AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XXXII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXII
Una mirada pleyadiana (II)
José Antonio Iniesta



15 de abril de 2020. En el día treinta y dos de esta experiencia iniciática que se escribe ya con letras mayúsculas en el diario de nuestra conciencia, vuelvo a retomar, para liberación de los sentidos aturdidos, y para recrear aquello que los que lo lean pensarán que es un relato fruto de la fantasía, aunque no lo sea del todo: la mirada de unos seres que nos observan desde un lugar cercano a nuestro planeta.
Amaneció un nuevo día reflejado en la pantalla de neoplasma de la nave del escuadrón 777, en la que viajaba una familia ejemplar, como todas en ese equipo de exploración, a 450 años luz de su hogar, en uno de los planetas de Alcyone, la estrella más luminosa del cúmulo estelar Messier 45, o M45, conocido por los humanos como las Pléyades, tan hermosamente intensas y azules por ser estrellas calientes del tipo espectral B.
En algunos momentos, y según el lugar del planeta desde donde se observe, los ojos podrán mirar desde la Tierra, como lo han hecho desde la oscura noche de los tiempos nuestros antepasados cazadores recolectores, para observar la constelación de Orión, El Cazador de la mitología, y fijarse en las tres estrellas de su cinturón, centrando la atención en la tercera de la derecha, a medio camino del cuerpo del cazador de la prehistoria, entre Rigel y Betelgeuse, para seguir en línea recta hasta Aldebarán, estrella de la constelación de Tauro, y así alcanzar el hermoso resplandor de las Pléyades, que desde que el ser humano tuvo conciencia de sí mismo recibió la visita de estos seres majestuosos, de elevada estatura, piel blanca y tez delicada, ojos hermosos, brillantes y cabellos dorados, que tienen el aspecto de ángeles, pero sin alas, ataviados con uniformes ajustados al cuerpo, como si fuera una segunda piel para ellos.
La vida plena de las Pléyades, con sus ancestros comunes de Lyra, al igual que los terrestres, habían surcado vastos territorios de las más lejanas galaxias a lo largo de su historia y aún les quedarían doscientos cincuenta millones de años hasta que se dispersaran por la propia dinámica de las leyes cósmicas.
Muchos equipos de exploradores jamás habían regresado. Tan grande era su curiosidad que no había límites que alcanzar, y cada vez el viaje se hacía más largo y más largo, enviando incontables compactos de luz con asombrosa información de cuantos fenómenos atmosféricos, planetas y seres vivos habían encontrado en su camino. Todo se guardaba en la gran e ilustrada biblioteca de Alcyone, la que había sido utilizada en infinidad de ocasiones para alumbrar el camino de las civilizaciones humanas, y que incluso ahora, en pleno siglo XXI, era utilizada para guiar el camino en la enseñanza de incontables semillas estelares en cuerpos humanos repartidos por todo el planeta Tierra.
Aquella mañana, como todas, con la mansedumbre típica de los pleyadianos, la actividad era, sin embargo, constante, nunca frenética, porque eso era impropio de su cultura, en la que todo se hacía con sosiego, pero con un rendimiento que sería incomprensible para una mente que no fuera la de las distintas razas que componían la tripulación de aquella gigantesca nave-fortaleza reciclada, invisible totalmente en esos momentos al ojo humano. Si acaso, en algunas ocasiones podrían ver las pequeñas naves de exploración que visitaban los más remotos lugares de la Tierra, especialmente para tratar de evitar que el control de los dracos fuera más intenso de lo aceptable. Pero no porque ellos quisieran permitirlo, sino porque las leyes internas de la Federación Galáctica impedían la intervención directa y reconocida para librar a los seres humanos de esa opresión constante que sufrían por culpa de la incontenible codicia del Cabal, de los controladores, que habían ocupado prácticamente desde siempre las grandes estructuras de poder de todo el planeta, cubriendo con una oscura estela hasta la más mínima área de la sociedad humana a la que pudieran acceder con sus invisibles tentáculos.
