Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXX
Tragicomedia
José Antonio Iniesta
13 de abril de 2020. Treinta días ya de confinamiento, quién lo diría, y mira por dónde, en el Día Internacional del Beso, justo ahora que besarse se ha convertido casi en un delito. Qué ironía, qué juego de paradojas más absurdo el de este destino que parece que se ha empeñado a toda costa en sacarnos de quicio. Jamás habríamos pensado que viviríamos esto y que tendríamos aguante para soportarlo, no por el hecho de estar confinados, sino por pensar setecientas setenta y siete veces al día qué será de nuestro futuro y seguir tomando aire con la esperanza de que nos vamos a entregar cuando llegue el momento para transformar nuestra vida y seguir disfrutando de lo que nos ofrece a cada momento.
Una tragicomedia es toda obra dramática que mezcla, de forma muy curiosa, situaciones y personajes que tienen que ver con la tragedia y con la comedia, o lo que viene a ser un guiso existencial bien aliñado tanto con el dolor, lo luctuoso, la tristeza, como con el humor, la alegría y el esperpento, sin que falte el sarcasmo y la parodia, participando de esta obra clásica personas y estamentos sociales con el uso de diferentes lenguajes. En el fondo, lo que es la esencia de estas crónicas desde el primer momento, pero con el propósito, siempre, de transmitir esperanza…
Y bien claro está que ahora vivimos una obra escrita por nosotros mismos, o por nuestro destino, que se estrena todos los días con máxima audiencia desde millones de ventanales y balcones, de uno a otro barrio del mundo entero y con máxima audiencia confinada en las pantallas de televisión desde Isso hasta Manhattan.
Y no es para menos…
Siempre me ha asombrado la inmensa capacidad de adaptación del ser humano, su resistencia física, mental y espiritual ante lo más fuerte que podamos vivir, sea cual sea la herramienta y la intensidad con la que nos den el mazazo, lo que siempre nos dejará frases para serenarnos, o no morirnos de asco, como las de “el tiempo todo lo cura” y “es ley de vida” u otra más prosaica como la de “todo lo que no mata, engorda”, o puramente empírica como la de “lo que escuece, cura”.
Así nos salen callos, se nos endurece la piel y hasta el corazón, para que no se nos derrita de tanto latir más rápido de la cuenta y nos echamos encima la armadura para poder resistir, apretando los dientes, los terribles golpes de la vida.
Y esto es lo que nos está pasando, que aunque nos agobie estar encerrados entre “cuatro paredes”, el que más y el que menos se las ingenia para ampliar el edificio del confinamiento por obra y gracia de la imaginación y cada uno se pone sus gafas de realidad virtual, que es su imaginación, para soñar con lo que será nuestra vida cuando nos abran las puertas y ya no nos pongan una sanción que quita el hipo por saltarnos el confinamiento. Cuando podamos tener de nuevo esa libertad que siempre fue nuestra, pero que ahora nos parece entelequia, utopía y espejismo.
Y todo ello porque por instinto no nos gusta vernos como un hámster dándole miles de vueltas a una rueda, ni picotear como un loro los alambres de una jaula a ver si encuentra una salida.
Prueba dura donde las haya es ver reflejado un número que no es el del premio gordo del sorteo de la lotería de navidad, sino otro que nos pone la piel de gallina. 17489 seres que nos arrancan lágrimas de los ojos, entre 169496 que han sido fuertes para soportar la batalla, y la alegría con la que haríamos palmas con las orejas si pudiéramos para celebrar la curación de 64727, que poco a poco tratarán de olvidar esta pesadilla.
Pero ante la frialdad de las cifras que nos hiela el alma, hay tanta historia dramática alrededor de las mismas, que entiendo más que nunca en mi vida que por este horror sin nombre crezca la comedia colectiva, el delirio en su máxima expresión de creatividad, de ensoñación y hasta del más absoluto esperpento.
Esa maquinaria biológica tan absolutamente maravillosa, que apenas es conocida por la ciencia, como es nuestro cerebro, ha evolucionado tanto con aciertos y errores que ha desarrollado durante miles de años la capacidad de trascender el límite máximo que somos capaces de soportar por medio de provocar un cortocircuito que impida que el incendio de la estructura sobrepase el límite permitido. Y es por eso que tenemos la necesidad de hacer, quien pueda permitírselo, lo más ridículo que se nos ocurra con tal de liberarnos por el tiempo que nos sea posible de aquello que nos asusta, que nos aturde. Es la forma de reírnos todo lo que podamos y más del tío del saco, del coco y del sacamantecas, de todos al mismo tiempo, soplando para que se esfumen con la risa las sombras que quieren asustarnos. Es, aunque suene más dramático, pues en la tragicomedia está todo contenido, como si hiciéramos nuestro particular exorcismo para sacar de nosotros a nuestros propios demonios, o nuestros fantasmas, que suena más suave.
