Parece que no pudiera ser más grande la soledad del viejo explorador: cree entender que se acerca a lo infinito, en el abismo del tiempo y del espacio en que ha entretejido sus sueños en tantas ocasiones. Un mundo entero de gente maravillosa se arremolina a su alrededor, complace sus deseos, comparte las noches oscuras, da ilusión a las esperanzas que siempre ha sabido abonar con el perseverante trabajo. Al fin y al cabo es un viejo experimentador de los frutos de la vida, allá donde la existencia se manifieste.
Pero sus ojos, perdidos siempre en la lejanía, en un horizonte sin fin, añoran el tiempo primigenio en el que su destello de luz surgió de la Nada, ese paraíso intransitado por la mente humana, ese lecho de consciencia que puebla lo invisible, esa esencia de la antimateria que sustenta la ínfima materia.
Su soledad va más allá de toda presencia humana, más allá incluso del regalo de la vida o de la abundancia de todo bien imaginado. Es la añoranza del cielo visto con otros ojos, que nada tienen que ver con pupilas encendidas, sino con haces de luz que se mueven en espiral por todas partes, dando forma a un océano de luz por el que los exploradores del Eterno Presente viajan, guiados por un propósito indescifrable, incluso para ellos mismos: una sed de aventura que va más allá de lo comprensible, de todo raciocinio humano.
A buen seguro que sabe del cariño que le dispensan tantas personas, de la ternura que le ofrecen, pero no puede dejar de atisbar esas ventanas que le conducen hasta la esencia que configura su ser, más allá de la apariencia. No hay nada más estremecedor que la contemplación gozosa de lo que tantos consideran inexistente, de un Universo imposible de traducir con palabras humanas, de esos atajos que conducen del pasado al futuro, y viceversa.
Después del temblor estremecido del alma, como el de la llama trémula que corona una vela, nada queda a salvo de ese terremoto interior de la conciencia, que se lleva por delante hasta el último sombrajo de duda, hasta el último bastión edificado por la inseguridad de la tan burda como necesaria, para el experimento supremo, tercera dimensión.
A qué esperar el contacto si todo él se manifiesta en cada poro, en cada nervio o espasmo del último de los pequeños-gigantescos microuniversos del organismo. A qué esperar el desciframiento del proyecto divino si todo él se traza en las palmas de las manos, en el latido del corazón, en el aliento supremo. Para qué esperar algo que siempre ha sido concedido, que ya fue entregado desde el mismísimo instante en el que el ser de luz fue creado y comenzó su andadura interminable, infinita, eterna, en la inmortalidad del alma humana.
Hay otros mundos, sí, pero están en éste; hay otros mundos, sí, pero están a años luz de éste, y sin embargo hay caminos que nos pueden llevar hasta ellos mucho antes de lo que un ser humano tarda en fruncir el ceño, en parpadear, en carraspear, en tragar saliva.
El cuerpo de luz de los navegantes del espacio-tiempo recorre los agujeros de gusano a una velocidad de vértigo. Un segundo aquí es un millón de años allí, y viceversa. Es tan paradójico el milagro de esta aventura que son capaces de llegar antes de emprender el viaje: la visión se manifiesta antes de que se materialice ese futuro que han observado. ¿Cómo dudar si existe un futuro contemplado en el pasado? ¿Cómo plantearse la duda de la existencia de algo que ha sido visto? ¿Existe lo que no existe? ¿Puede ser vivido lo que nunca ha existido?
Las paradojas sólo están en la mente humana, el más maquiavélico y retorcido de los laberintos creativos de cada uno de los seres de esta inmensa galaxia. Es comprensible que el ser humano divague, naufrague y hasta sucumba ante el vértigo de lo que considera inabarcable.
