Se extendía la música de las esferas por el bosque cubierto de brumas, y los animales, receptivos, captaban la sinfonía envolvente que abrazaba a la sombra del enebro, al romero en flor que se abría paso entre el lecho de hojas muertas, al lado del tomillo con fragancia de buena mañana.
Llegaban las notas a posarse en el manto verdoso del musgo, que adornaba la roca inquebrantable, el murallón de los tiempos pasados, donde escondidos en las entrañas de la tierra se encontraban los yelmos antiguos, rasgados como tejido de seda por el acoso de una despiadada espada.
La espesura ocultaba el pasado, con sus vestidos de armonía, de los que colgaba el rocío del alba como perlas, los haces de luz del temprano sol como hilos de oro, la drusa de cuarzo con aspecto de orfebrería de brillantes.
Hasta la tela de araña se cimbreaba al paso del eco sonoro, y el junco parecía mecerse en el lecho del río. ¿Era el viento el que lo acunaba o era la cadencia propia del cielo, que se abría paso entre el marrubio y las adelfas, entre las alas de la libélula agitada y el zumbido de la abeja que libaba sin descanso en las flores?
El alma desconocida de los animales, el alma colectiva de la especie, veía llegar las andanadas de colores, moviéndose con el regalo de la geometría sagrada, a través de espirales que se enroscaban en la ova del agua clara, en el manto rugoso del liquen, en la corteza anciana de un pino doncel que cantaba a su vez la gloria de los tiempos lejanos, que recordaba como si fuera ayer, en la memoria guardada en su vigorosa copa, de la que bajaban las ramas para rezar, sin dejar de acariciar el cuerpo agreste de la Madre Tierra.
Venía el sonido del cielo y se hacía uno con el humus por el que caminaban las hormigas, como si recorrieran éstas un paraje selvático del Amazonas, por el barro en el que las lombrices trazaban mandalas indescifrables, si acaso el rasgo enigmático del azar inexistente, pues todo en la naturaleza sugiere formas y ademanes, insinuaciones en cada momento de un orden oculto e inexorable.
Llegaba el canto angélico de los planetas y las estrellas para rozar con parsimonia las aljumas de los árboles, las alas temblorosas de la abubilla, en el intento de reflejarse con la magia invisible de los círculos concéntricos en la pupila acristalada de la ardilla.
Apenas reconocida por los seres humanos, la música inaudible, con la danza geométrica ajena a los ojos de la carne, se fue recostando con mansedumbre en el lecho apacible del orden natural, en el que la tarde se fue durmiendo tranquilamente, a la espera de la noche, cuando la luz de las estrellas mostraría el sendero por el que llegó el canto melodioso de la Creación interminable.
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.