Por Josefa Rosalía Luque Alvarez
El astuto Hanán, alma de la vida política y religiosa de Judea, no permitió que se convocara a todos los miembros del Sanhedrín que eran sesenta y uno. Valiéndose de subterfugios intencionados, dejaron sin aviso a seis miembros que eran grandes amigos del Maestro: Eleázar y Sadoc, sacerdotes pertenecientes a la Fraternidad Esenia; José de Arimathea, Gamaliel, Nicodemus y Calva-Schevona, nombre judío de Nicolás de Damasco. Estos seis hombres incorporados de nuevo al Consejo por la elección reciente, resultaban temibles en el Sanhedrín, pues siendo su palabra de admirable lógica, y su vida recta consagrada a la verdad y la justicia, arrastraban con sus opiniones a los pocos hombres da alma sana y corazón sincero que había en el seno del Gran Consejo, como ser Chanania Ben Chisva que desempeñaba el arbitraje en las votaciones y Rabbí Shananía, vicario de la cámara de sacerdotes; Jonathan Ben Usiel filósofo y poeta, y Simeón de Anathol doctor en leyes.
El viejo Hanán que durante diez años había ejercido el pontificado y que sus cinco hijos lo habían ejercido también bajo la tutela de su padre, conocía toda esta red tendida en el Sanhedrin, al cual no le convenía en ninguna forma que se levantaran fuertes oposiciones en el seno del Gran Consejo, precisamente cuando a sabiendas iba a cometer el mes horrendo delito desfigurado de juicio legal.
Y fue debido a esto que los cuatro doctores amigos del Maestro desde su niñez, ignoraron por completo su prisión hasta poco antes del mediodía siguiente.
En la reunión privada que hemos visto que se realizaba en el salón del pontífice entre fuentes de exquisitos manjares y delicados vinos de Corinto y de Chipre, sólo se hallaban los miembros incondicionales de Hanán: Caifas su yerno y pontífice; sus cinco hijos: Eleázar, Jonathas, Matías, Teófilo y Unano; más los tres hijos del viejo Simón Boetho, cuñado de Hanán; EIkias, tesorero del Templo, Samuel Akatón, Doras y Ananias de Nebedal. Eran sólo catorce, pero los más indicados para tejer en la sombra la más hábil urdimbre que pudiera luego convencer a los imparciales, hasta que se llegase a la mitad por lo menos de votantes a favor de la condena a muerte para el Profeta de Dios. (…)
A las primeras horas de la rnañana se hallaban reunidos en el Templo, en el recinto destinado a deliberaciones judiciales, treinta y dos miembros del Sanhedrín para juzgar los supuestos delitos del más grande espíritu que ha bajado a la tierra. Después de las preguntas reglamentarias sobre quién era, quiénes eran sus padres, dónde fue su nacimiento, etc., etc., el pontífice Caifas hizo una señal a uno de los presentes, llamado el Doctrinario que era el primer juez para los delitos, en contra de las leyes religiosas establecidas, como originarias de Moisés.Y comenzó la acusación.
—Este hombre ha curado enfermos en día sábado consagrado por la ley a Jehová y al descanso corporal. ¿Qué contesta el acusado?
—Que las obras de misericordia ordenadas por Jehová a sus más amados Profetas, no pueden jamás significar profanación del día del Señor, si no una glorificación a su santo Nombre y a su Poder Supremo —contestó con gran serenidad el Maestro—. Entre vosotros está presente el honorable Rabí Hanán a quien curé en día sábado de la úlcera cancerosa que le roía su vientre, y el no protestó por ello. Hubo testigos de tal hecho que pueden ser citados ante este Tribunal. Fue en casa de la princesa Aholibama. Esta declaración cayó como una bomba en el seno del Gran Consejo, y todos los ojos inquisidores se volvieron hacia el aludido, cuya confusión fue tal, que decía a gritos ser verdad lo que el acusado contestaba. Como los rumores y comentarios subían de tono, el pontífice tocó la campanilla y el silencio se hizo de nuevo.
