Cauto se manifestó el gavilán, deteniendo su vuelo como por arte de magia en el remolino de aire invisible que se agitaba de un lado a otro. Contemplaba cuanto se movía en la tierra y comprendía, con la gracia de ave prodigiosa que Dios le había concedido, que todo en la naturaleza se manifestaba con su más pura esencia.
Sabía, como sólo puede entender un gavilán de refinados vuelos, conocedor ejemplar de las temperaturas del aire, del movimiento imparable del viento, que nada sucedía por casualidad en la vida.
Desde el aprendizaje de su instinto más primario reconocía el movimiento de las zarzas, y la sombra del roedor que se escondía entre sus afiladas espinas. Se había ganado a pulso el conocimiento previo del momento en el que caería la lluvia, de las columnas de aire caliente que le harían elevarse, de la zozobra calculada de cada una de las plumas que cubrían sus alas.
La rana, en el centro de su reino edificado en el interior de un gigantesco charco, sabía que había una secuencia matemática en cada una de las ondas que se producían en el agua, cuando caía una diminuta semilla, la gigantesca piedra arrojada por un chiquillo o la increíble obra pictórica provocada en el elemento acuático por una lluvia repentina.
Todo era causa y efecto en su mente de batracio, secuencia del movimiento de un antes y un después que al poco se difuminaba, para reafirmarse nuevamente en el calor intenso que resecaba el barro, que hacía que el agua se evaporara y la muerte se cerniera poco a poco sobre su mundo de vegetación acuática, de insectos sumergidos en el mundo espectral de una oscura charca.
Y allá a lo lejos, en lo más profundo de un insecto inclasificado, nunca descubierto por los biólogos, resplandecía esa conciencia universal que alentaba la vida, y que sabía, más allá de los órganos de un cuerpo más pequeño que la punta de un alfiler, que todo respondía a un destino, a un plan meticulosamente trazado para desarrollar la armonía suprema.
Porque toda huella, todo vaivén de la hierba silvestre, y el movimiento de las esporas en el aire, respondía a la ejecución de un artesano del espíritu, que esculpía el alma con su soplo divino, que levantaba la arquitectura suprema de un Universo entero, que pintaba el lienzo de las formas y los colores de todo cuanto fuera concebido por Él, mucho antes de que cobrara existencia.
El diminuto insecto, desconocido para la ciencia y para el mundo entero, liviano como un susurro, tan bien formado en su pequeñez como el mismísimo y gigantesco elefante, era conciencia en sí mismo, tiempo y arte, configuración de matemática y geometría, el resultado, nada casual, de un hermosísimo proyecto…
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.