UROBOROS Y EL VIAJE INTERMINABLE IX OLLANTAYTAMBO Y EL PUENTE CON LAS PLÉYADES

18 de febrero de 2003. Ollantaytambo, Urubamba, Valle sagrado de los incas, Perú. Si hay un lugar en el planeta que me haya impactado hasta lo inexpresable por sus construcciones ciclópeas, el misterio del origen legendario del pueblo inca y una civilización surgida de las entrañas de la tierra, que revele con tanta claridad la conexión de los seres humanos con las Pléyades y que encima cuente con pirámides ocultas, gigantescas figuras talladas en la piedra y un enigma irresoluble, al menos de momento, para comprender cómo se pueden mover piedras de cientos de toneladas de una montaña a otra pasando por un río, es sin duda Ollantaytambo.



Llegué hasta este mágico pueblo saboreando el sabroso maíz de una mazorca de las que una nativa cocía en una olla junto a la carretera por donde pasamos, y con mucha dificultad para respirar ascendí por una montaña que me llevó hasta una chakana, la cruz andina, grabada en unas colosales rocas, las que dan forma al Templo del Sol, que jamás entenderé cómo fueron llevadas hasta allí desde lo más alto del cerro de enfrente, un rompecabezas que no hay quien lo entienda. Allí vi ondear una bandera de la paz de Nicholas Roerich en el extremo de una larga caña, y supe con un vuelco en el corazón, sin verlo, que la llevaba mi hermano de luz, el portador de la bandera de la paz y guardián del fuego, Óscar Tinajero, todo un símbolo espiritual a nivel mundial, y con el que he compartido increíbles aventuras en México, Perú, Bolivia y España, y que he tenido el honor de tenerlo en mi casa. Audaz, intrépido, correcaminos como nadie en el planeta, vino afrontando un enésimo peligro en el “tren de la muerte” para encontrarse con nosotros sin que yo supiera que vendría. Una enésima sorpresa, un pálpito del alma, que llenó esa mañana empapada por la llovizna con el radiante sol de la hermandad que no sabe de fronteras.

Desde esas alturas observé la majestuosidad de un tambo (que eran almacenes en los que los incas tenían toda clase de alimentos), las interminables terrazas de los cultivos, que crean un espectáculo maravilloso, como también tuve la oportunidad de verlos en Machu Picchu, en Písac y en tantos lugares de los pueblos andinos. Me quedé como hechizado contemplando, en el cortado de una montaña lejana, el claro perfil de una gigantesca escultura, la de un inca, en cuyo ojo se vislumbran las Pléyades en un momento muy determinado del año, marcando a través de la mirada del regente del Tahuantisuyo una señal iniciática y misteriosa sobre el origen de algunos de los instructores cósmicos más importantes de la historia de la humanidad. Viendo la grandeza de cuanto me rodeaba, en la lejanía, era incapaz de saber, lógicamente, que la gran estructura y altar donde había visto la chakana, con su imperiosa manifestación de arte de construcción que altera los sentidos, no era más que la punta del morro de una inabarcable llama, la silueta de un camélido emparentado con la alpaca, el guanaco y la vicuña, que hasta tenía como ubres el interior de una cueva. Con el tiempo me enteraría de que lo que parecían cultivos aterrazados en la lejanía, eran realmente pirámides camufladas.

Sentí en ese momento, y eso que solo veía una mínima parte de la grandeza de ese paraje tan cercano, que era una enorme, fastuosa y divina “pizarra” en la que los ancestros incas habían dibujado los diseños de un libro del conocimiento a gran escala, de los más grandes que se han visto en la historia de la especia humana, porque además de todo lo que veía, había bloques de toneladas y toneladas encajados con la perfección que tantas veces había visto, pues no pasa entre la hendidura ni una cuchilla de afeitar, en un tiempo en el que no había grúas para construir rascacielos ni maquinaria pesada, ni rayos láser ni diseño por ordenador.

Me embargó el misterio, me embriagó la fuerza telúrica del lugar y me dejé empapar con los brazos abiertos por la lluvia como un regalo del cielo. Fue una de esas veces en la que me desbordó la conexión con lo Absoluto, el Infinito, como he sentido en la pirámide de Micerinos, donde fui encerrado con reja y cerrojo, completamente a oscuras, por designio de lo inaprensible, o en Tiahuanaco, en el templete semisubterráneo de las cabezas clavas, donde pude ver rasgos inconfundibles de todo tipo de razas humanas e incluso de las que sé con certeza que no son humanas.

Son estos lugares los que me abrieron los ojos como nunca antes para comprender que nunca hemos estado solos, que a pesar de la grandeza de cada gran civilización todas tuvieron la enseñanza y el impulso de algo que trasciende a nuestro conocimiento y que sin duda no es originario de la Madre Tierra, Gaia, Pachamama.

Desde las alturas observé el trazado del pueblo antiguo de Ollantaytambo, que hasta en eso fueron geniales sus creadores, pues todo él, de pura piedra, es una gran mazorca, en el que cada una de sus casas es un grano de maíz, culto ostentoso a la planta pilar de vida del pueblo inca, convertida en puro diseño arquitectónico y de trazado urbano en tiempos inmemoriales.

Sin duda es un espejo del cielo, de las creencias, del mito, un lugar para ver desde muy arriba, desde los más diversos puntos de esas montañas que yo llamo de cobollo de lechuga, en punta, que hay que mirar levantando la cabeza hasta juntar la nuca con la espalda, siempre envueltas en la bruma de las nubes y de los misterios del pasado.

Óscar Tinajero, con su bandera de la paz, y yo con mi bastón maya del Ahau Can y mi tambor de piel de venado, Ollin Eterno, caminamos por esas calles con muros de andesita y la ruda colgando de un palo en la puerta de las casas para evitar todo tipo de adversidades y maleficios, lo que me emocionó por el amor que siempre he tenido por esta planta sagrada, transmutadora y sanadora, de la que mucho antes ya conocía sus propiedades mágicas y la tenía siempre bien cerca de múltiples formas.

Surgen de las brumas de la leyenda, pero se mantienen firmes para ver el futuro, la Real Casa del Sol, con sus diecisiete terrazas superpuestas, la plaza Mañay Raqay, la plaza de las peticiones, y el fuerte Choqna, que en quechua significa “donde se derriba o arroja”, la Portada Monumental y el Recinto de las diez hornacinas. Y con el murmullo del agua, sus fuentes litúrgicas, el Baño de la Ñusta, con sus tres salidas de agua.

Allí se quedó el prodigio inabordable para todos los que tengan la suerte de descubrirlo durante miles y miles de años más, pues seguirá surgiendo de la tierra la energía que todo lo envuelve, el mensaje grabado en piedra de aquellos que vinieron del cielo, la sabiduría de un pueblo ingenioso, trabajador y noble, que supo conciliar de una forma absolutamente perfecta el arcano misterio de la Tierra y de las estrellas.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.