Año Mago Espectral Blanco.
24 de la Luna Auto-Existente del Búho.
Kin 1. Dragón Magnético Rojo.
Portal de Activación Galáctico.
Inicio de Castillo Rojo y de Génesis. Armónica 1.
Comienzo de la onda encantada del Dragón.
C. G. 10-11-03.
“Raíz de la Tierra” podía llamarse, o “espíritu de los caminos”. Tal vez “reflejo de luna” o quizás “la huella de un peregrino”. Conocía los augurios, los había visto en los ojos de los hombres, grabados en las hojas que arrastraba el arroyuelo, montaña abajo. Los había conocido grabados en la piedra y en el susurro de los consejos de ancianos. Había llegado el tiempo de las señales, los indicios que llevarían hasta el momento en el que se abrirían las puertas definitivamente, como tantas veces había sido anunciado: cuando todos los niños tendrían pan y sonreirían abiertamente, cuando las mujeres peinarían sus cabellos en ríos adornados por los versos de los poetas, cuando los ancianos verían pasar los años con las frentes pobladas por las arrugas de la esperanza.
“Rayo de luz”, o tal vez “Viento en la montaña”, había conocido los augurios tiempo atrás. Muchas veces, en cada uno de los cruces de caminos de su vida, había musitado, o escrito en cortezas de árboles que arrojaba al mar, para que se las llevara a la deriva:
–Cuando las siete estrellas brillen las puertas se abrirán.
Había visto muchas de esas puertas que se abren, cuando la luz surge con más fuerza y golpea la conciencia de los hombres. Había viajado desde tan lejos, durante tanto tiempo, que ya no era capaz de recordar todos los mundos que había visitado, los reinos que había recorrido su memoria, las manos surcadas por designios de futuro que había acariciado.
Ahora sabía que se abría una de las más grandes. Supo por los astrólogos del gran sextil, el hexagrama que cobraría forma en el cielo, de la luna que se oscurecería totalmente para que las profecías se ajustaran al curso de los tiempos. Acababa el viejo ciclo de 260 días que con tanto celo había dibujado en un viejo pergamino. Escrutó el trazo de la Tormenta Cristal. “Sangre de una estirpe” acarició su collar de abalorios, el petate en el que guardaba los añorados pertrechos que llevaría a la montaña.
Rebuscó en el fondo de su viaje bolsa de piel, y pensó en el día en que amanecería con el Sol Cósmico, después de que la luna se hubiera oscurecido, y los códigos de las entrañas de los seres humanos hubieran sido removidos. Ahora, mientras buscaba las señales de los cielos, y olía el aroma de la naturaleza palpitante de la mañana, sabía que su corazón se estremecía ya, que la sangre de sus venas empezaba a bullir más que nunca. Lo habían dicho los ancestros, lo había escuchado decir a los indios hopi, que recorrieron el mundo para clamar al cielo, a la tierra y a los hombres el legado ancestral que habían custodiado. Lo gritó el águila desde las alturas, y la serpiente desde lo más oscuro de su guarida en la tierra. Lo contaron las estelas de piedra de tantas culturas sobre la faz de un mundo celoso de sus tradiciones, de su herencia milenaria, de un recuerdo que trascendía las fronteras de todos los horizontes.
Por eso el caminante detuvo su paso, olió el aire que le rodeaba y lloró de emoción al pensar que había llegado el tiempo de la Concordancia Armónica, la última gran puerta antes de que se abrieran del todo las quejumbrosas hojas de roble y bronce de todos los archivos del planeta, de donde surgiría la luz de las tablillas de barro, de los ideogramas en láminas de oro, de la geometría sagrada de las formas luminosas, de las voces arrastradas por el viento a través de la T de los templos mayas en la selva de Palenque. Las pirámides abrirían sus entrañas para que el legado de los ancestros, de los maestros de las vestiduras blancas, de los portadores de bastones, de los seres serpientes, abrieran nuevos caminos.