Catarsis y liberación, desahogo, se llama, necesidad pura y biológica de hacer el tonto, rebasar la línea del absurdo y reírnos de nosotros mismos para no salir locos con este suplicio constante de ver “Al rojo vivo” en la Sexta y que no nos dé un pasmo a los diez minutos.
Comedia hay en estos días, eso tan hermoso que siempre ha sido en nuestra vida el humor, el desenfado y la risa, tan importante como terapia que nos permita sostener el paso de los días.
Y atento como estoy en cada momento a la actualidad, a ver si de una vez por todas llega el respiro, una brecha de luz que nos arranque de esta eterna espera, me encuentro con sucesos tan extraños, no parapsicológicos, sino de los más desconcertantes espectáculos que me dejan con los ojos abiertos, de par en par, casi para frotármelos y confirmar que no estoy soñando.
La Unión Europea empieza a sugerir que nos olvidemos de hacer las reservas de nuestras vacaciones. Diríamos que tiene mala leche si no fuera porque ya lo estábamos viendo venir, al paso con el que van estas cosas de los contagios de un “algo” que los científicos dicen que ahora empiezan a conocer, pero que no saben todavía cómo funciona del todo y que por lo tanto no saben cómo responderá. Como cuando arrancábamos los pétalos de las margaritas con el “me quiere, no me quiere”, ahora lo haremos igualmente, pero diciendo “mutará, no mutará” o “se extingue, no se extingue”. Así que, con tanta incertidumbre, es comprensible que la mente humana ponga a funcionar su depósito de combustible de reserva como lo lleva haciendo desde el paleolítico, para crear rituales, reinventar la pólvora sacando a la luz lo que nunca se le había ocurrido antes, poner a su servicio los recursos más extraños para mantenerse en forma o para entrar en el programa de turno con el último vídeo. “Sobrevivir o no sobrevivir”, que escribiría Shakespeare si viviera ahora en pleno siglo XXI y estuviera confinado en el país de los mundos de yupi del primer ministro Boris Johnson, que entre la tragedia y la comedia, pues este hombre da tanto miedo como risa, decía como campaña antivirus que se muriera el que tuviera que morirse, que lo más importante era preservar la economía para que luego, los supervivientes, pudieran tener calidad de vida. Y con esas ínfulas de boticario sin botica terminó en urgencias con insuficiencia respiratoria por coronavirus.
Tragedia y comedia al mismo tiempo en una especie que no hay Dios que la entienda, utilizando, por enésima, vez el lenguaje popular, el refranero y el “dicharachero” popular, si se me permite el invento de la palabra.
Y porque hay mucho dolor por medio y somos únicos en eso de mirar hacia otro lado, o con la buena intención de alegrar la vida a todo hijo e hija de vecino, que esto sí que es loable y tiene que ser consentido, las calles se han pintado de colores de arco iris y el delirio se lo han puesto por montera más de uno. Y si no, que se lo digan a los sanitarios de Filipinas, que nos han sorprendido haciendo su coreografía en pleno hospital con los colores de los teletubbies. Y aquí no podemos discutir la coherencia de esta gente y todas sus buenas intenciones, que bastante tienen con saber que en cualquier momento pueden perder la vida para que encima alguien le reproche esta celebración de la vida.
Ahora, que para raro, ridículo y grotesco, el espectáculo que ha montado la policía de la ciudad de Surta, en la India, que no ha tenido una ocurrencia más estúpida que la de salir a la calle con sus cascos convertidos en cubiertas de proteína y antenas de coronavirus, y de igual forma, haciendo juego con esta pinta tan ridícula, los escudos, todo tan bien coloreado que si no sufren el contagio los pobres vecinos los van a matar de risa con esta farándula callejera que convierte el esperpento en obra maestra. Y encima, tanto disfraz de carnaval fuera de fecha se une a los varazos que dan a todo aquel que se salta el confinamiento, a los palos arrojados contra las lunas de los coches que se saltan los controles de las carreteras y al lanzamiento a tiempo completo de los tenderetes de los pobres que quieren sacarse el sustento para que no les zurran las tripas de pura hambre cuando llegue la noche.
Qué surrealista es este mundo, qué surrealista es esta pandemia, qué surrealista es el tiempo en el que vivimos, en el que uno se come la ensalada del mediodía viendo la tele con la tragedia y la comedia al mismo tiempo.