—Este hombre ha dicho —continuó el acusador— que se destruya el Templo y que en tres días le reedifica. —Defiéndete si puedes —gritó el pontífice.
(*) El hombre de bien cuya conciencia está de acuerdo con los Diez Mandatos de la Ley Divina, puede hablar de su cuerpo físico, como de un santuario o templo que encierra el Ego o Alma, emanación directa del Supremo Creador. En tal sentido lo he dicho.
— ¿Luego quieres decir —arguyó el Juez Doctrinario— que destruido tu cuerpo por la muerte, en tres días le resucitas?
—Le saco del sepulcro, porque está en ley, que esta vestidura de carne no sea pasto de la corrupción —contestó el Maestro.
Aquí se armó otra barahúnda más ardiente que la primera. Los fariseos decían que el acusado era un saduceo sostenedor de la resurrección de los muertos.
Otros, que era un hebreo paganizado, que sostenía las teorías idólatras de Platón, Aristóteles y demás filósofos griegos. Otros que era de la escuela egipcia de Alejandría, y que iba a arrastrar al pueblo por otros caminos diferentes al trazado por Moisés. Hanán, que era el más sagaz de todos aquellos hombres, comprendió que de seguir por ese camino no llegarían a una rápida conclusión y pidió la palabra al pontífice que era su yerno Caifas, y que se la concedió al punto.
—Es lamentable —dijo Hanán— que no lleguemos a entendernos respecto de este hombre, ante el cual se rebaja nuestra dignidad de Jueces, que no saben de qué delito le acusan. Seamos más precisos y categóricos en nuestro interrogatorio en forma que se vea obligado a decir la verdad respecto de su actuación en medio de nuestro pueblo. Hemos visto que este mismo pueblo le aclama como al Rey de Israel, como al Mesías Libertador anunciado por loa Profetas. Que diga él mismo quién es, de quién recibió el poder de hacer las maravillas que hace, quién le autorizó para interpretar la Ley y enseñar al pueblo doctrinas nuevas, como es la igualdad de derechos para todos los hombres hasta el punto de proclamar que el esclavo es igual que su señor.El Maestro sereno, impasible, miraba fijamente a Hanán que no pudo sostener su mirada. . . esa misma mirada que lo envolvió en una aura de piadosa ternura cuando le curó su incurable mal.
Cuando el alterado vocerío se acalló, habló el acusado:
—En vuestra asamblea de esta noche, resolvisteis condenarme por encima de todo razonamiento y de toda justicia. ¿Por qué perdéis el tiempo ahora en buscar apariencias de legalidad a un juicio contra toda justicia?
¿Acaso me oculté para decir todo cuanto he dicho hasta ahora?
¿Acaso me aparté de la Ley del Sinaí grabada por Moisés en dos tablas de piedra?
¿Enseñé acaso en desacuerdo con nuestros más grandes Profetas?
¿En nombre de quién hicieron Moisés y los Profetas las obras de bien que realizaron en beneficio de sus semejantes, sino en nombre de Dios Todopoderoso, que lleno de amor y de piedad para sus criaturas, lo hace desbordar de Sí Mismo cuando hay entre ellas un ser de buena voluntad que le sirva de intermediario?
—Bien —dijo el pontífice—. Tus contestaciones son agudas y no eres pesado de lengua para darlas. Pero esto se hace demasiado largo y no llevamos camino de terminar.
Dinos de una vez por todas, ¿Eres tú el Hijo de Dios, el Mesías prometido a Israel por nuestros Profeta. En nombre de Dios te conjuro a que nos digas la verdad.
El Maestro comprendió que la acusación llegaba al punto final buscado para condenarle, y con una dulce tranquilidad que sólo él podía sentir ante el cinismo de sus jueces contestó:
— ¡Tu lo has dicho! ¡Yo soy!
A estas solas palabras, expresión de la más pura verdad, aquellos viejos rabiosos, como energúmenos, enfurecidos, comenzaron a mesarse los cabellos, a gritar, a rasgarse las vestiduras y tirar los turbantes y las mitras, según era costumbre cuando alguien se permitía una horrible blasfemia en su presencia.
