Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXI
El increíble poder de adaptación de la especie humana
José Antonio Iniesta
4 de abril de 2020. Veintiún días afrontando una situación de delirio, de nueva realidad, de aparente fantasía y de una Matrix más revuelta que el cuarto de juguetes de un niño.
Y, además, en vía certera de nueva prórroga de confinamiento. El estado de alarma con cuarentena, pandemia y nueva vuelta de rosca a una situación que parece el guion de una película. “Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”, nos dejaba caer Calderón de la Barca, ¿pero qué es un sueño y qué no lo es?, cuando los bellos durmientes de la Tierra no sabemos distinguir muchas veces entre lo que es real y lo que no lo es.
La gran trampa de la especie humana, que se ha creado muchas sin que nadie se lo pidiera, es su gran capacidad de adaptación al medio. Por una parte, le permite sobrevivir de una forma asombrosa, y por otra, le convierte en el más perfecto y desafiante depredador a la hora de cualquier cosa que se pone por montera. He ahí la diferencia entre regirse solo por el instinto, como los animales supuestamente irracionales, lo que les da una fuerza inmensa para conquistar un territorio y adaptarse al mismo, pero viviendo en coherencia con la Madre Tierra, y tenerlo, como los seres humanos, animales supuestamente racionales, pero que además que venga acompañado por la cultura, la sociedad y una notable inteligencia, cuando tantas facultades se pervierten con astucia y avaricia para tener mucho más de lo que nos merecemos.
Terrible puede llegar a ser la capacidad del ser humano, también una bendición al mismo tiempo. Por eso somos tan duales, dan diversos, todos y cada uno de nosotros prototipos de serie del doctor Jekyll y Mr. Hyde, surgidos de la prodigiosa mente del escritor Robert Louis Stevenson, que para quien no lo sepa es una pura alegoría de un trastorno psiquiátrico, el disociativo de la identidad, como el que cree que haber descubierto Sigmund Freud en la serie que acabo de ver en Netflix.
Como enésima alegoría de estas crónicas de la esperanza lo utilizo, porque de alguna forma, con tan solo leves reflejos, por fortuna, es tan propio de la especie humana como el hecho de mostrar dos ojos, una boca y dos orejas en la cara.
Y lo digo porque ante tanta especulación de que el mundo se nos va a echar a encima y va a acabar con la especie humana, afirmo y afirmaré hasta que me muera, que para que eso sucediera tendría que caer un meteorito y hacer añicos a este planeta para acabar con la especie capaz de escribir un poema que nos hace llorar y construir al mismo tiempo un arma de destrucción masiva que puede arrasar en décimas de segundo un país entero. Y ni aun así podría exterminar al ser humano.
No, no sucumbirá la especie humana, pues su capacidad de adaptación al medio es casi de poderes de superhéroes de cómic. Mira que dicen que la hormiga es el animal con más capacidad de adaptarse a todos los territorios del planeta, menos aquellos que son de puro hielo, pero el ser humano la supera, pues no solo abarca cualquier espacio donde pueda poner el pie, o crear una plataforma para caminar sobre las aguas, sin necesidad de hacer un milagro, como lo hicieron los uros con sus balsas de junco de totora en el lago Titicaca, en las que tanto he disfrutado, sino incluso en el mismísimo hielo con iglús en los que comer carne de foca.
En estos días, como si fuera un extraño documental de la naturaleza, asisto a esa capacidad de adaptación del ser humano, aunque sea lo que nos amenaza una de las más grandes pandemias, ya histórica por desgracia, que ha visto el ser humano. Sobrevivió nuestra especie, con profundas pérdidas, pero con arrojo, a las del cólera y el tifus. Salió triunfante del sarampión y la viruela. También escapó de la peste negra y de la gripe española. Se escabulló como pudo de la plaga de Justiniano, del sida, de la llamada tercera pandemia, de la gripe de Hong Kong, de la gripe aviar, como vencerá al coronavirus con todas sus mutaciones habidas y por haber, y estoy más que seguro que lo haría, aunque viniera una invasión extraterrestre o resurgieran los monstruos legendarios de todas las mitologías.
El ser humano parece indestructible, para lo bueno y para lo malo. Aunque como siempre es corta la memoria de nuestra especie, por más que se reflejen los datos en las enciclopedias y en el Google, al final nos olvidamos de que siempre viene una catástrofe cuando los estómagos hinchados de esta sociedad olvidan que de tarde en tarde surge un gran desafío que nos pone al borde del abismo. Y es por eso que el destino nos pilla no solo con el culo al aire, sino que encima nos faltan mascarillas, EPIs y respiradores.
