AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XXXI

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXI
Una mirada pleyadiana (I)
José Antonio Iniesta



14 de abril de 2020. Un día más para saltar por encima de los treinta que hemos vivido hasta ayer, lejos del mundanal ruido, como dirían los místicos de la antigüedad, en una realidad paralela, como si fuéramos protagonistas de un relato de ciencia-ficción que jamás imaginamos que se haría real. Así que habrá que crear nuevas historias para evadirnos de esta tercera dimensión que ya es tan repetitiva y opresiva, con un tinte de sueño espeso del que no despertamos por más que lo intentamos.
Después de este descomunal desaguisado que hemos creado los seres humanos, con un planeta masacrado hasta límites insospechados desde hace unos años, al que ahora se ha unido una pandemia que nos está sacando de quicio y nos pone a prueba a cada segundo, ¿cómo nos vería, desde fuera, una civilización ajena a la Tierra?
Sea, pues, un relato de ciencia-ficción, o no, tal vez, para pasar un tiempo como en el limbo, con la mente flotando en un nuevo cuento de hadas o en un susurro que quizás responda a una realidad más certera, más auténtica, más sincera, que aquella en la que nos enseñaron a creer desde que nacimos.
La gigantesca nave de brillo incandescente se había situado a cincuenta mil kilómetros de la superficie terrestre. La Tierra, Gaia, Pachamama como la llamaban algunos de sus nativos, mostraba ese fascinante color azul que siempre había sorprendido a los viajeros interestelares.
Era hermosa desde cualquier punto de vista en que se observara, tanto cuando sirvió para que los ingenieros galácticos, los instructores cósmicos, sembraran la mónada que daría lugar mucho tiempo después a una especie inteligente, como en las múltiples ocasiones en que había sido utilizada para cosechar con tanta crueldad a sus criaturas.
La joya inmaculada por su rareza para la Federación Galáctica, y la niña mimada para la mujer y la pequeña que, con sus cabellos largos y rubios, la contemplaban a través del ventanal de más de cien metros de largo, junto al que se encontraban observando las nubes entrelazadas que la envolvían, entre las que se veía la mayor parte de África y, a malas penas, entre jirones de gasa espesa, un trozo de la península ibérica, con un barrio junto a un monumento conocido como la Sagrada Familia al norte, y en el sureste la que llamaban la tierra de los prodigios.
Una de las veinticinco naves del escuadrón 777 se había desviado del rumbo que seguían para situarse a suficiente distancia como para no ser observada, aunque ninguna estructura científica de los humanos podría haberla detectado, oculta como estaba con su escudo de camuflaje, que hacía que permaneciera invisible entre el conjunto de las estrellas que brillaban en el cielo.
El viaje había sido largo, el gigantesco acorazado adaptado para exploraciones estelares ya llevaba tres mil quinientos años viajando por los más diversos confines del Universo y, sin embargo, presentaba un aspecto tan reluciente como lo había tenido en su primer viaje de exploración a la prudente distancia que le era posible mantener para no ser engullido por un agujero negro en la galaxia de Andrómeda. Fue un soberbio paseo para elaborar el más complejo catálogo de razas que pudieran encontrar entre los doscientos veinte mil años luz de distancia de su halo galáctico y los ciento cincuenta mil que había entre cada uno de los extremos de sus brazos. Especialmente asombroso fue el encuentro con los pacíficos squartnets, mutantes aleatorios en función de sus sentimientos, con una apariencia que era poco menos que imposible de reflejar en los catálogos de los cuadernos láser, de tejido holográfico, porque constantemente cambiaban de forma al entrar en contacto con los que hasta ese momento habían sido los desconocidos humanoides de las Pléyades. Concretamente de la tripulación de exploradores, de las más diversas disciplinas, de Alcyone, el sol central de las Pléyades, donde se guardan los archivos de millones de años de recopilación de documentos de una de las civilizaciones más inquietas y curiosas del Universo. Curiosamente, desde la oscura noche de los tiempos habían sido los protectores de una raza compleja, contradictoria, casi incomprensible, pero infinitamente amada, conocida como la especie humana.
Los descendientes de aquellos primeros pioneros había recorrido en los últimos años la constelación de Orión, dedicando un inmenso esfuerzo a renovar los archivos de datos con millones de códigos-impulso recogidos en relación a las terribles guerras de Orión, que tanto daño habían hecho desde hace cientos de miles de años a infinidad de sistemas solares, en especial al que estaba regido por un sol de pequeña envergadura, pero inmenso y querido para los terrestres, porque de ese astro rey dependía su supervivencia, y así lo sería por lo menos durante algunos miles de millones de años más, hasta que estallara después de convertirse en una gigante roja y en una enana blanca, el preludio de su destrucción definitiva, una hecatombe gigantesca que acabaría con cualquier posible civilización en el futuro de la Tierra.
El viaje hasta la Tierra no había sido nada complicado. Después de todo, se había hecho en incontables veces desde infinidad de planetas de las distintas estrellas de las Pléyades, que habían creado o aportado conocimientos a muchas de las civilizaciones planetarias.