—¡Ha blasfemado!… ha blasfemarlo contra Dios y mentido como un vil impostor, erigiéndose en Mesías Ungido del Altísimo, cuando no es más que un amigo de Satanás, que hace por su intermedio obras de mejoría para embaucar a las multitudes.
— ¡Reo es de muerte según nuestra ley! —gritaban varios a la vez.
—No podemos matarle sin el consentimiento del Procurador —dijo uno de los jueces—. Hasta ese derecho nos ha sido usurpado por el invasor.
—Según la costumbre establecida desde la invasión romana, el Sanhedrin puede someter sus reos a la pena de la flagelación.
—Que se cumpla en este audaz blasfemo, Jhasua de Nazareth —rugió el pontífice.
Y dos hercúleos sayones entraron en el recinto y tomando al Maestro por los brazos lo sacaron a una galería interior, donde había una docena de postes de piedra con gruesas argollas de hierro, a uno de los cuales le ataron fuertemente.
Y uno de aquellos verdugos comenzó a asestar golpes sobre aquella blanca espalda, que apareció listada de cárdeno.
Longhinos, que al entregar al prisionero siguió espiando desde la Torre Antonia, cuando llegó este momento, avisó al Procurador Pilatos que escribía en su despacho del notario. Unido como estiba el Templo a la Fortaleza por la palería de Herodes, pronto estuvo en el recinto del Sanhedrín con Longhinos y otros soldados — ¡Alto ahí!… —gritó al sayón que azotaba al Maestro—, que si atormentáis a este hombre justo, os mando a todos al calabozo engrillados de pies y manos. ¡Harto estoy de todos vosotros y de vuestros crímenes en la sombra! Mandó a Longhinos que desatara al preso y le condujera de nuevo a su primera prisión de la Torre Antonia. Con dos golpes de espada, cortó el Centurión las cuerdos que ataban al Maestro a la columna, y le vistió apresuradamente sus ropas que habían sido arrojadas al pavimento. Se apercibió de que el cuerpo del prisionero se estremecía como en un convulsivo temblor, y que una palidez de muerte cubría su hermosa faz. Temió que iba a desvanecerse y mandó a dos de sus soldados que formaran silla de manos con sus brazos fornidos, y así le llevaron de nuevo a la prisión de la torre. El Maestro parecía haber perdido el uso de la palabra, pues se encerró en un mutismo del que nada ni nadie conseguía sacarle. Se diría que si su cuerpo físico estaba aún en la tierra, su radiante alma de Hijo de Dios se cernía en las alturas de su Reino inmortal. Su mirada no se fijaba en punto alguno determinado, sino que parecía vagar incierta más allá del horizonte que le rodeaba. Pilatos había regresado a su despacho del pretorio cuando le llego un pergamino de Claudia, su esposa, que decía: «Guárdate de intervenir en la muerte del Profeta Nazareno porque en sueños he visto tu desgracia y la mía por causa de este delito que los sacerdotes quieren cargar sobre ti. Los dioses nos son propicios dándonos este aviso. No traspases su mandato porque seremos duramente castigados». — Claudia. Terminaba el Procurador la lectura de este mensaje de su mujer cuando comenzó una gritería frente al pretorio que parecían aullidos de lobos o rugidos de una jauría rabiosa.
El Sanhedrín había sacado a la escena su último recurso: Los doscientos malhechores penados, comprados a Herodes para este momento, más los esclavos y servidumbre de las grandes familias sacerdotales que entre todos sumaban unos seiscientos hombres.
Con los puños levantados en alto y con inaudita furia vociferaban a todo lo que daban sus pulmones, pidiendo la muerte para el embaucador que había osado proclamarse Mesías, Rey de Israel. El Procurador mandó cerrar todas las puertas de la fortaleza v una doble fila de guardias fue estacionada en la balaustrada del pretorio. Y mandó traer el prisionero a su presencia. Pilatos no le había visto nunca de cerca, sino a cierta distancia el día de su entrada triunfal en Jerusalén. Ahora le veía en su despacho a dos pasos de él.