Pero no todo estaba escrito…
En la sala hexagonal de más de doscientos metros cuadrado, una de las treinta y tres que existían como centro de recopilación de información de las más de diez mil exploradores de todas las edades que componían la misión interestelar “Aleph contigo”, se movían de un lado para otro, accionando con la mente toda clase de pantallas holográficas que aparecían y se desvanecían a una velocidad de vértigo, un grupo de arqueólogos de los inabarcables territorios de Electra, reconocibles por sus monos de tonalidad parda, del color de la tierra en la que siempre estaban husmeando, en busca de civilizaciones perdidas allá donde fueran. Aislados, pues eran poco gregarios, estaban unos cuantos físicos de partículas subatómicas de los planetas de Celaeno, taciturnos, introvertidos, como lo eran siempre. Sentados junto a mesas giratorias, en las que compartían en una secuencia muy concreta los procesos de reacción de las sustancias descubiertas, se podían ver trece químicos de Pleione, que en días pasados habían iniciado una reacción en cadena de un elemento psicofísico que les estaba dando muchas sorpresas. Y aquí y allá, por todas partes, una comisión de biólogos de Asterope, que a pesar de que ya llevaban recogidas muestras de más trece mil especies vegetales y cerca de siete mil de animales y de otros muchos reinos de la naturaleza, más amplios que los de la Tierra, jamás tendrían problemas de espacio gracias a la gigantesca bodega de la nave en la que viajaban. Por pura conciencia ética no recogían especias vivas, solo muestras que no las dañaran, pues con sus registros holográficos en 7D podían acceder a cualquier información sobre las mismas, incluso reproducirlas a través de clonación si hiciera falta, algo que solo se hacía en contadas ocasiones, cuando la especie de origen estaba en peligro de extinción.
De Atlas se habían incorporado cincuenta antropólogos, que recogían las tradiciones y creencias de los mundos visitados, a los que se habían unido investigadores de Alcyone, como Shantaria, entre otros de diferentes lugares.
Disciplinas como mecánica cuántica, tecnología inversa, historia, sociología, arte, psicología y parapsicología de las llamadas multimentes, se repartían entre viajeros de Maia y Merope, además de los de Taygeta, que a su vez tenían un conocimiento inmenso de los seres humanos, por tantos encuentros como habían tenido con ellos en diferentes épocas históricas. Anawe, a pesar de su corta edad, que sería muy elevada desde el punto de vista humano, formaba parte del equipo de ciencia pura, que necesitaba de las mentes más brillantes, especializadas en el diseño de naves de alta frecuencia, que estaban totalmente vinculadas con la mente de los pilotos que las llevaban de uno a otro confín del Universo. Tan solo tenían que identificar la frecuencia del nodo y asociar con el punto de destino los armónicos necesarios para que pudiera llegar en el menor tiempo posible. Su padre, Anthar de Mer, explorador de Alcyone, había nacido en Taygeta, y era de los pocos que formaban parte del clan de los sintientes pensadores, o lo que técnicamente se llamaba empáticos interculturales, cuya misión era comunicarse, al estilo de los traductores, pero con la mente, cuando no se conocía el lenguaje de las nuevas razas conocidas. Se trata de un complejo proceso que implica un inmenso desarrollo del espíritu. Lo que se pretende es que no se produzca la más mínima interferencia capaz de introducir errores de interpretación antes de que sea registrado y codificado el nuevo lenguaje.
Cuando Anawe, ya terminada la intensa jornada de trabajo, pegó su nariz al cristal del inmenso ventanal, preguntándose qué sería del futuro de los hombres y mujeres de ese mundo azul que veía por primera vez, escuchó los pasos de su madre, Shantaria, que le habló mentalmente, con una suavidad exquisita, introduciendo en el tono vibratorio el trino de un pajarillo del planeta Erra, que conoció cuando siendo niña, su padre, Termon Elis, le llevó a conocer la estrella Taygeta y los inmensos territorios boscosos de algunos de sus planetas.
–Hija mía, que el dolor no empañe tu visión de futuro en la línea del tiempo que está destinado a los humanos. Todos los planeta-oruga tienen que vivir el proceso que ahora están experimentando, hasta llegar a ser civilización del espacio mariposa. Nuestros antepasados, hace eones, también lo sufrieron, y fue muy duro para ellos. Todavía llevamos en nuestra memoria celular la esencia ancestral de Lyra, y nuestra andadura en Vega, que compartimos como herencia común con los humanos, y el poso de sentimientos que hemos acumulado en tantos viajes interminables por la Vía Láctea, pero sabemos que nuestra consigna como especie es que nunca falte el dolor que manifieste el sentimiento de piedad, pero tampoco la cordura para saber que ese dolor no deja de ser la sencilla expresión de un tiempo lineal. En el multiverso hay un lema supremo: el holograma es uno, la Fuente es única, aunque sean tan diferentes las visiones en función de la densidad en la que se habita, la dimensión en la que uno se manifiesta y el nodo del hiperespacio en el que se experimente. Nada nos separa ni nos distingue de ellos y, aun así, somos absolutamente diferentes. Bendita paradoja.
