27 de abril de 2002, Dzibilchaltún, enclave maya de México que significa “lugar donde hay escritura en las piedras planas”, a punto de realizar la caminata sagrada a través de un sacbé, “camino de la luz”, para llegar hasta los restos arqueológicos que por enésima vez me permitieron realizar un viaje en el tiempo, vivir una iniciación del pueblo maya y bañarme en las aguas del cenote Xlacah, que tiene cuarenta metros de profundidad.
La magia ya venía de lejos. Años antes de emprender el viaje había tenido una hermosa visión en la que me encontraba con un chamán en la selva, incluso me intrigaba saber en aquella época cómo podría reunirme con aquel ser que había visto. ¿Acaso me tocaría algún día un viaje a Cancún en un sorteo?, me preguntaba, incapaz de comprender por aquel entonces que pudiera viajar tan lejos si no tenía dinero para hacerlo. Y con el tiempo, fue a Cancún precisamente donde llegué para tocar por primera vez en mi vida el suelo de México.
Nada más llegar supe que era él, desde el primer momento en el que lo vi, mi hermano de luz Manuel López Fierro, Ikxiocelotl, Garra de Jaguar, totonaca y guardián de la tradición olmeca, el que me transmitiría posteriormente un inmenso legado de información y las fotografías del descubrimiento de las cabezas olmecas que apenas se conocían en su país y ni por asomo en España. Era el mismo ser honorable que me entregaría, de una forma mágica, apasionante, que todavía me aturde cuando recuerdo lo que pasó, su sagrado tambor, Ollin Eterno, que muestra la cruz de los cuatro vientos, la simbología de Quetzalcóatl.
Llegué hasta México consciente de que viviría incontables prodigios, pero me quedé corto, muy corto, al imaginar lo que podría suceder. Nada más prepararme para iniciar la caminata a través del camino de la luz, Ikxiocelotl se acercó hasta mí y quiso hacerme partícipe de algo que sin duda habría sido para mí todo un sueño, como el regalo de reyes para un niño pequeño. Poco antes, cuando nos vimos por primera vez, nuestras miradas se cruzaron, y de una forma inexplicable para mí nos reconocimos, supimos quiénes éramos, nos conocíamos desde siempre en la oscura noche de los tiempos. Miré su pecho, vi las cicatrices y en ese momento pensé en esa terrible iniciación en la que el neófito es elevado en el aire, atravesada la carne de su pecho, como se puede ver en la película “Un hombre llamado caballo”. Desde entonces estuvimos unidos de una forma que es imposible de describir.
Fue por eso que, mientras preparaba mi equipo técnico, se acercó hasta mí para dejarme su tambor de la danza del sol, todo un honor que, como tamborilero de Hellín, supe valorar como se merecía. Ya se tiene que honrar mucho a una persona para dejarle el tambor que en ese momento es de uno y solo de uno, a quien pertenece, el único que lo tiene que tocar. Pero me vio tan atareado con el puñado de cámaras que me había llevado para documentar el viaje que no pudo hacer realidad su deseo.
–Oh hermano, te veo muy ocupado –dijo con cierto pesar. Sabía que no tenía dos manos libres para tocar el tambor, para sujetar con la izquierda el trenzado de cuerdas y con la derecha el palillo, así que me dejó su sonajero, para el que solo necesitaba una.
No dejaba de ser un acto de inmensa generosidad, pero creo que nunca como en ese momento he lamentado más en mi vida tener que hacer un trabajo periodístico que por fuerza tenía que ser compatible con mi entrega espiritual para vivir, con otra vibración, en otros planos y niveles de conciencia, una auténtica iniciación en el linaje de los ahaukines, bajo la guía y protección de Nah Kin, quien nos había reunido amorosamente para abrirnos las puertas del conocimiento ancestral maya. Para una vez que un chamán me dejaba su tambor, me quedaba sin poder tocarlo, y encima me pasaba a mí, pues el redoble del tambor ha sido un acto sagrado desde que nací.