Para una civilización de quinta dimensión como la pleyadiana no suponía apenas esfuerzo llegar hasta allí, pues nada tenía que ver con desplazarse en el espacio, sino con conocer la frecuencia de esa gigantesca bola azul en el espacio. Bastaba con sintonizar mentalmente el mapa de frecuencias y dar el salto en el conjunto de ondas que forman parte del hiperespacio, detectando a nivel subatómico ese punto vibratorio en el conjunto del campo holográfico. El patrón de pensamiento se ajustaba al nodo conocido como Tierra en ese fabuloso juego de las frecuencias y los armónicos, que permitía con tanta facilidad reconocer en el espacio-tiempo, lo que los mayas ya conocían desde hace miles de años como Najt, la urdimbre de luz de la gran madre araña, la gran telaraña o red de Indra, tal como reflejaban las culturas ancestrales humanas.
Después de todo, las naves pleyadianas ni siquiera necesitaban utilizar los agujeros de gusano en sus viajes para tomar atajos en el espacio, pues tenían la capacidad de ser agujeros de gusano en sí mismas, o abrir portales, o dar saltos y sentir el punto del Éter, que es el Éter mismo, al que querían llegar tan solo con desearlo.
Allí, frente al descomunal ventanal, Shantaria miraba con los ojos perdidos ahora en Egipto, donde hace miles de años, en uno de sus incontables saltos en las líneas del tiempo, había instruido a los egipcios en la manipulación de la materia con los sonidos, y en la tierra sagrada de los navajos, con los que compartía lazos sagrados.
La pequeña Anawe, su hija, la miraba con los ojos llenos de lágrimas, plenamente consciente de lo que pensaba, pues como es propio de la genética y el espíritu de las mujeres pleyadianas, las hijas recibían la memoria colectiva de las madres y corría por sus venas, y era de alguna forma un clon de ella, una réplica parecida a la pura esencia de su vida, aunque con personalidad propia y un destino que se haría con sus actos y a su medida.
De rasgos bellísimos ambas, con sus trajes ajustados al cuerpo de color azul oscuro, su piel pálida y sedosa y ojos refulgentes como los de las estrellas, sentían un dolor inmenso por la prueba por la que los seres humanos estaban pasando. Percibían como un latido denso y desacompasado el oscuro egregor que desde hacía unos meses se había formado alrededor de la Tierra, a causa de la pandemia que los consumía, que los atrapaba en una espiral de miedo que no era ajena a la tripulación pleyadiana.
Eran muchos los saltos que habían hecho en el futuro para ignorar lo que ahora estaba sucediendo, conscientes desde varias vidas atrás del momento histórico por el que la especie humana atravesaba.
Anawe, aunque todavía era una niña, tenía más conocimiento de la ciencia pura que el conjunto de los científicos de la Tierra, y por eso llevaba muchísimos años de una vida pleyadiana acompañando a sus padres en una misión que les había permitido estudiar infinidad de mundos en los últimos años, como Alfa Centauri y Antares, aliados en la causa única y antiquísima de ir dando empujones de tarde en tarde a esos antiguos homínidos que habían encontrado en las inmensas praderas, a los que fueron guiando para que pusieran sus ojos para siempre en “las siete cabrillas”, en “las siete hermanas”.
La niña sacó de sus profundos pensamientos a su madre, que la miró con inmensa ternura al escuchar su voz.
–¿Saldrán algún día del laberinto de sus propias pesadillas?
Y Shantaria, cuyo trabajo de antropología le había llevado a escribir más de trescientos libros en sus distintas vidas recordadas sobre las creencias y prácticas religiosas de los seres humanos, le habló a la pequeña con una inmensa dulzura.
–Lo llevan haciendo desde hace muchísimo tiempo. Los he visto tantas veces perderse y encontrarse, destrozar grandes imperios y volver a reconstruirlos, que creo tanto en su futuro como en el mío. Su naturaleza es precaria en cuanto a capacidad para mantener el equilibrio. Tienen el irritante defecto de entregarse a la destrucción que luego les provoca tanta desolación para resurgir de sus cenizas y olvidar lo que sufrieron, hasta que de nuevo sus revueltos genes les empujan a querer experimentar con la siguiente destrucción del nuevo imperio. Lo han hecho desde siempre. Pero, ay, pequeña, y esto tal vez no puedas comprenderlo, salvo que busques en la memoria que de mí has heredado, y comprendas que pocos seres de toda la galaxia son capaces también como ellos de dar su vida por un ideal, sea cual sea.
>>Una especie capaz de hacer llorar con sus poemas tendrá siempre un futuro en el que seguir experimentando ese salto cuántico que en Alcyone conocemos como Ascensión, que es ahora al que se entregan sin darse cuenta.
>>Me conmueve, hasta los más profundo de mi alma, ese sufrimiento que siempre han llevado a cuestas, que no es del todo culpa de ellos, sino de los que desde siempre han pretendido que no eleven el vuelo. Son partícipes de su fracaso, pero también son ellos los que se han ganado mil veces y a pulso su éxito.