Los científicos creen que nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene cien mil millones de estrellas (100,000,000,000), aunque esto tan sólo sería un pequeño grano de arena entre cincuenta mil millones de galaxias (50,000,000,000) que formarían parte de nuestro Universo. Comprendiendo la magnitud de la creación que envuelve a una estrella, como lo es nuestro sol, con todos los planetas y lunas de nuestro gigantesco sistema solar, difícilmente nos podemos hacer una idea de lo que tienen a su alrededor todas las estrellas de nuestra galaxia, inmersa ésta como un pequeño puntito luminoso en el conjunto de todas las galaxias de un universo que quizás tan sólo sea una parte de muchos otros universos…
Y sin embargo, qué rápido y fugaz puede ser el viaje hasta el corazón de esa galaxia en la que nuestro Sol, con toda su grandeza, apenas si queda convertido en la diminuta punta radiante de un alfiler perdido a su vez, pero encontrado para quien sabe hallarlo, en el conjunto holográfico de todos los universos habidos y por haber, los creados y los que todavía se sustentan como proyecto en la mente holística de Dios único, el Geómetra Supremo, el diseñador de puentes de luz, el cifrador y descifrador de códigos de luz, el Arquitecto de la Geometría Sagrada, el Matemático excelso de los números con vida, esencia y propósito cósmico…
El viejo explorador, de niño, pensaba en la infinitud del Universo, sin pensar muy bien del todo que aquello que veía en el cielo estrellado era apenas un pequeño indicio de todo lo que podría abarcar su vista a lo largo de un viaje interminable. Y sentía, o imaginaba, que la cabeza le echaba humo, como una vieja chimenea por la que afloraba ese humo de negro de una tortuosa combustión interna. Más allá de aquel pensamiento estaba lo incognoscible, lo que no podía ser medido ni contado, lo que no se sometía a patrón alguno.
Fue mucho antes de saber que para los mayas, Dios, Hunab Ku, era definido como “El gran dador de la medida y del movimiento”. Alguien había sabido, mucho antes de que sus huesos humanos, a lo largo de varios encarnaciones al menos, se hubieran forjado con calcio del planeta Tierra, que el Sumo Creador era por encima de todo medida y movimiento, movimiento y medida, un ciclo, un patrón, una secuencia, una dinámica de movimiento constante en base a certeras reglas de la proporción y la armonía.
El niño apenas imaginaba la grandeza que habría de depararle el descubrimiento interior de que cada uno de los sueños, hasta los considerados imposibles, pueden hacerse realidad.
Soledad inmensa, sin embargo, existencial y eterna, acompañaba al viajero de lo inexplorado, al que recorre tantos mundos a un tiempo que sólo le queda el consuelo de sentir que sigue fluyendo con el pulso del Tiempo, a través de matrices insondables, tan grandes, que cualquier existencia de un planeta entero apenas si llega a cubrir un pequeño tramo de esa espiral tan gigantesca que da forma al Tiempo.
Espiral como la de la galaxia, como la del agua que se cuela por el agujero del desagüe, como la del huracán cerniéndose sobre los seres humanos que habrán de morir en ocasiones ante su terrible acometida, como la del plácido girasol, armonioso adorador del sol que se mueve al compás de sus haces de luz.
El mundo está lleno de prodigios a escala, arriba y abajo, dentro y fuera, tanto en la luz como en las tinieblas, más allá de los pocos ojos que son capaces de comprender la grandeza de la existencia humana.
Ínfimo se ve el sol a pesar de su grandeza, visto desde arriba, casi inobservable en el conjunto de estrellas de la Vía Láctea, en el océano luminoso de un interminable racimo de galaxias, que apenas son un grano de arena en el conjunto de un universo, que es, a poco que se entienda, una pequeña pincelada en el racimo primario de otros universos cuya bella forma, regida por la geometría sagrada de los superuniversos, es si acaso un susurro de la creación en el Tiempo. Nadie puede saber qué hay más allá de todo aquello que ni siquiera es concebible…
Enlace: https://www.sieteluces.com/explorador-de-mundos/
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.