ARTÍCULOS DE SIETELUCES.COM: VIAJEROS DE LA ROSA DE LOS VIENTOS

Somos seres de luz (el propio origen de la energía que nos sustenta lo confirma), por más que la apariencia de la anatomía humana nos confunda, nos enclaustre en un organismo perecedero.



Lo somos desde que fuimos creados, desde que surgimos tras ese instante primero de tiempo primigenio para nosotros en el que éste se escuchó como un latido, en aquella fracción de segundo en la que surgió nuestra consciencia.

Por ello llevamos en la memoria de la sangre, en los patrones energéticos de información de nuestros genes, el deseo, el instinto, de viajar sin cesar a través de la más sorprendente rosa de los vientos.

Nuestra naturaleza nos empuja a girar a través de la mágica cruz que tantos pueblos antiguos dibujaron en sus piedras arcanas, en sus pergaminos, en los incunables que ahora se acumulan en polvorientos estantes de perdidas bibliotecas.

Sabe nuestra inteligencia más primaria, también la más elevada, que el movimiento se demuestra andando. Por ello hemos de responder al impulso y movernos por los cuatros vientos. En este vaivén constante fluimos con el espíritu del agua o nos expresamos con el del viento, nos encendemos de pasión con el fuego o nos conectamos con nuestras raíces en la tierra.

Los cuatro espíritus son las direcciones a seguir en ciertos momentos de nuestro aprendizaje, de nuestra evolución.

Seguimos así el rumbo del sur, del norte, del este, o del oeste, en el plano imaginario de una búsqueda interminable.

En este recorrido no son adecuadas las largas estancias en cada una de las casas secretas de los espíritus de los cuatro vientos. Los místicos, los grandes iniciados que siempre lo han sido, saben que cuanto más se acerca uno a cualquiera de los extremos, más tendencia tendrá a dirigirse posteriormente hacia el otro. Todo ello responde a unas fuerzas que están por encima de lo humano, las inamovibles leyes de las estrellas, del Cosmos, del conjunto de los universos creados.

Por eso sabe el sabio de mirada aquietada que la verdad está en el Tao, en aquello que es innombrable, que responde a una experiencia inefable, y es por lo tanto imposible de transmitir con las palabras apropiadas, ya que la experiencia mística, el rotundo encuentro con la divinidad, nunca podrá expresarse adecuadamente con palabras humanas.

Quizás por eso, y más que nunca, ahora que las puertas se están abriendo, será necesario recuperar el lenguaje cósmico, el de las estrellas, aquel que se fundamenta en la auténtica modulación del sonido como expresión sublime de la geometría sagrada.

En este viaje interminable, el paraíso mítico no está en el recorrido por cada una de las emociones, por las actitudes, por los valores que conceden los cuatros vientos, las cuatro esquinas de un universo tan solo estructurado como un cuadrado para reflejar la geometría de lo sagrado, del arquetipo de la base en la que se fundamenta toda construcción espiritual. La verdadera gloria que concede el cielo está en el centro, en el punto justo donde no hay tensiones entre los opuestos, donde la danza constante de la medida y del movimiento no nos aparta de un referente primordial, nuestra conexión con el origen.

Siempre se nos habló, y siempre lo pasamos por alto, de la importancia de la serenidad interior, de la necesidad de aplacar las emociones que nos perturban. No hay nada más bello que una emoción sublime, una pasión, un placer inmenso, pero siempre y cuando el énfasis no nos lleve a girar tan locamente en la rueda que nuestra falta de atención nos empuje hasta acabar en el polo opuesto.

Éste es el problema, la falta de atención, que tantos males acarrea a la humanidad. Por eso los ojos del sabio parecen lejanos, indiferentes a cuanto le rodea. Pero eso tan sólo es el fruto de nuestra errónea percepción. El sabio está en su centro, no le perturba nada, porque ha alcanzado la profunda magnitud del equilibrio, de la mansedumbre interior. Pero lejos de la frialdad y de la indiferencia, el sabio vibra con cuanto le rodea. Percibe a un mismo tiempo la mirada en los ojos de quien le contempla y el sinuoso movimiento de una mariposa que vuela entre las ramas de un roble. Huele el aroma de las flores y a la vez está atento al latir de su corazón.

Porque el secreto del equilibrio de las fuerzas está en percibirlas todas a un mismo tiempo. La visión interior, la experiencia extática, genera la fusión con todo cuanto rodea a un ser que ha logrado superar las distracciones de la mente. Desde ese momento todo forma parte de él, y por lo tanto nada le es ajeno.

