En honor a San Rafael Arcángel
José Antonio Iniesta
IV
La memoria de la sangre
23 de octubre de 2020
Resurge de vez en cuando esa placidez de un tiempo que siempre es de añoranza, más hermoso por muchos motivos que cualquier otro vivido, porque es cuando se van forjando los sueños, la magia todavía habita entre las rejas de las fachadas encaladas y la inocencia nos envuelve con un cálido chal blanco que tiene el calor del abrazo de una madre. Tiene olor de pan caliente recién salido del horno y de hermandad de vecinos, de sillas y mesas sacadas a la calle para cenar viendo la tele en blanco y negro en la misma puerta, en mágicas noches de verano en las que éramos tan inocentes que nos entreteníamos en capturar murciélagos con largas cañas coronadas por un trapo negro, tal como nos habían dicho nuestros padres para reírse un buen rato de nosotros.
El barrio de San Rafael era un cosmos en sí mismo, un laberinto de calles en el que se perpetuaban nuestros linajes, de gente humilde y hasta muy pobre, con familias que hacían lo increíble para sobrevivir en una de las siete colinas, sobre un lecho de pura piedra en el que bullía, a pesar de todo, la vida.
De cal era su rostro, teñido por el colorido de los geranios y los claveles en las ventanas. Las rejas habían sido el mudo testigo de inmensas proezas, del paso de soldados maltrechos por antiguas batallas, ritos de curación, oraciones de la Edad Media, romances cantados por mujeres sabias, canciones a la luz de la luna cantadas por enamorados para emocionar a las mocicas casaderas.
Gente humilde, pero noble, como si todos fuéramos parte del mismo clan, de la misma familia, hermanados de una forma singular por un destino compartido. Con ese sortilegio de las calles, tejados de teja árabe, estrechos ventanucos que dan a cámaras donde hubo espuertas de vendimiar, o se mondaba la rosa, o se guardaba el pan en un escriño de esparto picado y paja de centeno. En esos rincones de la umbría se vivió el amor y un mar de lágrimas con cada parto. Esas mismas cámaras que yo recorría, pobladas con artesas para hacer el pan casero, un cuadro de estilo modernista de la Dolorosa de Salzillo, los cuatro trapos para afrontar la vida y siempre, por algún sitio, la estampa de San Rafael, con su brillante escudo y su espada en alto.
Por esos rincones de la historia de mi vida, de habitaciones de paredes de pura piedra, sin enlucir, o de viejo tapial, desconchadas muchas veces, con la humedad de los hogares con siglos de existencia, de murmullos y risas, de rosarios de penas, viajaba sin cesar el niño escriba, la criatura que en sus años mozos, cuando apenas levantaba unos palmos del suelo, iba de casa a en casa escribiendo cartas a las madres para los hijos que estaba haciendo el servicio militar, para los que se habían ido a Francia a ganarse la vida en la vendimia o los que habían abandonado el nido para siempre en busca de cuatro perras para no morirse de hambre, que ahora habían creado una nueva familia en cualquier lugar de la costa del Mediterráneo o en Palma de Mallorca. Alejados por las dentelladas de la existencia nunca dejaron de amar la tierra que les dio la vida, pero que también los había arrojado a la más pura miseria. Nunca olvidaré aquellas hojas rayadas, mi bolígrafo dejando en cada línea el corazón partido de tanta gente que nunca aprendió a hacer una simple letra, que con un G. A. D., o lo que es lo mismo, Gracias a Dios, sellaba en una misiva su entrega a la voluntad divina, la de estar protegida bajo el amparo deseado.
Y todos nosotros teníamos a un vecino ilustre, a un arcángel descalzo, de pies desnudos, posado sobre un trocito de nube encaramada al pedestal, acompañado por un joven Tobías con sandalias.
Allí está mi madre todavía, aunque hace tiempo que Dios se la llevó al Cielo, dándole con clara de huevo a sus ojos para que tenga ese brillo especial que luego han contemplado tantas veces los hellineros. El sueño del recuerdo se hace gozo y duele al mismo tiempo. Siempre quedará ese círculo de vencejos, con sus intensos silbidos, que en primavera creaban con su frenético vuelo en el barranco del Judío, a cuyo abismo en el cortado se asomaba la ventana de la buhardilla de mi infancia, la “camarica” en la que se forjó, de comienzo a fin, el mundo interior que ahora se desparrama en interminables palabras.
La historia de siglos se me mostraba hasta cuando jugaba, haciendo agujeros con un tejo entre los escasos huecos llenos de tierra que había entre tanta piedra. Como si fuera ayer, recuerdo cómo sacaba de las entrañas de ese prodigioso cerro atifles, trébedes de cocción, de los antiguos alfareros, que para mí eran un misterio. ¿Qué alfarero, antiguo antecesor del último y grandioso que queda, mi gran amigo del alma, José Ortega Valverde, habría cocido siglos atrás en aquel cerro cántaros y lebrillos, tejas y ladrillos?
La memoria de mis ancestros surgía por todas partes y alumbraba mi mirada, agitaba mi corazón, me estremecía alma. Picábamos en el interior de un armario del pequeño salón de la entrada y entre la tierra salían monedas que llamaban del “Tío Sentao”.
Y todo aliento del pasado se iba impregnando en mi memoria celular, en la memoria de la sangre, como cuando mi madre me reveló que en verdad los perros barruntan la muerte, lo que comprobé una y otra vez para estremecimiento de mis carnes. El pequeño niño que se asomaba por el agujero en el suelo de una cámara de esa bendita casa donde se vendía alfalfa, el que asistió al indescriptible espectáculo de ver el carro de “El Machero” haciendo vibrar la piedra como si fuera un terremoto, el que supo de incontables leyendas y de las andanzas de los espíritus después de muertos, recuerda un tiempo de embeleso, de guirnaldas floridas, de desgranar panochas, de interminables rosarios, letanías, catecismos, besos al pan que se caía al suelo y mil y una historias a la luz de la luna llena en esa placeta preñada de belleza y dulzura, del “pillao”, “la gallinica ciega” y “el escondite”. Allí se quedó mi corazón por siempre, aunque tenga la capacidad de llevarlo al mismo tiempo a cuestas desde entonces.
No olvida la memoria de la sangre, de los Iniesta y los Villanueva, viniendo como vengo, por ambas partes, como origen, de los dos barrios más castizos de Hellín, el del Castillo y el de San Rafael, donde antaño convivieron tres culturas, tres religiones: judíos, musulmanes y cristianos.
En ese Eterno Presente que he conocido tantas veces sigo detrás del murciélago inalcanzable, y aún espero, tonto de mí, que mi padre arroje la tortilla francesa por la chimenea, que pase por encima del tejado y yo la recoja. Mi niñez se viste de inocencia, como lo era en sí la convivencia, la mirada de mis vecinos, los juegos populares, los oficios ahora perdidos, ese arte de la supervivencia de ir a deslomarse cogiendo esparto, o darle a la rueda, o sacar yeso hasta reventar para llenar el horno y cocerlo, y luego seguir amamantando la esperanza. Todo lo vio San Rafael, en su reino celestial, a través de sus propios ojos de luz incandescente y de los otros, los que me parecían de un niño, con ese brillo que con tanto amor le daba mi madre…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.