Al menos, más loable, que no es para dar miedo, sino para animar a los habitantes de las ciudades colmena, es la coreografía de la policía de Bogotá, que al ritmo de la zumba menean el culo que da gusto, animando a unos espectadores que tienen que tener conjuntivitis en los ojos de tanto ver cosas raras a todas horas.
Creía que ya lo había visto todo en estos días, pero esta mañana ha aparecido en mi graciosa pantalla de la tele un astuto confinado que se libra del confinamiento ajustándose, aunque no sé cómo, a la normativa que le permite sacar a pasear a la mascota, así que el buen hombre, ejerciendo al máximo su paciencia, que ya la había desarrollado más de la cuenta dentro de la casa, no ha tenido otra idea más brillante que sacar atada con la cinta a su tortuga. Sí, como suena, a su tortuga, que en esto de ideas brillantes los herederos de los antiguos homínidos somos campeones, y hasta nos damos tortas para elevar lo insulso, lo más tonto, al nivel máximo del realismo mágico. Ay, si Buñuel y Dalí levantaran la cabeza, lo que disfrutarían viendo que el surrealismo ha invadido las calles, que las tortugas le han quitado el puesto a los perros y que la gente va a hacer la compra vestida de dinosaurio y de unicornio.
A tomar viento las formas, la compostura, la etiqueta y la más digna elegancia, que ha llegado el tiempo que nadie había profetizado en el que los padres se colgarían de los techos para entretener a los niños y los niños rezarían veinte padrenuestros y doce avemarías al día para regresar al colegio y ver a los que antes consideraban insufribles profesores.
Porque si no teníamos bastante con la patrulla coronapolis o polisvirus, hasta han construido el coche coronavirus, ya la pura exaltación de la tontuna más absoluta que, a paso torpe, para no golpear nada con esas protuberancias con las que el Covid-19 se enlaza con las células para reproducir su genoma, camina por las calles de la India, por lo que parece que intenta batir el récord de tontos del haba en todo el planeta.
Ya habían inventado el camello con depósitos para fumigar, vehículo por el que no hay que preguntar por el número de caballos, que queda más que claro que es un camello, y lo de las sentadillas para castigar a los prófugos de sus obligados encierros caseros, pero han incrementado su nivel de inventiva para llevarse el premio internacional del ridículo. No hay problema alguno, o se parten de risa y se quedan en sus casas o les muelen los riñones a varazos, que no hay que tontear con una población de casi mil cuatrocientos millones de habitantes.
Las noticias de la tragicomedia se extienden por todo el planeta. Al mismo tiempo que todos los cincuenta estados del país regido por uno de los personajes más absurdos de la historia de la humanidad, Donald Trump, presentan contagios, y ya se las ven y se las desean para enterrar en fosas comunes a los que no son reclamados por nadie, en Arizona se han puesto en funcionamiento robots para llevar a sus clientes las pizzas, lo que compite en tecnología punta con la India, siempre la India en esto de salir en las noticias, que a su vez ha puesto en marcha el primer robot enfermera, muy erguida ella, pero sin sonrisa. Y todo ello con la sal y la pimienta de una boda que he visto celebrarse con siluetas de cartón en los bancos de la iglesia, a falta de invitados que acudieran. Y no quiero olvidarme de la diseñadora siria que, en esto de las bodas, esta diseñando trajes para las novias, de lo más refinados con sus puntillas, a los que no les faltan las típicas mascarillas de moda, pero eso sí, de organza y con pedrería.
Ya no me faltaba más que ver los que se han encargado en Indonesia, en la ciudad de Sukoharjo, de proteger a los ciudadanos en las calles, parando a los vehículos con el fin de darles una bebida elaborada con hierbas, que llaman “jamu”, todo ello para fortalecer el sistema inmunológico, ya que no pueden acceder a desinfectantes y mascarillas, pues el precio se ha elevado por los aires. Y por eso, para defender al mundo de un auténtico supervillano, se han vestido para esta importante misión de Batman y de un superhéroe local que recibe el nombre de Gundala. En otros lugares se les ha unido, como era de esperar, también Spiderman, el hombre araña.
Por más extraño que parezca, todo esto que cuento es cierto, aunque sorprenda. La mente humana da para esto y para más. Se tira de los pelos de tanto miedo, pero al mismo tiempo es una oportunidad de oro para enviar a las cadenas de televisión un vídeo con los rulos puestos. Bendito ingenio de la mente, siempre simpática, siempre engañosa, para liberarnos de nuestra propia telaraña.
Anda que no van a tener trabajo los psicólogos cuando termine la cuarentena. Espero que para hacer su terapia de choque no reciban a sus pacientes vestidos con un traje de coronavirus.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.