Iniciando con incontenible enfado mi primer ritual maya, apretando los labios con rabia, se obró, sin embargo, uno de los muchos prodigios que se producirían en un viaje intenso, sobrenatural, sobrecogedor, en el cruce entre el corazón del Cielo y el corazón de la Tierra. Entonces vino la visión y me vi tocando el tambor de Ikxiocelotl en la pirámide de Uxmal, a la que no habíamos llegado todavía, que sería el 1 de mayo, días después, en la gran celebración de la luz en honor a Kinich Ahau, al padre Sol. Estaba viéndome a mí mismo tocando con pasión un tambor que no me había sido entregado por tener las manos ocupadas. ¿Cómo era posible esa claridad de imagen, ese redoble intenso junto a la única pirámide ovalada del mundo, que Nah Kin me dijo que en realidad tenía el nombre armónico de Ak-He-Nah-Tun? Esas palabras me recordaron el nombre del gran faraón conocido como Amenofis IV, Akhenatón, quien instituyó el primer culto monoteísta del antiguo Egipto a Atón, el Sol en su máxima expresión espiritual.
A un prodigio se iba sucediendo otro, pues por obra de un misterioso encuentro que se produciría días después en Mérida, Yucatán, Ikxiocelotl me regaló su tambor, me lo regaló para siempre, para que lo llevara por el mundo utilizando su magia, para que el propio instrumento de percusión, con su piel de venado, me enseñara a mover la energía de los seres humanos. Y aquel 1 de mayo, cuando tocaba Ollin Eterno con ilusión desmedida, y contemplaba la pirámide del Adivino, di un respingo, me recorrió todo el cuerpo una descarga eléctrica, sentí escalofríos, a pesar de que estábamos a casi cincuenta grados de temperatura, porque entonces, como nunca antes en mi vida, comprendí la verdadera naturaleza del tiempo, del viaje en el tiempo, de la ilusión y el espejismo del tiempo, y que el tiempo es un estado interior de conciencia. En suma, del No Tiempo, del Eterno Presente.
El eco de la leyenda nos dice que la pirámide fue levantada en una sola noche por un enano que había nacido de un huevo que había sido encontrado por una bruja en las cercanías de Uxmal. Esta extraña criatura tenía la facultad de adivinar el futuro, por lo que recibió el nombre de “el adivino”. Curiosamente, el enano se encontró un día un tunkul, es decir, un tambor. Como la profecía había anunciado que quien lo tocara recibiría el trono de la ciudad, cuando se escuchó su sonido el rey de Uxmal supo que dejaría de serlo, así que sometió al enano a duras pruebas, una de ellas aguantar el golpe en la cabeza de un mazo de piedra aplastando una cesta entera de cocoyoles, que son frutos de corteza muy dura. El rey de Uxmal se sometió a esta misma prueba y murió con el primer golpe, dando comienzo al reinado del misterioso personaje, el enano que salió de un huevo, era adivino y tocaba el tambor.
Llevo desde entonces en mi corazón la visión del horizonte a través del arco del templo de las siete muñecas de Dzibilchaltún, recuerdo la caricia húmeda del agua del cenote con todas sus ofrendas milenarias en mi piel de serpiente emplumada y aquella ceremonia para descubrir a qué elemento de la cruz de los cuatro vientos nos entregaríamos, que para mí no podía ser otro más que el del norte, Ik, el viento, el espíritu del aire, la palabra, la comunicación, el aliento solar que mucho antes de soñar que viviría todo aquello en México ya había recibido de los mayas galácticos, lo que parece un mito, una leyenda, un cuento de hadas, entre tantos como se han escrito sobre la faz de la Tierra, pero que no es sino el compromiso sagrado asumido por un ser que empezaba a manifestarse en ese momento, que comenzaba a recordar: Ahau Chinan, “el ser que absorbe la energía de la luz”. En aquel lugar en el que hay escritura en las piedras planas comencé a recordar la memoria que me unía a las tierras del Mayab, que antaño supieron del puente estelar con las Pléyades…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.