Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXVIII
Caos y orden
José Antonio Iniesta
11 de abril de 2020. Veintiocho veces me he puesto ya frente a esta ventana mágica que es la de la pantalla del ordenador que me permite ordenar mis ideas en este caos de sensaciones que tengo a lo largo del día.
Es toda una prueba de supervivencia dejar que pase el día sin subirme por las paredes, sin que los nudillos golpeen más de la cuenta la mesa y solo lo haga con la yema de los dedos en el teclado en el que escribo.
Esto ya se nos está haciendo más largo de la cuenta a todos, provocando sin duda un azote en nuestro equilibrio de cuerpo, mente y espíritu. Nos tortura el cuerpo porque por más amplia y cómoda que sea la casa, parecemos animales enjaulados en un mismo espacio día y noche, con este sinvivir de pensar qué será al día siguiente, con qué cifra de fallecidos nos va a fusilar la rueda de prensa de turno. Nos ponemos a hacer siempre lo mismo, por más que intentemos que las actividades sean diferentes, pues parece que hasta el tiempo es relativo y se pierde la cuenta de los días. Llevamos casi un mes viviendo algo que nos parece absolutamente irreal, como si estuviéramos soñando, y a la vez es como si no hubiera pasado tanto tiempo. Hay mucho que se podría hacer, pero llega la noche de un salto tan pronto como despertamos. Y a la vez, pensando en la vida que llevábamos, se me antoja que fue hace años, cuando lo que era tan sencillo como hablar con los vecinos, salir a tomar un café, ir de compras lentamente, paseando, se ha convertido en una utopía, como si lo hubiéramos soñado.
No hay necesidad alguna de vestir con otra ropa, salvo con un pijama y una bata, hasta se olvida uno de peinarse o de afeitarse, y las ciudades colmena se convierten en cenobios de eremitas que lo mismo juegan al bingo entre veinte vecinos, que gritan de balcón a balcón, o cantan con un karaoke que rechina desde lo alto de una terraza. Es un tiempo surrealista en el que todo pasa lentamente, y a la vez muy deprisa, celebrando con la mente una Semana Santa que realmente no existe más que en nuestros recuerdos de cuando éramos niños, o del año pasado, que es como decir mil años al otro lado de la esquina.
Y el silencio nos confina dentro del confinamiento, en nosotros mismos, convirtiéndonos en detectives de un crimen del que todavía no conocemos al verdadero asesino, reuniendo pistas a lo largo del pasillo, que se ha convertido en un laberinto.
Me decía una persona que tal vez no tenga fuerzas para salir a la calle cuando nos liberen de este encierro. Es el síndrome del secuestrado, en este caso por una extraña ironía del destino. Algunos querrán salir como un toro cuando abren el toril, como si se acabara el mundo y solo dejaran entrar a una persona por cada bar que se vuelva a abrir, pero otros mirarán la puerta de la calle pensando que para qué salir, si al otro lado del escalón hay un peligro que nos persigue. Y esto me recuerda a una película de un genial director de cine, que refleja esta sensación que algunas personas tienen y que seguramente les dejará huella para siempre.
Me viene de repente a la mente la película de Luis Buñuel, “El ángel exterminador”, en la que unos burgueses se ven confinados en una casa de la que no pueden salir. No se sabe por qué sucede, es el misterio la grandeza de esta película que cuando la vi, hace tantos años, me puso un nudo en la garganta y me dejó pegado a la pantalla como si contemplara un espectáculo mágico. Tan dado como soy al realismo mágico de los autores latinoamericanos, entre los que siempre destacaron por encima de todos Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, la obra de este inmortal genio de Calanda me impactó hasta la médula, y nunca he olvidado ese enigma sin respuesta, ese muro invisible que impedía a esas personas pisar la calle, y una y otra vez rebuscaban entre sus mentiras una excusa para no hacerlo. Es de 1962, tan solo un año después de que yo naciera, en aquella fabulosa época de los años sesenta, en la que la gente era tan inocente, se iba de guateque y escuchaba la música del “Dúo Dinámico”, que después cantaría la canción de “Resistiré”, la misma que ahora se ha convertido en todo un himno de la supervivencia del pueblo español contra este virus que nos desafía de forma tan dramática cada día.