Su tolerancia se acrecienta, así como el amor hacia lo que le rodea, porque entiende que no tiene por qué juzgar, censurar, o querer cambiar a los demás, ya que sólo será responsable y artífice de hacerlo cada uno de ellos.

Se dedica a contemplar, sea con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, porque su luz interior hace posible que los velos de la oscuridad se disipen. Es entonces cuando comprende como una verdad profunda que las emociones descontroladas alejan de su centro a los hombres y a las mujeres, y los arrojan sin piedad a una continua guerra. Quien está sometido por las emociones, por las emociones que no están equilibradas, lucha consigo mismo, se rebela contra Dios al no comprender la magnitud de su proyecto, y busca transformar al otro creando una legión de espejos en los que se refleja erróneamente, sin cesar.

El viento del norte de su boca se descontrola, porque se cree poseedor de la verdad, sin descubrir que no sólo salen palabras de ella, sino formas geométricas que modifican el resto de las formas geométricas que conforman el Universo. Gracias al Verbo se creó el Cosmos insondable, el conjunto de los múltiples universos, y por él se manifiesta a cada instante.

El agua del oeste que tendría que discurrir apaciblemente, siguiendo el curso de la armonía, de la serenidad, de la sincronía, se desparrama por todas partes, se aleja de su cauce, provoca inundaciones, destruye a los seres a los que debería nutrir con el agua del flujo universal, de la canalización suprema.

El fuego del este necesario para crecer en la pasión, en la iluminación, en la llama interior, prende por todas partes, quema la piel, los ojos que miran con violencia, y se extiende sobre la faz de la Tierra. No es fuego sereno de purificación, es hoguera incendiaria que quema libros, voluntades, almas…

La tierra del sur que debía estar afianzando el paso, dando hogar a las raíces de las que surge el Árbol de la Vida, se estremece en sus entrañas y no nos permite estar situados, anclados, firmes en un lugar. Derriba con cada temblor, con cada terrorífico terremoto, cuanto habíamos construido a lo largo de los años.

¿Alguien no entiende que las manifestaciones de nuestro planeta son las mismas que las de nuestros pensamientos, de nuestras emociones, y que la naturaleza responde al fruto de nuestros actos? ¿Qué nos recuerda todo este caos que se manifiesta en vendavales de palabras, en fuego de pasiones descontroladas, en riadas de fuerza incontenible, en desgarro de la tierra que nos sustenta? ¿Quién acierta a descubrir la fuerza de los elementos en los arquetípicos jinetes del Apocalipsis, que siempre, por encima de todo, será más que un fin una revelación?

¿No es la misma furia de los elementos que asolan la faz de nuestra amada Madre Tierra?

En 7.8 hertzios está el secreto del estremecimiento de la madre naturaleza. Quien quiera descubrirlo pregúntese en qué medida somos el planeta en el que vivimos, hasta qué grado nuestra imaginación crea un mundo, de qué forma somos lo que pensamos.

En este eterno viaje por la rosa de los vientos, los hombres y mujeres de conocimiento de las antiguas tradiciones nos dejaron un legado que nunca supimos ver con los ojos inocentes de un niño, con la mirada atrevida de un guerrero de luz, con el corazón palpitante de quien realmente quiere enfrentarse a la verdad, sea cual sea ésta.

Todo estuvo al alcance de la mirada de otros ojos, de forma tan sencilla que no les hizo falta más que una simple cruz para mostrarnos el mapa del más valioso de los tesoros, un puro holograma vivo, con consciencia en sí mismo, que formado por dos rayas cruzadas nos ofrecía la oportunidad de arribar a un punto donde se encuentra el paraíso, a medio camino entre el cielo y la tierra, entre el macrocosmos y el microcosmos.

Allí está el abrigo cálido de un huracán que no destruye nuestro hogar, el punto justo de donde surgen los anillos que nos hablan de la antigüedad de un árbol, de su origen al surgir de una semilla.

Siempre el centro, el natural equilibrio entre las fuerzas cuyo dinamismo genera todo lo que existe, en un proceso constante de creación y destrucción.

Allá donde se aplacan los suspiros, en el vacío en el que está el Todo, cuando en la humildad de las rodillas clavadas en el suelo se descubre la fortaleza de un ser supremo, está nuestro verdadero hogar y el retorno a eso que siempre consideramos el cielo prometido.

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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.