Cuánta luz hay en el reino de los cielos, cuánta mansedumbre reposada en el arco iris que se trenza en el coro de los ángeles.
Hermoso será cuando llegue el día y también yo pueda vislumbrar definitivamente esa red de hilos dorados que a todos nos comunica, ese prado de luz donde todos los que han llegado se abrazan para recordar las viejas historias compartidas y contarse qué ha sido de cada uno de ellos desde que se separaron.
Hay un cielo prometido, me lo dice el corazón, más todavía el alma, y hasta las entrañas se remueven sabiendo de la certeza, y aún lo sabe más cada una de las experiencias secretas que tal vez nunca sean compartidas y se vayan conmigo. Confianza plena hasta límites inexpresables de la existencia de esos templos de luz que se elevan y se elevan a más altura que los más grandes rascacielos de la Tierra, donde se escuchan los cánticos más hermosos, un ángelus que estremece lo más sublime del alma.
Y el caso es que nacer y morir es un suspiro cuando se echa la vista atrás y te das cuenta de que los sucesos más lejanos en el tiempo parece que hubieran sucedido ayer mismo.
Un corto viaje es la vida para quien sabe que la eternidad es un tren bala que va pasando a una velocidad de vértigo por incontables estaciones, y cada una de ellas es una existencia para volver a aprender de nuevo las reglas del juego de la vida, esa forma de experimentar interminablemente un puñado de lecciones de ese libro interminable que es el Infinito.
La vida es realmente un sueño en el que uno está dormido; la muerte, paradójicamente, es despertar a la vida de los ojos abiertos con el alma inmortal que viaja más allá del tiempo y del espacio. Allí un millón de años puede ser como un segundo y un instante parece que durara para siempre.
De tantos años vividos ya hay una muchedumbre de seres de luz que antes fueron familiares y amigos, viejos compañeros de viaje en la rueda de las encarnaciones.
Qué luz más bella se prodiga, qué exhalación de aroma indescriptible, que es el del conjunto de todas las flores; qué arcos de fulgor de estrellas para acceder a los santuarios donde los que ya se han ido se instruyen en el conocimiento necesario para cuando vuelva a emprenderse un nuevo viaje.
Un reino etérico que es la fuente primigenia que todo lo crea y lo sustenta, así que habrá libros de luz para seguir leyendo, y pluma y tintero de luz para continuar escribiendo, que cuando llegue ya estaré harto de darle a un medio tan primitivo como el teclado de un ordenador, así que escribiré con pura luz, con trazos en un cielo de color azul turquesa, poemas de amor que sean con puro amor escritos. Versos infinitos que recorrerán un mundo entero interminablemente.
Y ya no habrá vacío que llenar, ni lágrimas que derramar, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo de este planeta de las contradicciones, del que me iré sin entenderlo.
Viene la luz, cada vez se acerca más, el reloj de arena poco a poco se va quedando sin sus granos, y no debe ser para nada motivo de angustia ni tristeza, sino de emoción contenida a la espera del momento más sublime que puede experimentar un ser humano, pues siempre es el regreso al verdadero hogar, allá donde la luz es gloria y descanso, una oportunidad para recordar lo que verdaderamente es uno mismo sin el olvido que provoca la materia.
Y allí estará la muchedumbre de los seres queridos y el abrazo de luz de tanto amor compartido.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.