El ángel exterminador de la película de Buñuel se llama Covid-19 ahora, y al igual que sucede en esas escenas, no se ve, pero asusta, y confina en este caso no solo a burgueses, sino a los más pobres, a los más ricos y hasta a la aristocracia. Es demócrata por naturaleza, pues no distingue entre ricos y pobres, aunque la sociedad siempre lo hace y permite que los ricos se pasen la cuarentena con menos calentamientos de cabeza que los pobres. En eso poco ha cambiado el mundo desde que nuestros antepasados bajaron de los árboles y en vez de tener una dieta arborícola se pusieran a comer gambas y chuletas en las terrazas, al ritmo de una bachata.
“Se ven cosas muy extrañas”, dice uno de los personajes, al tiempo que otros hacen signos incomprensibles en su pecho, como reconociéndose entre sí o protegiéndose de algo.
“Calma ante todo, señores, peor que el pánico no hay nada, una situación como esta no puede durar indefinidamente”, explica un elegante caballero, mientras un puñado de ovejas se pasea tranquilamente por la casa y algún que otro animal hace de las suyas como le da la gana. Y así, poco a poco, los invitados empiezan a volverse locos, presos de un terror indefinible que nadie entiende. ¿Nos suena esto de algo?
El lujo de la vida, el orden y la elegancia, se convierte en puro desorden, que también se extiende por las calles, cuando las formas aparentes, lo suntuoso de las máscaras, cae de repente para mostrar el verdadero rostro de los seres humanos. Así, en esa crisis, como en la nuestra, que se salió de todas las películas y cobró forma, se muestra lo mejor y lo peor de cada persona.
Me asombra a mí, más que a nadie, el giro que estas crónicas toman cada día. Puedo jurar, y juro por lo más sagrado, que cuando me puse a escribir la primera línea no tenía ni la más remota idea de lo que iba a escribir, porque estos textos no son para nada planificados a lo largo del día, entretenido como estoy en descifrar, sin conseguirlo, este rompecabezas que nos está volviendo majareta a todos, el último modelo de puzzle del mercado, llamado “Covid-19-El virus malo”. Y así de raro es todo que empecé con la primera línea sin tener ni pizca de idea de a qué lugar de mis neuronas me llevaría. Y a partir de la séptima palabra, después de escribir “11 de abril de 2020. Veintiocho veces”, vislumbré sin dejar de teclear que escribiría sobre el caos y orden, sabiendo, de antemano, que eso sí lo tengo claro, que acabaría el relato como todos los días, con moraleja, mucho aliño de sarcasmo y un final feliz reclamando la consabida esperanza.
Pero lo que por nada del mundo me imaginaba es que de pronto me vendría a la cabeza una película que así de pronto ni me acordaba del título, y resulta que parece una profecía en toda regla, hasta con los animales adueñándose de lo que lo antes fue solo propiedad del ser humano.
Y todo porque ante una agresión invisible, pero manifiesta, el mundo entero se deja atrapar por el pánico, que es siempre más peligroso que cualquier virus. El terror, el miedo, es el virus que lleva engendrado el ser humano en su cerebro, que es la ficha de dominó que cuando cae, arrastra a las demás sin que nadie pueda impedirlo, hasta que como en ese esfuerzo admirable de los que amontonan fichas para deleite de los que contemplan su larguísima caída, llega una y falla, y se detiene, y entonces se rompe el juego y el terror se hiberna, hasta que llegue de nuevo el disparo de la pistola en la pista de salida y se escuche el grito de “sálvese quien pueda”.
Gran Buñuel, tan admirado, que aquel día que veía su película me dejó los ojos como platos, olvidándome de la respiración y tratando de descifrar a mi corta edad el significado de ese símbolo apocalíptico de sonsonete bíblico, de marca de sangre en la puerta para proteger a los elegidos.
Pero, aunque eso es lo que siente la gente con ese virus tan contagioso del miedo, que es la raíz del caos, y el caos desordena, revuelve, pone patas arriba todo lo que encuentra, yo me entrego a otro que no es menos infeccioso, pero que tiene gracia y salero, y que lleva el orden bajo el brazo.