La Física mostraría el movimiento de las fuerzas, el flujo y reflujo de las energías que buscaban constantemente el equilibrio de la vida; la Matemática mostraría la certeza de la luz de los números, de la vida como expresión de la medida; los oráculos encontrarían el punto de encaje para descifrar la clave con la que comprender que pasado, presente y futuro son al mismo tiempo en las vísceras celestiales del gran dragón amamantador que es el Orden Sincrónico, el Orden desplegado para los que ven para siempre, la Esfera y el Cubo, la cuadratura del círculo, los sephirots llameantes, el Tiempo palpitando en todos los cruces de las líneas del tiempo habidos y por haber.
La Geometría descubriría cómo se pliega el sonido cuando la música la retuerce en cada uno de los infinitos mandalas que el espíritu divino de la ayahuasca le había mostrado; la Música demostraría de una vez por todas la magia que había conservado, la metafísica de las octavas, con las que había cifrado, a través de sonoras notas musicales, la regia clave con la que el Arquitecto Supremo había construido el Universo.
Todos los guerreros habrían de reunirse en un solo punto, en el que confluyen las siete direcciones galácticas, donde el aum sagrado se pronuncia desde el comienzo hasta el final de los tiempos, unidos en el cuerpo sacro de Uroboros para demostrarnos que no existe principio ni fin, que en la eterna danza entre la luz y la oscuridad, el día y la noche, todo es medida y movimiento, expresión sublime de Hunab Ku en el centro de la galaxia, en el centro de todas las galaxias, en el centro del Universo y en el puro centro de todos los universos a un mismo tiempo.
“Agua de las emociones” abandonó todo cuanto conocía y se entregó a la naturaleza plena que le abrazaba con las aljumas de los pinos, el terciopelo del musgo en las rocas, el canto de los pájaros componiendo una sinfonía entre los enebros y las sabinas.
Nada más adentrarse en la espesura invocó al Padre Sol. Abrió los brazos y dirigiéndose hacia la fuerza llameante elevó su plegaria de conexión con el Cosmos insondable, con la respiración solar que le conectaba con aquel poder supremo que canalizaba hacia la tierra el flujo de información proveniente del centro de la galaxia, como había descubierto en uno de tantos viajes por los senderos de las trece dimensiones.
Fue tal el impacto de aquella conexión con la fuente solar que cayó súbitamente al suelo, comprendiendo instintivamente que tenía que masticar las bayas de enebro, sin saber conscientemente, ni planteárselo siquiera, si podían hacerle daño. A la vez supo que tenía que despojarse de toda vestidura, por lo que, desnudo como había nacido, prosiguió su camino entre las matas de romero y tomillo, caminando por los abruptos senderos en los que los hombres del pasado habían grabado miles de años atrás petroglifos que representaban un lenguaje no descifrado.
El condicionamiento mental al que había sido sometido durante tantos años hizo que sintiera temor de ser descubierto en ese estado, completamente desnudo, como los animales que le rodeaban por todas partes, como la corteza rojiza de los pinares o la roca pulida por el paso del tiempo. Era ese pensamiento una atadura a la tercera dimensión, que lo sometía a la esclavitud de las formas, de las apariencias, del miedo instintivo a ser reconocido como algo diferente. Ahora necesitaba dar un nuevo salto en el vacío mental, adentrarse en una nueva dimensión a través de la experiencia chamánica que sólo la pura intuición le reservaba.
La preocupación inicial por no poder encontrar los pertrechos que había dejado entre unas matas de esparto, incapaz entonces de volver a cubrirse con su ropa, desapareció cuando el instinto le consagró definitivamente en la más profunda conexión con la naturaleza, como nunca antes había sentido.