>>Homero supo de la gloria de un guerrero al morir en la batalla, Dante vio el cielo y el infierno y lo dejó grabado con su espíritu en la Divina Comedia. No puedo más que sentir admiración por el David de Miguel Ángel y La Primavera de Vivaldi. Cómo no van a afrontar con dignidad su destino si pocos como ellos han descubierto la capacidad de conectar con la Fuente, de acceder a los más grandes secretos de la naturaleza terrestre, de su geometría sagrada, de sus siete portales, si pocos entre los humanoides, insectoides y reptoides, han aprendido como han descubierto ellos, por más que se enfrentaran con pólvora y espada, derramando sangre y más sangre, a recorrer los interminables senderos de luz de los archivos akáshicos, la memoria planetaria de lo que fueron, lo que son y lo que serán por siempre.
>>Aquellos que dejaron encriptados sus sueños y sus pesadillas, sus ángeles y demonios, saben cómo subir por una escalera de cuarenta y nueve escalones para alcanzar la buhardilla del Séptimo Cielo. Muchos como aquella bendita monja descubrieron el inmenso poder de la mansedumbre y hay más monjes sobre la faz de la Tierra que cabellos cubren nuestras cabezas, que el Tiempo no existe, que el amor es la fuerza más poderosa de cuanto ha sido creado, que son multidimensionales, por más que sean de tercera dimensión y saltando por encima de la cuarta ya están descubriendo los secretos para pasar a la quinta.
>>Vendrán, querida mía, a ser legítimos miembros de la Federación Galáctica, cuando terminen de aprender que a nada les conduce ese afán por la guerra y generar pobreza, ese extraño vicio de ceder su poder a quienes los manipulan. Les han enseñado desde su mismo origen a adorar ídolos de barro, por lo que temen que, si no los tienen, se perderán en un cruce de caminos que no los llevará a ninguna parte. Pero sin darse cuenta de que, aun rozando las vestiduras de los ángeles, nunca han dejado de ser esclavos y de llevar su estigma y linaje anunnaki, más de uno ya conoce la forma de subir a su propia merkaba y escaparse de la Matrix. Han empezado a comprender el verdadero secreto que siempre han custodiado, su auténtico Santo Grial, su piedra filosofal de los alquimistas, su añorada cuadratura del círculo, la olla de oro bajo el arco iris que nunca han alcanzado, por más que lo han intentado de todas las formas posibles.
Y Anawe, con los ojos cerrados, susurró con voz trémula, condensó la energía del aire y creó una espiral dorada, que era la poderosa forma de disolver las tinieblas, como su padre, Anthar de Mer, le había enseñado en su planeta natal, de la estrella Taygeta, junto a un templo de luz que los llevaba al centro de su propia tierra.
–¿Ese secreto les librará de esta pandemia, de ese horror en el que se encierran, esa ley de causa y efecto que les hará vivir una y otra vez incontables desastres hasta que recobren la memoria?
Shantaria siempre había tenido la respuesta. Lo supo cuando viajó a la Edad Media y los vio superar la peste negra, levantar los muros de Jericó y construir cada una de las maravillas del mundo antiguo. Había estado allí, escondida, camuflada entre las mujeres humanas, cuando Leonardo da Vinci dibujaba en sus cuadernos todo lo que su increíble imaginación le aportaba, como lloró con lágrimas de fuego al ver arder Roma y sonrió llena de felicidad cuando vio que, una y otra vez, volvían a reconstruir cada una de las calles de Italia. El tiempo de los ciclos humanos había pasado demasiadas veces delante de sus ojos como para sentir más angustia de la que pudiera soportar. Y sin abrir los ojos, con esa capacidad de comunicarse mentalmente que tenían madre e hija, le contó una hermosa y sencilla historia a su pequeña.
–Mi bendita niña, saldrán de esta y de todas, porque ya están recuperando la memoria. Ellos saben que somos nosotros. Han recordado que nosotros somos ellos. Las semillas estelares han salido de su amnesia colectiva, están despertando, y recuerdan quiénes son y para qué llegaron. Han abierto los ojos. Ven la muerte a su alrededor y sienten miedo, pero también han escuchado las trompetas que se escuchan por todo el planeta Tierra. Ahora observan los cielos sabiendo que las luces no les son extrañas. Y saben, mirando a las estrellas, que hay otro hogar que les reclama. Son ahora los que siempre fueron los tiempos venideros, ese final de los tiempos de sus profecías, que no es más que el comienzo de un nuevo mundo, el parto de la Tierra, el que resurgirá de las cicatrices y las lágrimas, de tanto dolor como reclama que la luz lo envuelva todo.
Y Anawe y Shantaria entraron en el círculo violeta con los ojos cerrados, sintieron la inmensa fuerza que desprendían los guerreros del arco iris, tutelados por los grandes maestros de la Gran Fraternidad Blanca. Había llegado el tiempo que se habían prometido unos a otros. La gran batalla entre la luz y las tinieblas había comenzado, pero en el futuro, un inmenso cielo de esperanza se estaba creando. Mañana, cuando amaneciera, seguirían hablando de los extraños y maravillosos hermanos de la Madre Tierra.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.