—Esto no es un juicio —le dijo— sino una conversación entre dos hombres que pueden entenderse.
¿Qué tienen los hombres del Templo en contra tuya, Profeta de tu Dios? Siéntate y hablemos.
Como el Maestro continuara en silencio, el Procurador añadió:
— ¿No quieres hablarme? ¡Mira que yo puedo salvarte la vida!
—Tú no puedes prolongar mi vida ni un día más —le dijo el Maestro.
–¿Por qué? El derecho de vida o muerte lo he recibido del César para toda la Palestina. Y ¿dices que no puedo prolongar ni un día más tu vida?
—Porque es mi hora y hoy moriré —contestó otra vez el Maestro.
— ¿Entonces eres fatalista? ¿Dices que vas a morir hoy y estás cierto de que será?
—Tú lo has dicho: hoy moriré antes de que el sol se ponga.
—No has contestado a mi primera pregunta: ¿Por qué te odian los hombres del Templo?
—Porque soy una acusación permanente para su doctrina y para sus obras.
—Y ¿por qué te empeñas en servir de acusador contra ellos? ¿No te valdría más dejarles hacer como les dé la gana?
— ¡No puedo!… Yo he venido a traer la Verdad a la humanidad de la tierra, y debo decir la verdad aún a costa de mi vida, y hasta el último aliento de esta vida.
— ¿Y qué cosa es la Verdad que te cuesta la vida? Porque muchos hombres hubo que enseñaron la Verdad y no por eso fueron ajusticiados.
El Maestro movió la cabeza negativamente.
— ¡Te equivocas, ilustre ciudadano romano! Difícilmente se encontrará un hombre que se atreva a desenmascarar a los poderosos de la tierra, y que muera tranquilo sobre su lecho.
— ¡Algo de razón tienes, Profeta! Pero dime, ¿qué Verdad es esa que tanto enoja al Sanhedrín judío?
—Viven del robo y del engaño, del despojo al pueblo ignorante de la Ley Divina, al amparo de la cual cometen las mayores iniquidades y se hacen venerar como justos, que son ejemplo y luz para los servidores de Dios.
No pueden perdonarme!… ¡No me perdonarán nunca que les haya paralizado su carrera de latrocinio, de mentira y de hipocresía y que les haya destruido su ‘grandeza para siempre!
— ¿Cómo para, siempre, buen Profeta? Tú vas a morir hoy, según aseguras, y ellos continuarán cargados de oro su vida de magnates do una corte oriental.
(**) — ¡Tú lo crees así, pero no es así! Ellos me quitan la vida pero la Justicia de mi Padre les borra de los vivos para inmensas edades y les anula en el concierto de los pueblos solidarios y hermanos para los siglos que faltan hasta el final de los tiempos. ¡Ningún suelo será su patria!
¡Perseguidos y errantes, el odio les seguirá a todas parte?, hasta que llegue la hora de las divinas compensaciones para los justos, y la separación de los malvados.
El que tuvo la luz en su mano y no quiso verla, es justo que se quede en tinieblas. Tal es la Verdad y la Justicia de Dios.
— ¡Profeta! —Le dijo Pilatos—. Confieso que no entiendo este lenguaje tuyo, pero sí veo claro que no hay delito ninguno en ti.
¡A fe mía, que no morirás hoy! Y el Procurador dio un golpe con su mano en la mesa.
— ¡Oye allá fuera!.. . Te acusan de enemigo del César, y te amenazan con hacerte caer como ha caído Seyano el Ministro favorito que hoy es un condenado a muerte —díjole el Maestro.
Pilatos enfurecido al oír los desaforados gritos contra él, abrió un ventanal y dio órdenes de cargar contra la multitud.
La turba de malhechores, acobardada iba a desbandarse, pero a su espalda estaban los agentes del Sanhedrín que les amenazaban con volverlos de nuevo a los calabozos de donde les habían sacado, y sin cobrar un denario del dinero prometido.