Era él más que nunca, sin temor alguno, sin ataduras físicas o mentales, libre para experimentar algo que poco a poco fue manifestándose como el retorno a su ancestral condición animal, en sus más relevantes aspectos. “Buscador de esencias” empezó a oler, sin darse cuenta, como hacían los animales, agitando la nariz, que ahora sentía como el hocico de un animal carnívoro. Recorría la montaña con destreza, como si los pies se le hubieran endurecido y no le importara caminar por encima de las ariscas plantas silvestres o las afiladas lascas de la roca desprendida. En pocos minutos se sintió como si fuera eso lo único que llevara haciendo durante millones y millones de años. Y así era realmente, pues de una forma muy primitiva comprendió que estaba realizando un viaje a través de la memoria ancestral de su sangre, de sus genes, para retornar a aquello que había sido, o lo había sido el conjunto de su especie en el pasado. Era sin duda una conexión indescriptible con su condición nahuálica. Se había convertido en la bestia que ahora campaba a sus anchas por la montaña, y ello no consistía, curiosamente, en la bestialización de un ser humano, convertido de repente en un animal salvaje, sino en un proceso sorprendente y maravilloso por el que un ser humano volvía a recuperar las virtudes más profundas de la esencia animal. Ahora sentía como nunca antes una comunión sagrada con su entorno, como si las ramas del árbol, el zumbido de los insectos o el viento restregando su cuerpo invisible entre las zarzas, fueran él mismo, de los pies a la cabeza.
Nunca había sentido ese placer inmenso de ser la pura naturaleza, en una comunión de energía que jamás habría imaginado.
Cuando proyectó su estancia en plena arboleda, lejos de la mirada de los hombres, decidió que lo haría en completo ayuno, así que para evitar la más mínima tentación se negó a llevar ningún alimento consigo. Este ayuno lo mantendría hasta el final, aunque no se privó de someterse a una prueba de instinto que bien le podía haber costado la vida. En ese viaje en el que ahora sentía que vivía una historia de millones y millones de años, llegaba hasta el pasado, como si hubiera puesto cabeza abajo a sus genes en un viaje hacia atrás en el tiempo. Por eso no le extrañó, como bestia en su pura esencia que se sentía, dominada por el instinto, que de pronto se agachara, metiera su cabeza entre los oscuros resquicios de los arbustos y mordisqueara e ingiriera trozos de robustos hongos que crecían a la sombra de los árboles.
Era sin duda un salto más en el abismo de la experiencia chamánica. Un remoto nivel de conciencia humana le gritaba a su ser, avisándole del peligro al que se enfrentaba. Si aquellos hongos eran venenosos su muerte podría ser irremediable. Había decidido vivir aquella experiencia en completa soledad, así que nadie sabría de él hasta la puesta de sol del segundo día. Para entonces, si eran tóxicos, habría pasado demasiado tiempo como para que alguien pudiera encontrarle y salvarle la vida.
Pero algo en su interior le decía que hacía lo adecuado. Ése, al fin y al cabo, había sido el proceso de experimentación del mundo animal, de acierto y error, de vida y muerte. A pesar de la conciencia animal que desarrollaba en ese momento, algo muy por encima de él le hablaba desde su interior, le indicaba que estuviera tranquilo, que en el camino de descubrimiento de los misterios de la naturaleza sólo los guerreros con valentía estaban a salvo de los problemas que causan trastornos a los mortales.
“Peregrino que deja huella en la arena” vivió en esos dos días el éxtasis de la comunión absoluta con su naturaleza primigenia. Acurrucado bajos los árboles contempló a la ardilla, saltando de rama en rama a unos pocos metros. Los insectos volaban a su alrededor y los pájaros entonaban sus melodías con toda tranquilidad, pues lejos quedaban las miradas indiscretas de los hombres. Tan sólo un ser integrado en la naturaleza, como ellos, recibía el baño de sol en su cuerpo desnudo, olía a ajedrea y se recostaba sobre el lecho pétreo de los líquenes, que dibujaban sobre la roca sus formas circulares como pequeños planetas de un sistema solar desconocido.
En ese idílico viaje a un remoto pasado descubrió en lo más profundo de su corazón que no había que despreciar la astucia de los animales, su capacidad de adaptación al medio, su desarrollado instinto y su capacidad innata para sobrevivir en las situaciones más adversas. La parte humana que se cobijaba en su interior agradecía esta enseñanza tan especial, la de la noble condición de recuperar la esencia animal que está inmersa en el genoma humano.