Anawe se giró y la miró a los ojos, entró en su acceso a los archivos akáshicos, como brote que era y secuencia directa en el genoma de su madre y mentora, y recordó, sin haberlo vivido directamente, la pasión con la que los ancestros humanos habían dibujado enigmáticos manos de seis dedos para recordar a sus descendientes del futuro que habían visto gigantes que no eran humanos. Desde las épocas más remotas lograron acceder al misterio, y lo habían transmitido de múltiples formas, por medio de escuelas arcanas del conocimiento, de logias y órdenes en las que prevalecía el silencio, los signos iniciáticos y los códigos sagrados, que si se revelaban sin seguir el rito les costaba la vida a los traidores.
La niña comprendió que en el conocimiento humano estaban las dos caras de la misma moneda, el ascenso a los cielos y el descenso a los infiernos, tal como la simbología humana los concebía, como su espíritu era capaz de interpretar en base a las enseñanzas recibidas.
Los vio sumirse en la mágica visión que les permitía ser guerreros del espíritu, capaces de encontrar a la serpiente arco iris, a la madre araña, recorrer una red que unía el Najt, el espacio y el tiempo, y hasta entrar en el vórtice de luz que los mayas llamaban Kuxam Suum: “cordón dorado de luz que comunica”. Anawe se estremeció, preguntándose cómo unos seres que aparentemente eran tan primitivos, que vivían en la selva y no tenían acceso a pantallas de registros lumínicos, que no habían llegado a utilizar códigos de vectores con los que mostrar pantallas de luz intensificada en el aire, para acceder a todo tipo datos que se manifestaran a millones de kilómetros de distancia, podían, sin embargo, atravesar con tanta facilidad un agujero de gusano. Se sobresaltó tanto que su corazón se agitó, sus mejillas enrojecieron y un sudor perlado empapó su frente, algo que normalmente no le sucedía a un pleyadiano, pues mantenían constantemente equilibrados los canales energéticos de su columna vertebral.
Shantaria apoyó sus manos en los hombros de la niña y con su glándula pineal más activa que nunca intensificó la carga descriptiva de la historia humana que llevaba tantas vidas recopilando, lo que había hecho que sintiera desde el primer momento a los humanos como sus hermanos más especiales de todos cuantos había conocido, más incluso que los maestros del sacerdocio de luz de Apu, o los simpáticos juglares de Titán, a los que conoció también siendo una niña.
–Mi dulce brote de descendencia, has descubierto el gran secreto de los humanos, que pocos han sabido interpretar, y menos todavía esos seres oscuros sin conciencia que siempre los han utilizado como esclavos para sus propósitos de expandir su poder por toda la galaxia, desde que tuvo lugar la trágica rebelión reptiliana que provocó las guerras de Orión, lo que la humanidad reconoce como “La caída”. La grandeza de la especie humana es un misterio incluso para nosotros, después de haber sido desde tiempos inmemoriales sus instructores cósmicos, a pesar de que fueron creados con ingeniería genética por los anunnaki para que evolucionaran a empujones, con el fin de extraer el oro que les era tan necesario en el sur de África. Incluso así, con esa sed de sangre que les caracteriza, con esa capacidad dramática de destruir en días lo que construyen con tanto esfuerzo durante siglos, son una especie única, porque son capaces, como has visto, de viajar sin tecnología alguna, solo con su espíritu, a través de un agujero de gusano y conocer la magnitud del tiempo y del espacio. Sin apenas herramientas descubrieron la geometría sagrada, la capacidad de abandonar su cuerpo físico y reconocer los lugares más lejanos del Universo con su cuerpo de luz. Son, y lo serán siempre, un absoluto enigma.