Les convenía seguir pidiendo a gritos la muerte del justo al cual no conocían, ni habían recibido de él daño ninguno. Pero ¡era tan dura y terrible la vida del calabozo en que estuvieron sepultados vivos y para toda la vida, que si hacer la comparación, no podían dudar! Y seguían vociferando a la vez que se esquivaban de los golpes de los guardias montados, que les arremetían con sus caballos.
El Sanhedrín ponía en acción la técnica usada, en todos los tiempos por los hombres a quienes domina la ambición del oro y riel poder: levantar la hez del populacho inconsciente y embrutecido por los vicios, en contra de las causas nobles y de los hombres justos, cuya rectitud les resulta como un espejo en el cual ven retratada de cuerpo entero, su monstruosa fealdad moral.
El procedimiento de esos poderosos magnates del Templo, no era pues nuevo, sino simplemente una copia de la forma empleada por la teocracia gubernativa de todos los tiempos, y de todos los países regidos por la arbitrariedad, el egoísmo más refinado y la más completa mala fe.
En ese momento apareció en el primer ángulo de una calle transversal el príncipe Judá, que con su lujoso traje de primer oficial de la gloriosa «Itálica» (…) y sin desmontarse, entró a la plaza y dio un grito: — ¡Por Roma y por el César! ¡A las órdenes del Procurador Romano, para hacer trizas a esta canalla! ¡A las armas!.. — ¡Por Roma y por el César! ¡A las órdenes del Procurador Romano, para hacer trizas a esta canalla! ¡A las armas!.. .
Los cuatro primeros oficiales de una Legión romana, eran Tribunos Militares o sea un grado muy superior a los Centuriones, por lo cual toda la guarnición debía obedecerle. Pilatos había oído el grito formidable y salió a un balcón. Judá le vio y le saludó con su espada, al mismo tiempo que decía:
— ¡Quintus Arrius (hijo)! ¡Viva el César! Un poderoso viva de toda la guarnición de la Torre, resonó como el eco de una tempestad. (…) Las terrazas del Templo estaban desiertas y las puertas herméticamente cerradas. Los ancianos jueces del Sanhedrín no creyeron prudente asomar la nariz en aquellos críticos momentos. Ellos obraban en la sombra … (…) El Maestro le dice a Pilatos: —Si me permites hablar con Quintus Arrius (hijo) toda esta tormenta se calmará. —Pero ¿tú le conoces? —preguntó Pilatos. —Desde hace muchos años —contestó el Maestro. (…) Un momento después el príncipe Judá se abrazaba del cuello del Maestro (…) — ¡Judá, amigo mío!.. . —Le dijo el Maestro con su voz más dulce que parecía un arrullo—: «tú me amas, ¿no es verdad?» (…) (…) —Yo sé que me has amado mucho y que me seguirás amando aún cuando tus ojos no me vean más como hombre. No quieras oponerte a la Voluntad de mi Padre porque perderás en la lucha. Mi hora está señalada antes de la puesta del sol. (…)“¡Déjame morir feliz, Judá mio”!… ¡Feliz de sentirme amado por almas como la tuya; feliz de saber que seguiré viviendo en un puñado de corazones que comprendieron mis ideales divinos de amor, de paz, de fraternidad entre todos los hombres de la tierra! Y que en esos corazones ha fructificado al mil por uno la divina simiente que sembré en este mundo y que vosotros que me habéis amado, llevaréis por todos los continentes y por todos los países. ¡He ahí, Judá, amigo mío, la más grande prueba de amor que quiero de ti!
Te debes a tu esposa y a tus hijos. ¿Te acuerdas?…
(***) De haber venido yo a ser un hombre como todos, Nebai hubiera sido para mí la compañera ideal. Yo mismo la acerqué a ti un día hace doce años, allá bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía… ¡Y ahora la olvidas para enredarte en una lucha armada de la cual no saldrías con vida y sin conseguir prolongar mi vida! ¿No vea que es una insensatez la tuya al obrar así?