En este viaje que no puede expresarse con palabras sintió la tentación de abrazar a un árbol, a un viejo pino retorcido sobre el que brincaban los pájaros. “Cazador de sueños” sintió entonces algo indescriptible, el profundo vínculo con una emoción que hasta entonces había estado dormida. No hay palabras para contar lo que vivió en ese momento, pero una paz inmensa le inundó por completo, una armonía que le trasladó más allá del tiempo y del espacio. Sencillamente había retornado al paraíso interior, sabiendo, con una fuerza incomprensible que nunca le había abandonado, que siempre había habitado en esa dimensión de paz inmensa. Ahora descubría que la desnudez, que la entrega a algo que parecía una locura y la contemplación gozosa de cuanto le rodeaba, había sido imprescindible para recuperar esa inocencia perdida. Ahora vibraba en el paraíso interior que siempre había sido suyo. Empezaba a descifrar uno de los misterios más grandes de la existencia: una venda tapaba los ojos de los hombres, les hacía creer que habían sido desterrados, expulsados, de ese paraíso mítico en el que creían. En la especie humana quedaba esa desolación arquetípica de haber abandonado un lugar precioso para hundirse en las miserias de un burdo mundo de experimentación y desolación. Y no era así. Ahora sabía que nunca había abandonado el paraíso, pero sí había olvidado que había estado allí, todo el tiempo, aunque en su naturaleza humana fuera engañado por las ilusiones de la tercera dimensión. El paraíso era y había sido siempre suyo, porque allí era donde residía el ser de luz que había en su interior.
Con esta alegría que sentía, resultado de una de las experiencias más importantes de su vida, pareció retornar al tiempo presente, pero lentamente, evolucionando en sentido contrario, hasta adquirir su naturaleza plenamente chamánica del pasado. Había llegado la noche y seguía estando desnudo. Encendió una vela que situó sobre un rústico altar consagrado a los cuatro vientos, a las cuatro direcciones. Allí sentado contempló el horizonte, a la luz de la llama, con un bastón de poder en su mano derecha, sintiendo esa fuerte conexión con el Gran Espíritu que habían sentido sus ancestros, que sentía él mismo en ese viaje, unos cuantos miles de años atrás.
Entonces ocurrió otro gran prodigio. Sintió que una poderosa fuerza le envolvía, y le hacía hablar, como si dialogara con otro ser, que a su vez le contestaba. Nunca había experimentado algo tan sorprendente, pues realmente había dos seres dialogando, el que era en ese momento y otro que surgía de su ser más profundo. Poco a poco empezó a descubrir que el segundo ser se identificaba como un ser más elevado que él en conocimiento, en sabiduría, procedente de algún otro instante en el tiempo. Acertó a comprender que por primera vez en la vida experimentaba un diálogo entre las dos manifestaciones del mismo ser como parte de lo que él reconocía como multidimensionalidad. El yo del futuro le estaba hablando al del pasado, o al del presente, según se entienda, y le mostraba, con su hablar pausado, la sabiduría que algún día habría de tener en su constante proceso de evolución.
Esa fue la noche en la que la luna llena viviría un eclipse inolvidable, en conjunción, magníficamente planeada, con infinidad de sucesos astronómicos y astrológicos de imprevisibles circunstancias. Al amanecer el sol le abrió los ojos, recordando que estaba desnudo, que el día anterior había recuperado el paraíso interior y que había hablado con una versión de sí mismo, un otro yo multidimensional del futuro. Todo habría parecido un sueño si no hubiera sido porque esas experiencias se habían grabado a fuego en su conciencia.
Feliz como pocas veces había estado volvió a correr por la montaña, a morder sin temor alguno los hongos que crecían por todas partes, robustos y anaranjados. Tiempo después descubriría que no eran buenos para el ser humano, pero no era ése el momento de saberlo, sino de acceder al vértigo del instinto y de la experimentación. Empezaba a sentir mareos, y eso le preocupó un poco, porque se preguntó si no se debería ese malestar a la ingestión de los hongos. Quizás podría deberse al ayuno, a haber estado todo un día corriendo por la montaña sin ingerir alimento alguno, pero también podría deberse a un envenenamiento que podría acarrearle la muerte. Aunque su mente empezó a inquietarse, su corazón estaba tranquilo. Sabía que todo era como tenía que ser, y la tranquilidad colmó su espíritu.
