Todavía recuerdo los abrazos dados generosamente en la calle, a la vuelta de una esquina, bajo los robles y en lo alto de las montañas, coronadas por los apus que saben de la memoria colectiva de los seres humanos. Un tiempo que fue casi ayer, pero que me parece lejano como las viejas crónicas de la erupción del Vesubio o las luchas de gladiadores. ¿Cuándo fue, realmente, que el destino nos torció el camino que recorríamos para convertirnos en un potencial peligro al acercarnos a cualquier otro ser humano?
Todavía pienso en aquellos tiempos en los que salir a la calle y perderse entre una muchedumbre de seres humanos era tan normal y corriente como respirar aire limpio, el que ahora apenas nos llega cuando vamos con el rostro cubierto con una mascarilla, como los bandoleros de las películas antiguas.
Y fue hace unos días, muchos, los suficientes como para hartarnos de este giro en el tiempo, este tropiezo fortuito que se ha llevado por delante cientos de miles de seres humanos.
¿A qué juega el destino o los científicos de un laboratorio, enésimo engendro de la ciencia, que también tiene su lado oscuro, como lo tiene todo lo que existe sobre la faz de la Tierra?
¿Sabremos algún día qué o quién fue responsable de esta tragedia? ¿O volveremos a ver cómo las manos limpias de unos seres humanos tapan el rastro que dejaron las manos sucias de otros seres humanos?
¿Habrá conciencia para revelar la verdad, caiga quien caiga, aunque no sea más que por hacer justicia con todos aquellos que vieron truncadas sus vidas, enterrados para siempre o llevando a cuestas para toda una existencia la carga insostenible de las secuelas?
Aún me viene a la cabeza lo fácil que era dar un beso en los labios a la persona amada, sin que el cerebro te recordara que tal vez con una mera caricia puedes torcer la línea de tiempo del ser que amas. Y viene a mi memoria esa libertad sencilla, nunca del todo valorada, de poder ir a cualquier sitio que te apetecía cuando te daba la gana.
Nunca se sabe cuándo va a cambiar el destino de un ser humano, de una familia, de un pueblo, de una nación, de un planeta. El efecto mariposa siempre está sobre nuestras cabezas, como una espada de Damocles, como una mosca cojonera que nunca sabes cuándo se va a posar sobre tu nariz o te va a zumbar dentro de la oreja.
Hay un sorteo de la lotería universal para conceder los premios de la fortuna y la desgracia, y todas y cada una de las bolas, con nuestros nombres, de todos y cada uno de los seres de la Madre Tierra, están en el bombo. Así que, como dice Richard Bach, «Nada es azar”, y siempre habrá un tonto de turno, un genocida aburrido o un puñado de illuminatis de mala entraña para planificar la nueva masacre colectiva que se les ocurra nada más levantarse a primera hora de la mañana. Por eso mismo, siempre nos quedarán los sueños, los círculos sagrados, el aroma del copal elevándose al cielo o un refresco en una tarde de verano, además de millones de seres humanos comprometidos con un cambio de conciencia que no podrá parar la peor ralea de este Universo, sea de naturaleza física o etérica. Para los verdaderos soñadores, los que siguen creyendo que otro mundo es posible, no hay barrera, ni trinchera, ni alambrada, ni canto de sirena, que detenga a la luz en su constante evolución hacia la frecuencia más elevada.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.