Y ese principio evolutivo de pura supervivencia ante las más duras inclemencias meteorológicas, crisis económicas, contagios de virus de mala ralea o un pedregal que del cielo nos cayera, se fundamenta en algo que nunca han investigado los científicos, que nadie puede meter en una probeta, que es visible para todos, pero que nadie ha estudiado en cátedras de psicología. Ni se preocupó de ello Freud ni mi más que admirado Carl Gustav Jung, que era un apasionado de lo que él acuñó con el término de sincronías, lo que para mí ha sido un pilar fundamental de la vida y ahora se conoce como sincronicidades.
Ese poder inmenso, como de antiguos titanes, de forja de temple de los dioses, con el que se arropa para vencer las más duras de las pruebas, es, señoras y señores, el sarcasmo.
Y arrieros somos y en el camino nos veremos…
Me fascina, me irrita a veces, me produce admiración y muchas veces risa, la capacidad que tiene el ser humano de reírse de sus propias desgracias, lo que en verdad nunca ha podido hacer un gorila, ni el tordo que todas las mañanas me alegra con su canto cuando le saludo al abrir la ventana. Ninguna especie más que el ser humano libra las más duras batallas con el sarcasmo, que sin duda hasta lo tenían los soldados franceses en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, incluso cuando los rociaban con gas mostaza, en el primer ensayo planetario de la guerra química, y se les destrozaban los pies de tantos días metidos en encharcadas y embarrizadas botas.
Sí, el sarcasmo, los comportamientos surrealistas, hacer el ridículo sin venir a cuento, algo tan propio de la naturaleza humana, ha sido desde siempre una forma de combatir el miedo, con aquello de que “el que canta su mal espanta”, romper la realidad que te atenaza creando o imitando otra con la que liberarse de la pesadilla que se vive en un momento determinado.
Por eso mi desconcierto llega al límite, me provoca carcajadas y hasta ternura al ver cómo la gente puede ser tan estrambótica en ocasiones, siempre y cuando no pase la raya roja de lo que consideramos que debe ser un modelo de conducta para afrontar algo tan serio como lo que estamos viviendo, que se está llevando miles de vidas en todo el planeta en estos momentos.
El ser humano es inaprensible, incalificable, indefinible, de tanta variedad de conductas y formas de entender o frenar lo que está pasando, y con esa tendencia bipolar a la que siempre nos entregamos, y sálvese el que pueda, lo que está claro es que ahora está saliendo lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Es como un examen de conciencia a ver quién pasa la prueba de integridad o desintegración de la personalidad, de generosidad sin límites o de maldad de catálogo.
Las calles, los supermercados, se han visto poblados de disfraces. ¿Cómo es posible que cuando el mundo siente un nudo en la garganta, viviendo una pandemia que parece de texto bíblico, al mismo tiempo a la gente le está dando por disfrazarse de unicornio? ¿Por qué cuando la muerte se ceba en las residencias de ancianos con tanto ahínco, lo que nos pone el vello de punto y da mareo a cada hora, hay quien tiene el antojo de salir a la calle vestido de tiranosaurio rex? Y porque se arriesgan a multas elevadas, incluso a la cárcel si se resisten a la autoridad, que si no fuera por esto, seguro que las calles estarían llenas de triceratops, estegosaurios, iguanodontes, diplodocus, velociraptores y hasta pterodáctilos lanzándose desde los balcones, como si hubiera llegado Steven Spiedberg para rodar una nueva entrega de Parque Jurásico.
El ser humano es de lo más variopinto, noble y soez, genio y tirano, todos los fractales habidos y por haber de cualquier realidad imaginable. Lo mismo da órdenes para matar al que se salte el confinamiento, como el presidente de Filipinas, que se recluye en cuarentena en un hotel de lujo de Alemania con veinte concubinas como lo hace el de Tailandia.
El teatro de la mente para los seres humanos no tiene límite. Lo mismo se combate el coronavirus con estampas y relicarios que a varazo limpio, esto último en la India, en la que la policía, con despreciable saña, no solo golpea a los vendedores ambulantes que apenas pueden comer al día, sino que les tiran las frutas y verduras al suelo, impidiendo que puedan circular adecuadamente con tanto embrollo los que van en coche.