Estaba en esa armonía interior, desarrollando el sublime arte de la mansedumbre, vinculado por cada uno de sus poros a la tierra que pisaba, al cielo que contemplaba, cuando le estremeció el estrépito de unos disparos que rompieron bruscamente la paz de cuanto le rodeaba. Eran cazadores. Sus escopetas escupían sin cesar la mortífera munición. El corazón de “Habitante de la montaña” se encogió, sintiendo una extraña sensación desconocida para él. Experimentó una emoción indefinible, como de miedo, encogimiento y aturdimiento al mismo tiempo. No sentía como el humano que escucha indiferente los disparos de unos cazadores, sino aquello que vivían en su interior, en su conciencia animal, todos los seres vivos de ese entorno que ahora sentía tan suyo. Fue a acurrucarse, a ponerse a salvo. Instintivamente se agazapó, tratando de pasar desapercibido. Experimentaba ese deseo de no ser visto, de no ser descubierto, con una percepción de enorme amenaza que podía acabar con su propia vida. No era la vida de un ser humano, sino la del cualquier animal que escuchaba algo que no forma parte de la armonía de su vida, algo que no es natural.
Un oleaje de insólitas emociones llegó hasta su corazón. Pensando en esos hombres que acudían a un lugar tan bello a matar, a matar y sólo a matar, se sintió absolutamente diferente de ellos, como si no fueran de un mismo planeta. Nunca como entonces, a través de aquello que sabía que sentían los animales, comprendió en qué medida era una locura esa barbarie de cazar a un animal por el simple deseo de experimentar placer, de pasar un rato agradable. Fue en ese instante cuando pareció sentir, de una forma difícil de expresar, que la conciencia animal de los seres que le acompañaban en la espesura de la montaña, guardando silencio como él, no percibían que los cazadores fueran malos, sino ignorantes. ¿Lo sentía él o lo sentían los animales? A un nivel muy profundo sabía que no había diferencia entre la conciencia de unos y otros. Algo más allá del instinto animal reconocía la ignorancia humana, pues sólo podría destruir tanta belleza alguien que no tuviera ojos para verla, quien careciera de la sensibilidad para comprender que sólo con aquellos disparos ya estaba generando un terrible caos en la armonía suprema que había costado tantos millones de años conseguir. No tenía ojos para ver algo tan maravilloso, como no tenía adiestrado su corazón para sentir cuánta desolación y temor provocaba en aquellas criaturas.
No formaba parte de su instinto, de su conciencia grupal, de su designio como especie, esa depredación por placer, sin necesidad, artificial y gratuita. Cada uno de los animales seguía el propósito de su especie, la supervivencia, la eliminación de los seres más débiles para ir fortaleciendo la especie, guardando un equilibrio absoluto que sólo era interferido por la inconsciencia del hombre. Curiosamente éste, que había llegado supuestamente al pináculo más elevado de la evolución, era el que ponía en peligro constantemente el equilibrio natural del que procedía.
“Voz en el silencio” se mantuvo acurrucado durante mucho tiempo, pensando en los animales que morirían en esa mañana, en los vuelos que se habían detenido, en cómo había cambiado el curso de esas vidas dentro de un flujo constante del ciclo de la existencia en las montañas. No entendía ese desatino, pero en vez de sentir rabia y odio por esas muertes inútiles, experimentaba dentro de su ser una absoluta perplejidad, como si asistiera a la visión de seres fantasmales que no alcanzaban a comprender lo que era la vida, el placer de mantenerse en equilibrio, la fortuna inmensa de deleitarse en silencio, quieto entre los árboles, contemplando a esos animales, que ahora estarían muertos, entonando sus trinos, o haciendo cabriolas entre las matas de esparto, abriendo a cada momento sus ojos para descubrir qué estaba pasando en su entorno.
Con esa incapacidad para comprender, al menos supo por qué le era tan difícil a tantas personas descubrir el paraíso interior, y por qué ese empeño en convertir los dones del universo en el caos y el infierno personal en el que tantos hombres y mujeres se movían. Si apenas se interesaban por respetar el orden natural, y además se comportaban de forma tan agresiva, cómo iban a descubrir sus leyes secretas, cómo podrían reconocer que el instinto animal nos puede abrir las puertas de una comunidad milagrosa formada por tantas conciencias distintas procedentes de especies tan variadas.
