Por Jorge Carvajal Posada
La verdad es que antes de nacer… ya empezamos a morir. Y es que un importante porcentaje de las neuronas son eliminadas ya en el período del desarrollo embrionario. Por ejemplo, para que una mano sea una mano el tejido existente entre los dedos debe ser eliminado. Para que un sustrato se convierta en escultura, la materia debe modelarse con la renuncia y el sacrificio. Y para atender a una sola cosa debemos renunciar a todas las demás. No se puede espirar mientras se inspira. No se puede dar si se piensa en la recompensa. No se puede estar vivo si uno no cambia. Y el cambio es poder estar, a cada instante, renaciendo.
Una muerte celular silenciosa y programada es clave para la supervivencia de los tejidos. En una muerte, las células se disgregan y se necrosan, hay ruido y sufrimiento, inflamación y actividad inmune. En la otra muerte, la de la apoptosis celular, las células programan su propia destrucción sin ruido, se sacrifican por el bien de la comunidad celular. Un movimiento prepara la muerte. El otro, la vida.
En algunas zonas del cerebro, aún en el período embrionario, mueren hasta el 80% de las neuronas. No somos palmípedos gracias a que la muerte ordenada de millones de células separa nuestros dedos para que los pies nos den sostén y las manos puedan crear. Muchos millones de neuronas mueren ya antes de nacer para permitir el maravilloso orden de un cableado neuronal que da al cerebro su portentosa capacidad. En el salto del renacuajo a la rana, en el del gusano a la mariposa, la metamorfosis es una onda de muerte inteligente en que se pierden cola o patas y se ganan saltos y alas. En la quietud de cada sueño, de cada desapego, de cada muerte, nace el silencio de la crisálida, como segura esperanza del ascenso al alma.
Así como en la talla del diamante se ha de perder buena parte de su ser sustancia para revelar la leve transparencia, así cada pequeña muerte, cada mínima renuncia esculpe nuestra propia trans-aparente esencia. Con su cincel, la muerte pule nuestras aristas para que el cristal deje pasar la luz. Al morir, al fin, la luz puede ser consciente de la luz y el sonido del sonido. En su total luminosidad es el Creador que, en cada quien, se revela a sí mismo.
Quienes un día estuvieron en la frontera de la muerte sólo pudieron ver que, más allá del río de esta existencia, en el mar luminoso de la Vida, ésta continúa. Su luz inherente es, en el vacío, plenitud. En su transición fallida, los que un día regresaron de las fronteras de la muerte encontraron que todo, hasta el dolor, tenía un significado. Y el tiempo y el espacio del cuerpo adquirieron la dimensión de un espejo en el que podíamos mirar el mismo universo reflejado.
Como si la muerte sólo revelara el sentido de la vida, ya la muerte inscrita en nuestros genes señala los momentos sagrados de las pausas que hacen de la vida ritmicidad cíclica del alma.
¡Está en tus manos!
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.