Jesús Callejo
Si queréis leer un cuento original, breve, hermoso y además con moraleja incluida, os recomiendo el que escribió Arthur C. Clarke en 1966: Amad ese universo. Está ambientado en una época futura en la que nuestra humanidad ha detectado algo muy grave y es que el Sol está a punto de morir como consecuencia de la aproximación de un Astro Negro. Los días del planeta están contados. Es imposible abandonar la Tierra a tiempo. La única esperanza es entrar en contacto con una lejana civilización extraterrestre ubicada en el Corazón Galáctico que es capaz de crear y modificar las estrellas y, por consiguiente, alterar la trayectoria de ese Astro Negro. Pero para que llegue a tiempo su ayuda, la comunicación interestelar tiene que ser más rápida que la luz. Y no conocen nada que sea más rápido que la luz, ¿o sí? Realmente los científicos pueden emitir una señal de socorro con la intensidad requerida siempre que todos los habitantes de la Tierra emitan simultáneamente un sentimiento de amor recíproco. El mensaje es claro: “Debemos amarnos los unos a los otros, o morir”.
El mensaje es muy claro. O debería serlo. Entonces ¿por qué no escuchamos? ¿Por qué no emitimos ese sentimiento cada día? Es preciso hacer un alto en el camino (ahora creo que es un buen momento) y saber qué lugar ocupamos en este universo local llamado Vía Láctea porque seguramente hay miles de universos con miles de humanidades cuyas inquietudes no sean muy diferentes a las nuestras. En fugaces instantes, alguna vez hemos atisbado lo inefable y lo trascendente de nuestra existencia aparentemente tan rutinaria. ¿Lo recordáis? Son súbitas revelaciones, chispas divinas, en las que intuimos que no estamos tan solos como creemos, que actuamos como actores de una gran obra teatral planetaria, que nos aferramos a apegos innecesarios, que la muerte es una consecuencia inevitable de la vida o que el amor es una fuerza poderosa que emana y fluye hasta en las situaciones más desesperadas.
Casi todos buscamos explicaciones convincentes que aclaren los enigmas y hasta los absurdos del mundo en el que vivimos. Nos entretenemos con falsos espejismos que a veces nos hacen olvidar el fin de la búsqueda. Queremos atajos y nos olvidamos de la meta final. Queremos paraísos. Queremos la Piedra Filosofal prêt-á-porter. Queremos fórmulas maravillosas y recetas abreviadas que nos despierten el cerebro en un curso intensivo de fin de semana. Y todo porque vivimos en un mundo de prisas y no estamos para perder el tiempo. Queremos la iluminación aquí y ahora, queremos la verdad y la paz interior y si puede ser a bajo coste, mejor que mejor. Queremos tantas cosas… Y hasta deseamos la gloria, el poder y el dinero. Por pedir… Ansiamos que nos amen sin dar nada a cambio y ser queridos, aunque para eso haya que mendigarlo o comprarlo.
¿Qué nos está pasando? ¿Qué estamos buscando? Si es que buscamos algo porque muchos ni siquiera eso. Paremos un momento nuestro ritmo y pensemos. A ver qué os parece esto: siempre estamos eligiendo y cada elección genera unos efectos y condiciona una línea de futuro. De nuestro futuro. Todas nuestras elecciones, desde las más nimias a las más cruciales, están basadas en su origen en un sentimiento de temor o de amor. Hagamos memoria. ¿Es verdad eso?
Y miremos en lo profundo de nuestro corazón. Sé que es difícil porque el mejor lugar para esconder un gran secreto -siempre se ha dicho- es en el corazón del hombre, porque ahí nunca se le ocurriría buscar. Y necesitamos saber dónde buscar y elegir. Si nuestras decisiones tienen que están motivadas por sentimientos de amor, hagámoslo. No es tan difícil. Hay que volver a abrir los ojos del niño que todos somos y valorar las cosas pequeñas de la vida. Saber disfrutar de cada atardecer, saborear cada alimento, deleitarnos con la conversación de un amigo, contemplar el aleteo de una mariposa, maravillarnos con la estructura de una constelación y extasiarnos con la frenética actividad de un hormiguero. La belleza también está en lo cotidiano y hasta en lo insignificante.
Nos tenemos que dar cuenta de que es más importante ser que poseer, porque tal vez uno de los secretos de la felicidad y por lo tanto de la vida misma, no está en tener pertenencias sino «»en pertenecer»».
Otro de esos secretos consiste en aceptar nuestra existencia simplemente, tal cual es. Sabiendo que todo fluye en la dirección adecuada, que todo es como tiene que ser y ocurre cuando tiene que ocurrir. Parece una perogrullada pero os aseguro que encierra más filosofía de la que podamos imaginar. Y por el mismo hecho de fluir, todo cambia. Lo único que permanece invariable es el cambio mismo.
Nos lo dice el Baghavad Gita: «»Haz las cosas por sí mismas, no por sus frutos»». Cuando no se espera recompensa de ningún tipo, la acción se engrandece, se sublima. Hacer las cosas de manera «»impecable»» es la mayor satisfacción que uno puede encontrar en la ejecución de un acto. Otra cosa es que seamos capaces de hacerlo. A poco que examinemos nuestro pensamiento y nuestro comportamiento nos daremos cuenta de que hay en nosotros cualidades positivas, pero también las hay negativas. Hacemos daño a los demás y, por simple reflejo, a nosotros mismos. Y casi siempre que hacemos daño es por sentimientos de temor. Todos los seres humanos, pobres o ricos, buscamos la felicidad y no queremos para nada el sufrimiento. Entonces ¿por qué nos empeñamos en sufrir?
“El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para que se vive”, decía Dostoievski. Lo malo es que el ser humano no lo sabe muy bien porque duerme plácidamente y sueña que está despierto.
Si lees libros de autoayuda o de autorrealización, tan de moda en estos tiempos y tan malos muchos de ellos, encontrarás todo tipo de terapias y de consejos para que se produzca ese “despertar”: meditación, yoga, mantras, sustancias psicotrópicas, oraciones, ascesis, etc.
Gurdjieff hablaba de un «»cuarto camino»», alejado del monje (la vía mística), del faquir (la vía ascética) y del yogui (la vía del intelecto). No hay que retirarse a conventos ni vivir como anacoretas en una cueva perdida. Un camino, el cuarto, que es el del día a día, buscando la belleza y la impecabilidad de lo cotidiano, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Podemos desarrollarnos tanto física, emocional como intelectualmente en el mismo ambiente en que vivimos. Y no hacen falta maestros espirituales a nuestro alrededor. Sólo sentimientos positivos.
Los maestros están para advertirnos de que si queremos escapar de la propia prisión en la que estamos encerrados, esa oscura prisión que nos genera tanto sufrimiento, primero tenemos que ser conscientes de que estamos aprisionados, de que seguimos “durmiendo”. Ese es el primer e inevitable paso para empezar a despertar de nuestro letargo voluntario… El resto es más fácil…
Enlace: https://www.sieteluces.com/el-cuarto-camino/
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.