Qué extraño mundo el nuestro, en el que hay que ir de puntillas para que hasta las palabras que pronunciamos como pétalos de flores no sean interpretadas como espinas de cactus envenenados. Vivimos en un tiempo en el que la crispación cotiza en bolsa y siempre alcanza beneficios y se multiplican sus acciones, la compra y venta de improperios en una sociedad de mercaderes en la que el tiempo es oro y el espíritu ha sido relegado al interior de las alcantarillas.
Qué extraños derroteros los de una humanidad que se entretiene en convertir el bellísimo planeta en el que hemos nacido en un vertedero inabarcable de plástico y residuos tóxicos.
Habitamos en el “paraíso» de la tortilla del revés, en el que las buenas acciones se interpretan como actos de blandura y cursilería y los delincuentes de guante blanco, y hasta los de guante negro, se elevan a la condición de héroes y se convierten en protagonistas esenciales de las tertulias, los programas incendiarios de la telebasura y los vertederos mediáticos.
Las redes sociales tejen telarañas invisibles en las que cualquier comentario bienintencionado, y hasta de lo más documentado, puede ser censurado o difamado con la acusación de “mensaje falso», al tiempo que el algoritmo dichoso recibe con los brazos abiertos las solicitudes de amistad de la pornografía pura y dura que cada día se asoma, descarada y machaconamente, a la pantalla de nuestro ordenador.
Recuerdo un tiempo en el que eran importantes los valores humanos. Ahora, lo que se estima como fundamental para la supervivencia es todo lo que sea capaz de aumentar la audiencia, aunque sea una sartenada de chismes, información sin contrastar y la propia lucha encarnizada, como la de los antiguos circos romanos, entre los propios miembros de una mesa de debate de televisión, en la que la ideología de partido ha suplantado el rigor periodístico de las dos huestes enfrentadas en el sangriento cara a cara.
Pan y circo, como en los viejos tiempos de Roma, la tragedia constante a la mayor gloria del aumento de espectadores, el sensacionalismo al poder y el burdo engaño convertido en el rey del mambo de un entresijo de globalización en la que se vende el alma al diablo por un minuto de gloria ante las cámaras.
O lo que es lo mismo, pan para hoy y hambre para mañana, hierba convertida en ceniza porque ya pasó por allí el caballo de Atila, la información al mejor postor y sálvese el que pueda.
En este imperio creado por los saqueadores del espíritu, el tiempo como arte ha sido proscrito, la hermandad es cosa de los mitos, las sonrisas se van perdiendo porque algo o alguien con muy mala leche ha puesto a este planeta al borde del precipicio, y las mascarillas nos han tapado el rostro y de paso nos han encerrado un poco más en nosotros mismos, para que eso de los abrazos colectivos pase a la historia.
No siempre lo luminoso es luz, también alumbran los neones y muchas veces son de los tugurios más innobles que uno se pueda echar a la imaginación y a la memoria.
El paripé y el postureo se unen al cartón piedra de los decorados, las máscaras de la tragicomedia, escenarios de quita y pon en los que cada vez se ve menos sinceridad en todo lo que vemos. Un teatro para los sentidos, una jaula de grillos en la que nadie se entiende.
Menos mal que quedan todavía rincones en la naturaleza donde vibra la armonía, animales sensatos con los que conversar y pasar un buen rato a fuerza de descubrir que cada vez van pareciéndose más a zombies los que antes eran seres humanos.
Tiempo de crisis, de crisis interminable, de laberintos en los que uno se pierde tan pronto como da el primer paso.
Que no me arrebaten la espiral de una rosa para que me hipnotice, un lago calmado en el que serenar mi espíritu cansado, un horizonte, aunque sea imaginado, para que creer que aún quedan en mi vida diez centímetros cuadrados donde guardar un jirón de la esperanza.
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Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.