>>Capaces de fabricar armas de destrucción masiva son, sin embargo, excelentes poetas, músicos excepcionales, describen las múltiples realidades, la multidimensionalidad misma, en sus obras, en soportes físicos que llaman lienzos, en los que pintan con pinceles y pintura, y lo que hacen mezclando esos colores son ventanas al infinito de tantas formas posibles, que ninguna obra es igual a otra, y todas son puentes que conectan con sus emociones. Tan solo, y ni siquiera llegan a alcanzarles, se les parecen un poco en este arte magno los hacedores de imágenes de luz de la biblioteca de Alcyone, porque la humanidad lo hace con tinturas extrañas que pegan a esos lienzos. Y de una forma extraordinaria, cuando los contemplas, lloras, el corazón se encoge, se pone un nudo en la garganta, y eso es increíble, porque es la misma especie que hace apenas nada vivía en cuevas, golpeaba piedras para fabricar puntas de flecha y temía al fuego como a la mismísima muerte. Y ahora, no solo surca el espacio insondable con su tecnología, sino que lo lleva haciendo miles de año con su cuerpo de luz y los anclajes de sus siete chakras.
>>Su capacidad para descifrar los Anales del Tiempo es famosa en la sede de la Federación Galáctica, donde hasta los representantes de Sirio dicen que “ya quisieran ellos tener esa conciencia de la simplicidad, la de un niño capaz de hacer con arena de una playa un castillo de miles de toneladas”. Son nuestras criaturas más hermosas, las más extrañas y brillantes que han surgido del secreto plan de los ingenieros galácticos. No sabemos qué sucedió con la mónada que fue insertada en algunas manadas de australopithecus para que se desarrollara este extraño proceso. Mira, criatura, observa con otros ojos, y verás cuántas semillas estelares están recordando su misión, el motivo por el que fueron injertadas, para que cuando llegara este momento pudieran aportar luz entre tanta oscuridad como encuentran en su camino, para que alivien el pesar de la existencia del resto de los seres humanos, por enésima vez incrementada a un nivel casi insoportable, como ahora sucede con esta devastadora pandemia.
Y Anawe hizo girar su estrella de luz en la frente y vio a una mujer que conocía el secreto de la ensoñación y tenía un extraño cabello plateado. Estaba en España, en un balcón de Barcelona, y contemplaba la silueta de la catedral de la Sagrada Familia al mismo tiempo que hablaba con los pájaros. Le hizo gracia descubrir que su perro, que miraba las calles vacías desde la terraza, se llamaba Orión, como la constelación en la que tantos mundos había recorrido. Después vio a otra que rezaba en silencio en México, y que no sabía por qué se le aparecía en muchas escenas subiendo a una gigantesca peña, un enorme monolito lleno de duendes, de gnomos, de extrañas luces, por encima del que con frecuencia habían pasado las pequeñas naves pleyadianas, acompañadas por las de Alfa Centauri. Después vio, en un pueblo de Ecuador, una casa rodeada de exuberante vegetación, que olía a mermelada y a pan recién hecho en el horno, y vio a una mujer que sonreía continuamente, llena de paz y esperanza en el futuro, aunque también tenía el corazón dolorido porque muy cerca la gente moría contagiada por el virus del que todo el mundo hablaba en los últimos meses, y que ya había diezmado a una parte de la humanidad, convirtiendo la vida en el planeta en una pesadilla.
Y además de esas mujeres vio a muchos seres, incontables, como llamitas encendidas en la noche, como velitas que ardieran en plena oscuridad, que eran una siembra que ni siquiera en esos momentos sabían que daría tan enorme cosecha. Extrañamente, los animales de toda clase de especies habían invadido las calles, se comían los setos, se bañaban en las piscinas, recorrían en manada las carreteras y hacían de las suyas en los lugares más pintorescos, que antes eran visitados por millones de turistas venidos de países muy lejanos y que ahora estaban confinados en sus casas.
Cuando Shantaria y Anawe lloraban emocionadas, viendo la atrevida gesta que esta singular especie y cada una de todos sus antepasados había realizado durante cientos de miles de años, recibieron el abrazo de Anthar de Mer, que había sentido el círculo violeta de compasión veinte metros antes de que las alcanzara. Sus palabras fueron como un susurro, él que estaba acostumbrado desde siempre a interpretar la mente de tantas razas del Cosmos.
–Contemplamos desde este fragmento en el espacio de nuestro hogar el salto cuántico de una especie digna del mayor respeto. Su grandeza ha sido siempre equilibrar la barbarie con la divinidad, las ataduras de su instinto con sus alas en el vuelo del alma. El sufrimiento ha sido, extrañamente, lo que más ha impulsado a los humanos a levantar la vista al cielo. Saben de dónde proceden y seguirán luchando tanto como sea necesario para ser absolutamente libres. Ahora, más que nunca, igual que del lodo nace el loto, surgirá de ellos la luz que los hace tan maravillosamente diferentes.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.