retorno al tiempo que viví, a la conciencia que hice mía. Ahora es otro tiempo, y hay un compromiso más firme todavía en el sendero de la luz, para romper ligaduras, para no temer a los prejuicios sociales. Sólo la verdad me basta; sólo Dios me basta, porque Dios da forma a todo lo que existe.
Tengo toda una vida para contar lo que he vivido en ese tanto tiempo que estuve viajando por el No Tiempo, por los complejos senderos de la expansión de la conciencia, del amor, del brillo de unos ojos, de las setas multicolores de la jungla, del movimiento fugaz de los calangos, los lagartos que no dejan de corretear por la espesura.
No hay nada más importante que el camino que uno sigue, sin mirar hacia atrás, sin pensar en lo que pueden creer aquellos que nunca atravesaron las puertas, porque precisamente ha de hacerse todo el esfuerzo para que todos y cada uno de nosotros recibamos el trozo de sueño que nos corresponde.
Algún día estos caminos serán recorridos por el conjunto de la especie humana, como se hacía en el pasado. Caerá completamente la venda del olvido, y entonces ya no hará falta ni siquiera darle la razón a mis palabras, a este sueño o visión de un mundo que a los seres humanos les parece propio de un cuento de hadas, de leyendas de seres mágicos, de mitos angélicos y de lugares de poder creados para contar historias alrededor del fuego.
No es eso. Son reinos, son lugares de encuentro, aunque nuestra conciencia permanezca dormida para su realidad. Yo no hubiera imaginado nunca que mi paso a esta otra realidad sería tan repentino, tan de golpe, tan sorprendente, tan inabarcable, tan complejo, tan sencillo a un mismo tiempo.
En esos reinos de la luz fui recibido con inmensa alegría, con un jolgorio tremendo. Sé que estos seres nos esperan a cada uno de nosotros. Nos conocen por nuestros nombres. Observan nuestro cuerpo de luz, el aura, el resplandor de nuestros chakras, y leen como en un libro abierto en nuestro espíritu. Nos añoran, hacen todo lo posible para que reencontremos el camino de la Luz, que nos une a todos los seres de la creación. Ellos trabajan en el mismo proyecto. Tanto los ángeles como los seres mágicos de la naturaleza propician su propia evolución haciendo posible la nuestra.
Comprenden y aceptan la ley de la selva, que no es la de la anarquía, sino la de la armonía suprema. Unas especies ayudan a otras, porque de todas depende la supervivencia del conjunto.
En su dimensión astral las lianas bailan con un gozo sin límite, como los mejores bailarines humanos, y las hadas vuelan sin cesar, cuando no están contemplando la existencia desde sus guaridas en los árboles y desde sus tronos cubiertos con formas similares a las alas de un dragón. Los seres de los troncos miran a través de sus hendiduras, materializan sus brazos y sus piernas desgajándolos de las cortezas, y los seres con rostros idénticos a los niños humanos saludan sin cesar. Sean más bellos o más grotescos, todos son guardianes de un inmenso secreto, el lugar más vivo y energético que alguien pueda imaginar, porque aquí reside la fuerza de la vida.
En ese lugar, hombres y mujeres humanos sustentan con su esfuerzo una ciudad de luz, sin necesidad de convencer a nadie, con inmensa ternura y respeto hacia los demás, a veces con una profunda tristeza en sus silenciosos ojos, acostumbrados a la injusticia, a la persecución y a la maldad de quienes no sólo no comprenden lo que hacen, sino que los someten a las persecuciones físicas o verbales de los procesos inquisitoriales del pasado y del presente.
Pocas veces hablan más de la cuenta, pues como ellos dicen, todo es un misterio, y cada uno ha de descubrirlo por sí mismo.
Esos seres físicos, hombres y mujeres, trabajan en disciplinas muy diversas. Se preparan en silencio, con aspecto humilde, para allanar el camino de lo que será un nuevo mundo. Viven en una ciudad de luz, aunque su apariencia de una comunidad perdida y encontrada en la selva más poblada del planeta lo disimule ampliamente. Por eso, cuando los miro, veo que se parecen en gran medida a los seres mágicos que les acompañan. Los seres mágicos que habitan esos lugares se parecen a los árboles y a las plantas, y quizás por eso, hombres y mujeres acaban siendo como las plantas y los árboles, silenciosos y firmes, sensatos y trabajadores, humildes y prudentes. Tratan de pasar desapercibidos, pero sus ojos son inmensos ventanales. Con ellos te miran a cada momento, pues han aprendido a sondear el alma de los hombres a fuerza de convivir con los seres de la naturaleza y los ángeles.
El Cielo de Mapiá, Céu do Mapiá, no sólo es un lugar con un nombre pintoresco, poblado por seres singulares y honestos, es una ciudad de luz creada en el corazón del Amazonas. De allí regresé y allí habito, y sólo le pido a la vida que me dé la oportunidad de mostrar la verdadera esencia del espíritu sagrado del Santo Daime, del misterio de la ayahuasca, capaz de sanar el cuerpo, la mente y el espíritu, y la necesidad de defender la mayor biodiversidad del planeta, que existe en la floresta brasileira. Esto ya es suficiente para dedicar toda una vida a investigar este misterio, a compartirlo con todos los seres del mundo. Pero hay mucho más. Esto sólo es el comienzo de una interminable historia…
Como me dijo uno de estos seres: “De un día para otro, para todos será…”.
Mi paz te doy…
EL CIELO DE MAPIÁ
EL CIELO DE MAPIÁ (SEGUNDA PARTE)
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.