¡Déjame entrar al Reino glorioso de mi Padre que me espera … (…)
—Se empeña en morir hoy, antes de la puesta del sol —le dijo a Pilatos cuando le vio de nuevo.
—Pues yo también soy duro de cerviz y no le condenaré —dijo— porque un ciudadano romano, no es un vulgar asesino que manda matar un hombre sin delito alguno. (…) ¡El infeliz Judá se volvía loco!. . . ¡Le parecía qué la tierra se estremecía y temblaba bajo los cascos de su caballo fogoso más que su amo!… Le parecía que todo danzaba en derredor suyo … (…) (…) y como por efecto de una súbita iluminación, se sintió transformado en su mundo interior. Una gran tranquilidad le invadía porque acababa de comprender el sentido de las palabras del Maestro. «La muerte por un ideal de liberación humana, es la suprema consagración del Amor». (…) (…)
Los cuatro Doctores de la Ley amigos de Jhasua. José de Arimathea. Nicodemus, Gamaliel y Nicolás, miembros del Sanhedrin tuvieron noticia extraoficial de lo que ocurría, y como cráter de un volcán estalló su indignación en el seno del Gran Consejo, representante de la sabiduría y virtudes gloriosas de Moisés, y convertido entonces en una horda de vulgares asesinos ensañados como fieras en un Profeta de Dios, cuya vida era un salmo divino de amor a sus semejantes.
¡La discusión ardía como una llama!… pero eran sólo cuatro contra treinta y dos. (…) … Los cuatro se presentaron a pedir audiencia a Pilatos, justamente en el momento en que el príncipe Judá entraba de vuelta con el prisionero. La escena que allí tuvo lugar entre José de Arimathea y Nicodemus, que habían tenido en brazos a Jhasua niño de cuarenta días, cuando le vieron pálido y demacrado de pie ante Pilatos, no es para describirla con palabras, que nunca pueden tener la intensa vibración de la realidad en aquel momento. Se extrañaron grandemente de ver a Judá desempeñando el triste papel de guardián del augusto prisionero. El príncipe Judá que parecía haber vivido diez años de dolor en una hora sola, les contestó con una serenidad que les espantaba: —Viendo que Jhasua se empeñaba en morir antes de la puesta del sol, he pedido al Dios de nuestros padres, la fuerza necesaria para acompañarle hasta el último momento.
José de Arimathea anciano ya, se abrazó del Mártir silencioso para decirle entre sollozos:
— ¡Tú que eres la Luz, sabes lo que haces! ¡También yo quiero acompañarte hasta verte entrar en el Reino de Dios! En el abrazo supremo a los cuatro amigos, les repitió el Maestro la misma palabra divina que había dicho a Judá: «El hijo de Dios te bendice».
(*) El Maestro nos habla del Templo o Santuario que es nuestro cuerpo físico, que no tiene nada que ver con los intencionados mensajes de los calvinistas-iluminati, mezclados con todos los que da la New Age con un fin muy concreto, INHABILITARNOS PARA LA EVOLUCIÓN Y COLABORACIÓN CON EL PLAN CRÍSTICO DE LA HUMANIDAD.
(**) Una nueva y desconocida PROFECIA del Maestro que nos vuelve a sacar la ley de causa-efecto, o ley del Karma, y por lo tanto nos habla del mal en acción.
(***) En repetidas ocasiones hemos hablado de que aparecería información que echaría por tierra las elucubraciones, interesadas también, de que Jesús de Nazareth y María Magdalena fueron pareja, tuvieron hijos, … y fundaron una dinastía.
María Magdalena lo negó en el capítulo de ayer. Hoy lo hace el Maestro Jesús. Es de nuevo una mentira interesada, que por que no venga de la iglesia católica, no ha de ser creible.
Enlace: https://www.sieteluces.com/jhasua-ante-sus-jueces-arpas-eternas-textos-para-un-cambio-de-conciencia/
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.