Hay veces como ahora que parece que fuera a morirme de un momento a otro, que no quedara más necesidad de esfuerzo en lo humano ante tanta gloria manifestada en lo divino. ¿Cómo sustentar el amasijo de músculos, huesos y nervios, si un rayo de luz asemeja enteramente mi alma, consumido e inagotable en ese abrazo sin nombre de Dios mismo?
¿Cómo amortiguar ese infinito fuego que quema las entrañas, el corazón, la mirada de los ojos, para entregar lo que queda de materia física al calcinamiento alquímico de la transformación para convertirme en paloma mensajera?
¡Qué extraña e indefinible es esta muerte que cierra todos los caminos viles!, los prosaicos, los perecederos, los que empiezan y acaban, pues esta vía de luz incontestable no tuvo jamás un comienzo, ni habrá fin que apague la llama de la vela que se enciende.
Cuando más se me cierran los ojos en los que brillan unas pupilas, más se me abren los del alma; cuando más parece que me duermo en el mundo de los muertos, más tengo la sensación de despertar en el reino de los vivos.
Dulce es esta amarga angustia de no poder comprender tanto infinito que recorre mis venas, tanta eternidad que late como un caballo desbocado en lo más retorcido y misterioso de mi corazón. Amarga es toda miel que ofrece la vida, sabiendo como sé que es pasajero entretenimiento de unos días que algún día pasarán para siempre.
Vivir en uno sin tener techumbre que te permita ver el cielo no es vida, sino sometimiento a la quimera. Sólo la esperanza de un amanecer indefinido sujeta las riendas incontroladas de los sentidos.
Es un soplo de fuego, de puro fuego, este aliento solar que surge del más recóndito recoveco de mi alma, un río de lava ardiente capaz de encender la llama interminable de un universo hasta que enteramente arda.
¿Qué muerte es ésta que da tanta alegría cuando lacera? ¿Qué vida es ésta que me hace volar olvidando cada una de mis heridas?
Bendito sea por siempre este susurro que me entrega al devenir incomprensible de una entrega, esta fuerza inconmensurable que me impide distinguir el flujo de los días, la secuencia imperturbable de las horas.
Hay nostalgia en cada poro de mi piel de unos ojos que me miran, de un espejo que es el reflejo de todos los espejos, un infinito como de ir por casa que se acurruca en mi mirada taciturna.
Vivo sin vivir en mí, como antes lo hicieron tantos otros, tan sólo a la espera de preservar esta fragancia a incienso, a pétalo de rosa, a vuelo de mariposa… Añoro ser caminante por siempre de este curso invisible entre la tierra y el cielo, navegante sin navío alguno en este mar embravecido de lo que no se comprende, artesano de cuencos de barro en los que sea capaz de guardar, trozo a trozo, el dilatado margen de bendita gloria que me concede el destino.
Siendo en mí sin serlo, habitando en mi cuerpo sin sentirme dentro, mirando hacia fuera sin dejar de mirar hacia dentro, viviendo la dicha plena mientras muero, para proseguir en la senda del tiempo entregado al cambio. Pues siendo agua incontenible del río seré el flujo de aquello que más quiero; pues siendo viento invisible seré en todos sin que el reconocimiento de mí mismo me cautive en el espejismo del espacio; pues siendo semilla diminuta seré capaz de generar interminables flores que ofrendar, pétalo a pétalo, al Cielo.
Vive mi Dios, el Dios de todos, allá donde ni siquiera parece que existo, en todo lo que me abarca y me reconoce por la invisible huella de mi nombre. Vive mi Dios en mí por siempre, y todo lo demás es el susurro vano de aquello que a cada momento se disuelve…
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.