Siempre he pensado que el caos, la entropía de la que hablan los científicos, es condición natural del Universo, tiende siempre a desordenarlo todo, en ese proceso tan observado desde el comienzo de los tiempos de que todo tiene que ser destruido, todo perece, todo se desintegra. Y aun así, no hay más que observar que de las ruinas de un edificio surge otro nuevo, que la hierba que se seca deja paso a nuevos brotes en la época de las lluvias, que la gente muere a cada momento, pero también nace, para comprender que no hay caos sin orden, ni orden sin caos, para perpetuar no solo el ciclo de la vida, sino el del propio nacer y morir del Cosmos, pues la transformación es la esencia pura de todo cuanto ha sido creado. Nada permanece del todo y todo se somete al cambio.
Y en este caos de pensamientos, de idas y venidas por las distintas estancias de la casa, siempre la cabeza hirviendo como una olla express para ver el gracioso de turno cómo se graba un vídeo nuevo e impactante para enviarlo a las redes sociales, quién saca más veces al perro para tomar más el aire, o quién hace el paso en miniatura de Semana Santa más bonito del barrio para cruzarlo de parte a parte de la calle, resurge a cada momento, como por el ensalmo, el puro y bendito orden que ponen tantas personas que, aunque no tengan alas, son los ángeles de la guarda de estos tiempos del caos imponente.
Y estos son mis héroes y heroínas de la entropía, que suena a título de película de ciencia-ficción, pero que es el joven que se entrega como voluntario para que los ancianos que viven solos en sus casas, que no tienen familia y tampoco muchos recursos, tenga sus buenas comidas calientes al día. Jóvenes que no son los que forman fiestas clandestinas para tomarse un chupito sin querer saber que los muertos crecen como la espuma en los más remotos lugares del mundo.
Y así se busca el orden en lo más frío de las fábricas de las que antes salían coches para hacer respiradores con los que los enfermos tengan acceso al maná más grandioso que existe para un ser humano: el oxígeno que llena sus pulmones.
Mascarilla a mascarilla es ordenada la esperanza de vida, con ese orden que se come con patatas fritas a la entropía, gracias a personas anónimas que desempolvaron su máquina de coser del cuarto trastero y ahora se dedican a ayudar a los que salvan a seres humanos.
Orden y concierto es lo que imponen, sin necesidad de instrumentos musicales, los sanitarios de ese laberinto de los infortunios en que se han convertido los hospitales, y plantan cara al bicho con los mínimos medios, para que la solidaridad sea el pan nuestro de cada día, ese oficio tan curioso de salvar vidas, de hacer que salgan de nuevo por la puerta los que estaban tan cerca del otro mundo y a la deriva.
¿Qué sería de nosotros sin el paciente tendero que aguanta el tipo para soportar la avalancha de compradores compulsivos de papel higiénico, reconocidos en toda la galaxia como el mejor ejemplo de entropía y de estulticia al mismo tiempo de cuantos se han conocido?
El orden, siempre el orden, es el que hace posible una sinfonía, la sucesión de Fibonacci, reflejo de la matemática y geometría sagradas, que demuestran que la Creación no es fruto del azar, sino de una inteligencia suprema que encima sabe de cuentas, de cálculos infinitos y de secuencias que enlazan el espíritu con la ciencia.
El orden está en las manos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que impiden que una horda de bárbaros, que no son los de Atila, se pasen la cuarentena por donde les quepa y se vayan a su segunda residencia como si la pandemia no fuera con ellas y los virus se quedaran lejos cuando se toman unas vacaciones, al tiempo que los demás vivimos una de las tragedias más importantes que recuerda la especie humana.
Orden y más orden surge por todas partes en los arco iris que se pintan en los balcones, recordando que son siete colores los que lo forman, como son siete días los de cada semana, y cuatro llevamos ya, para quedarnos en casa como Dios manda, que para nuestra desgracia, al virus le encanta que nos demos besos y abrazos, pero no sabe que los guardamos en caja fuerte, con siete cerrojos, para luego darlos con más amor que nunca.
Así que el orden nos está salvando del virus, del ángel exterminador y de tanta tontería que tienen algunos, que si por ellos fuera, esta cuarentena sería una juerga constante en bares y discotecas, aunque gracias a Dios, como los garbanzos negros que también pueden ser parte de un cocido, son una minoría entre un pueblo ejemplar, una gran nación, que a pesar de los pesares paga su tributo para conservar la vida haciendo interminables crucigramas, que esto sí que es orden que nada sabe del caos que el Universo tiene el derecho y la obligación de provocar, porque si no buscáramos el orden a cada momento, la vida sería muy aburrida.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.