Tarde de fuego en el rostro, cuando arde el cuerpo de tanto calor de verano como se siente al recorrer las callejuelas de Almería a primera hora de la tarde y, aun así, con esa alegría casi infantil, del niño que sigo siendo, por descubrir un enésimo monumento de la historia que nunca antes haya visto con mis ojos. Cuántas veces he experimentado esta sensación, Dios mío, después de una larga vida recorriendo medio mundo, de uno a otro confín del planeta, y siempre descubro la sorpresa a la vuelta de la esquina. Porque el descubrimiento de lo nuevo, de un terreno que nunca haya pisado, ha sido siempre uno de los mayores alicientes de mi vida.
Así que a través de un pórtico maravilloso de palmeras me abrí al despertar de los sentidos y me encontré en la inmensa plaza en la que se levanta la catedral de la Encarnación, en pleno corazón de Almería.
Me habían dicho que estaba amurallada, completamente fortificada, y me asombró ese relato sencillo, pero intrigante, de un templo de Dios convertido en baluarte defensivo de cualquier horda que llegara hasta este rincón de lo que ahora es el casco antiguo de una ciudad andaluza.
Y bien sabe Dios que en verdad es pura muralla para resistir cualquier ataque del más fiero de los ejércitos, un puro contrafuerte con miles de enormes sillares y recios torreones, una descomunal caja fuerte donde guardar en su interior los tesoros de la cristiandad, las reliquias sagradas, las antiguas imágenes de Jesús y la Virgen o de cualquier santo de tantos como ha habido, para que no cayeran en manos de los piratas que de tarde en tarde asolaban estas costas.
Qué gigantesca voluntad para proteger un lugar sagrado, cuánto miedo reflejado en cada uno de esos macizos bloques, densos sillares, el terror a ser vencido por el enemigo que, aun así, en la entrada principal de la catedral, sigue mostrando la alegoría celestial, el símbolo divino, la muestra de que accedemos por esa recia puerta de madera a un lugar sagrado, para rezar, para entrar en contacto con los seres de luz en los que creemos.
Recorrí de comienzo a fin esos muros ciclópeos, me dejé encandilar por cada uno de los bloques de sillería, para que no me quedara duda alguna de que en verdad estaba recorriendo una soberbia fortaleza, en el intento de ser inexpugnable, que ya la quisieran para sí algunos castillos de España. Pero me quedé parado, incapaz de contener mi asombro, ante la inmensa cantidad de ángeles que se mostraban en aquella fachada de piedra que ya mostraba claramente la crueldad del paso del tiempo, la forma en que, pacientemente, la erosión devora los magníficos relieves que los canteros hicieron en un lejano pasado.
Ángeles, ángeles por todas partes, allá donde mirara, en cualquier sitio donde pusiera mis ojos, cabezas de ángeles, ángeles con alas desplegadas y también, con inmensa pena para mi entregada visión, ángeles a los que gente sin piedad alguna les había arrancado la cabeza. Un fractal de cielo en aquella fachada, una pequeña representación para el mundo de los humanos de ese cielo prometido en el que vuelan miríadas de ángeles.
No me dejé sin ver ni uno. Miré por todos los resquicios de la fachada de este templo glorioso y, desconcertado, me pregunté qué motivo habría para defender un templo de Dios, aun sabiendo que siempre ha habido enemigos de Dios, por más que no exista más que uno, cuando tiene otro nombre o forma parte de otra creencia.
¿Por qué tuvo que existir una posibilidad de que alguien profanara un lugar tan sagrado, por avaricia, por rapiña, custodio de tantas obras maravillosas? ¿Por qué, antes de ser reconquistada esta tierra, un cristiano tuvo que arrasar una mezquita y por qué un musulmán destruyó una iglesia cristiana, si ambos son templos sagrados dedicados a un mismo Dios?
La dualidad del mundo siempre en eterna transformación, la cruz contra la media luna, y viceversa, y al mismo tiempo unión y hermanamiento entre los místicos de ambas religiones, que sí eran conscientes de servir a la misma fuente divina, al mismo conocimiento, por más que fuera diferente la lengua, el credo y la forma en que se reflejaba el conocimiento con diferentes símbolos.
Mística fraternal, sea cual sea la religión de la que proviene, a diferencia de ese crujir de espadas cristianas y cimitarras musulmanas en la lucha por el poder. Los místicos, los verdaderos seres espirituales, están por encima de las armas, de las atroces luchas, e incluso de las ataduras de los símbolos, que no son más que esquemas precisos para reflejar un inmenso conocimiento con la menor cantidad de imágenes posibles.
Los ángeles ha sido mensajeros celestiales para todas las creencias y religiones, porque Dios no encuentra diferencia entre todos y cada uno de los colores que surgen de un mismo prisma, ya que son vibraciones que se perciben con los ojos procedentes de un único haz de luz.
Así que olvidándome del calor que hacía a esas horas de la tarde me dejé embelesar por todos y cada uno de esos maravillosos ángeles, los que tenían cabeza y los que la habían perdido, y me recreé en su vuelo estático de piedra. Ellos, antaño, seguro que susurraron al oído de cristianos y musulmanes que todos ellos creían en un mismo Dios, que había un cielo añorado para cada uno de ellos, que el vergel de Al-Ándalus era un reino de la divina providencia capaz de alimentarlos a todos por igual. Pero los guerreros, de uno y otro bando, habían estado entretenidos durante siglos en aferrarse a un dogma, a dejarse engatusar por el fanatismo, por la sed de conquista, de justicia o de revancha, alimentando el derramamiento de sangre con más sangre todavía. Así son los espejismos del pasado, del presente y del futuro, trampas inmisericordes para el alma, que queda atrapada por las miserias de la carne, por el deseo de posesión que nunca encuentra plena satisfacción, pues cuanto más se tiene, más se quiere.
Allí quedan los ángeles, y seguirán estando mientras exista un mínimo trozo de esa piedra esculpida en la que se va borrando su memoria año tras año. Nos recuerdan que más allá de lo mundano, de esta burda tercera dimensión que nos cautiva de tantas formas, hay un reino de los cielos en el que todo lo perdido está ganado, que no nos hace falta nada material, pues al regresar a nuestro verdadero hogar aparecerá de la nada todo lo que hayamos soñado…
Foto: Ariadna Iniesta Sánchez.
Enlace: https://www.sieteluces.com/un-cielo-con-angeles-de-piedra-catedral-de-la-encarnacion-almeria-15-de-julio-de-2021-espiritualidad-enigmas/
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.