Encogido como los estarían los gorriones, las urracas, las abubillas y las liebres, como la serpiente y el zorzal, como el verderón, el conejo y los lagartos, como los halcones, el zorro y el gavilán, vio pasar el tiempo, hasta que poco a poco los disparos se fueron escuchando más lejanos, más espaciados. Los sembradores de muerte se habían ido…
Fue un deleite para sus ojos observar de nuevo el vuelo de los pájaros, que volvían a trazar ondas entre los árboles, el salto de la ardilla, que le miraba a los ojos con su inteligente mirada. La montaña volvía a cobrar luz, los oscuros nubarrones del temor se habían disipado. Él era testigo de aquel cambio en la vibración. Nunca había estado al lado de los cazadores, nunca en su vida, pero tampoco había estado hasta ese momento tan cerca de la conciencia animal como para comprender lo que verdaderamente había ocurrido.
Volvía a experimentar esa alegría, y se olvidó, como el resto de los animales, de la amenaza que se había urdido contra ellos. Volvió a saltar desnudo entre los enebros, a rozar con su cuerpo en libertad a las sabinas, a vivir con plenitud el abrazo solar de los rayos de Kinich Ahau, Atón, Inti, el Padre Sol en toda su plenitud.
Las horas fueron pasando, ajeno “Abrazado por el Sol” al movimiento de las manecillas de un reloj, al que hacía tanto tiempo que había repudiado, apartándolo para siempre de su lado. Ahora vivía el tiempo del Eterno Presente, en el día del Sol Cósmico, cuyo destino era alumbrar, resplandecer, entregando el amor supremo a todo cuanto le rodeaba.
Con leves mareos, con una sensación de desfallecimiento físico, pero lleno de plenitud interior, como pocas veces había sentido, vio marchar al sol en su movimiento constante por el Universo. Caía la tarde, y era el momento de que volviera a vestirse con las ropas de los seres humanos. Se sintió hasta extraño como se hubiera sentido un tejón poniéndose unas botas de montaña, o una culebra cubriéndose con una nueva camisa, y no de escamas, sino de tela y con botones.
Se arropó más que con otra cosa con la magia que le había acompañado esos días, que sin duda, y ahora lo había comprobado por sí mismo, eran, tal como había pensado, una puerta dimensional en el Tiempo.
Había experimentado tanto, había aprendido tantas cosas, que nunca sería capaz de expresar todo lo que habían visto sus ojos físicos, y aquellos otros de su cuerpo de luz, más allá del espacio y del tiempo, de cualquier limitación prosaica de fronteras.
Con su petate a cuestas caminó en silencio, con su tambor de la danza solar y el bastón maya, sus dos objetos sagrados más preciados, que siempre le acompañaban en los momentos más especiales.
Ya se ponía el sol cuando regresó al mundo de los hombres, con sus grandes ciudades, sus prisas eternas, sus caras de disgusto y su afán por poseer y conquistar todo cuanto encontraran a su paso, sin apenas acordarse de las leyes del equilibrio, de la armonía, de la búsqueda eterna que conduce a lo más sagrado, a la fuente de la que procedemos, al paraíso interior en el que existimos, aunque no podamos darnos cuenta de él hasta que no nos quitemos la venda del condicionamiento social al que hemos sido sometidos durante tanto tiempo.
Era como alejarse de lo más hermoso, pero no era así, porque en la ciudad estaban su esposa y sus hijos, las más bellas flores de su jardín del espíritu, y estaba la paz interior que había encontrado en esos dos días, que habían sido una eternidad expandiéndose como una onda en el lago de la conciencia.
Había vivido la magia verdadera y ésa no le abandonaría nunca. Sabía que había regresado al paraíso, aunque, como nunca lo había abandonado, realmente había recordado que siempre lo había habitado. Ahora lo recordaba, ahora lo hacía suyo en la memoria de nuevo, y no quería olvidarlo nunca más… Era muy hermoso sentirlo en lo más profundo de su corazón…, más allá de todo lo que pueda ser imaginado.
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.