El caos siempre ha sido el vicio de los humanos, ese afán de agarrarse como un pulpo a una piedra, a todo lo que sea pura supervivencia. Con este historial de mutaciones humanas, más que un coronavirus puede tener en mil años de existencia, ¿quién puede plantearse que desaparezca de la Tierra?
Llegó la humanidad a lo más profundo de los desiertos con camellos y ahora los utiliza para que lleven encima depósitos con los que fumigar al bicho. Lo mismo crea en México un túnel de desinfección a la entrada del metro, al estilo de los lavaderos de coches, que rocía sin contemplaciones con el desinfectante a los invitados a una boda, o con manguera a presión a la multitud congregada en un barrio.
Por todas partes, este espécimen de mamífero del reino animal que es la mujer y el hombre se las apaña como puede para seguir viviendo, proliferando en los más tórridos o gélidos ambientes.
Y mientras que esto dure veremos unicornios y dinosaurios caminando por nuestras calles, y gente metida en una burbuja de plástico rodando por los pasillos de un supermercado, o cargando en una furgoneta cientos de rollos de papel higiénico. Los atletas olímpicos no pueden bajar la guardia y levantan pesas como pueden, lanzan la jabalina con ingenio para no acabar con el vecino de enfrente y se atan los pies en el interior de una piscina para no dar con la cabeza en el muro con la primera brazada.
Así es de maravilloso y absurdo el ser humano, así de simpático y vanidoso. De igual forma tan grande de espíritu como malvado hasta lo inenarrable.
Mutación dicen de un virus, pero no hay especie más mutante que el homo sapiens sapiens, que es como si pensara dos veces, pero a veces es que ni piensa, que dispone de dos hemisferios cerebrales, pero en ocasiones ni una neurona tiene.
Eterna dualidad, yin-yang, una especie de Frankenstein formado por muchas partes de diferentes seres humanos, un genoma para sacar loco a cualquier extraterrestre que se plantee descifrar la verdadera naturaleza de nuestra especie.
Llegó esta creación de la Madre Tierra hasta el Círculo Polar Ártico, atravesó los más vastos desiertos. Se sumergió en las profundidades de los fondos marinos y recorrió las más gigantescas grutas. Por todas partes fue y vio, de todo quiso y todo lo arrebató, pensando que era suyo porque le daba la gana, sin pensar jamás en el fruto de sus actos, no como los indios de pura cepa, que saben y recuerdan que siempre hay que pensar qué causará cada una de sus acciones en las futuras siete generaciones.
Pero será por eso, porque son sabios y siempre han honrado a la Madre Tierra, y quieren preservarla para todos sus congéneres, sean tuaregs o esquimales, neoyorquinos o labriegos de un pedregal de Córdoba, que estorban para los criminales de guante blanco que sueñan y sueñan con diamantes de sangre, especie exóticas, maderas nobles y litio para los móviles.
Y qué más les da que se pierdan vidas humanas, si consideran que hay más de la cuenta en todo el planeta, o dar golpes de estado para conseguir materias primas con las que perpetuar el lujo de sus yates y sus mansiones de millones de dólares.
No creo que los virus se disputen entre sí el espacio vital en el que sobreviven, pero sí sé que los seres humanos se comen vivos con tal de acaparar y acaparar como si se fuera a acabar el mundo, que muchos han sido capaces de exterminar a un grupo étnico con tal de disponer de terreno libre para levantar lujosos hoteles, urbanizaciones y hasta rascacielos si se lo proponen. Por eso hay que tener tranquilidad, la especie humana no se extinguirá, aunque le caiga encima un meteorito. Mientras quede un territorio intacto en el que queden supervivientes, sabrá multiplicarse para remendar los trozos de la Tierra y seguir surcando su destino.
Queda esperanza para todos nosotros. Lo que es menester es que, a partir de ahora, la supervivencia de nuestra especie sea enfrentándonos al coronavirus y no a nosotros mismos, y que más pronto que tarde se haga a través del espíritu y no con una tarjeta de crédito. Y si algo tiene que desaparecer de nuestras vidas que sean los guantes blancos llenos de sangre, las campañas del miedo y las mentiras. Que, de una vez por todas, aunque nos tengamos que vestir todos de unicornios y de dinosaurios, aunque tengamos que perder el miedo al ridículo y hacer malabarismos, nos dejen vivir en paz. La humanidad está formada en su gran mayoría por gente sencilla, buena, honrada, que solo quiere vivir tranquila. Solo la cizaña, la que nos sobra, es la que realmente estropea los hermosos campos de trigo.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.