Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XV
Ya nunca volverá a ser igual que antes
José Antonio Iniesta
29 de marzo de 2020. Quince días ya de un confinamiento que a partir de mañana se hará todavía más intenso.
“Ya nunca volverá a ser igual que antes”, canta el coro de voces de millones de seres recluidos en lo más profundo de sus hogares. Y así lo pienso yo, pero no escribo con amargura, no hay tinte alguno de desazón en esta expresión, porque si fuera igual que antes mi corazón sí que sufriría hasta lo inenarrable. Llevo ya quince días sembrando semillas de esperanza en este huerto ecológico en el que he convertido la parte superior del armario, todos y cada uno de los pasillos, los dormitorios y la bodega, el cuatro trastero y las dos terrazas a cielo abierto, la cocina y los cuartos de baño, la buhardilla y hasta las teclas del teclado con el que escribo cada una de estas palabras.
No volverá a ser igual porque sueño día y noche que todo será diferente. He escrito muchas veces a lo largo de mi vida que cuando voy por la calle y tengo un arrebato místico me gustaría abrazar a todo ser humano, animal o flor que encuentro por la calle, pero siempre me contenía porque la gente que no me conoce, y hasta quien me conoce, se puede sentir confusa y abrumada por un repentino e inesperado abrazo. Cuando llegue el tiempo de que salgamos a la calle pienso que todo el mundo tendrá de alguna forma ese deseo secreto de hacerlo, así que morirá poco a poco ese forzado gesto de los besos de aire, de estrechar la mano como si una de ellas o las dos se deslizaran entre los dedos, de los abrazos que se desean dar, pero que nunca llegan a convertirse en abrazos. Y especialmente quienes más nos amamos nos daremos unos abrazos del alma que superarán en intensidad a cuantos hasta el momento nos hayamos dado.
Aquella maravillosa idea de los “abrazos gratis” se verá constantemente en los supermercados, en el trabajo, en cada calle en la que sabremos que todavía sobrevive el ser humano.
Para qué desear que todo siga siendo lo mismo si antes había un corte de cuchillo de silencio en un ascensor cuando se metían en su interior dos extraños. ¿Acaso no nos hemos convertido todos ahora en náufragos de un mismo naufragio? ¿No necesitamos cada uno de nosotros consuelo, afecto y un te quiero que no cuesta nada decirlo?
Navegaremos cuando salgamos de esta con mejores embarcaciones, de buenos remos, por ese mar de la esperanza que ahora trenzamos con hilos nuevos para hacer tejidos con los que arroparnos, con una visión diferente de cuáles son los verdaderos horizontes que surcaremos.
Viene un tiempo para salir a la calle como si lo hiciéramos surgiendo de la oscura caverna de Platón, en la que pensábamos que las sombras proyectadas por las personas que pasaban junto a la entrada eran la realidad y, sin embargo, creíamos que los que estaban fuera eran sombras, mito y quimera.
Estamos explorando tantos mundos interiores, reviviendo una pesadilla que no deja de ser otra forma realidad que entre todos hemos creado, que nos sobrará imaginación para levantar los pilares de una sociedad nueva sobre las ruinas de la que ahora estamos olvidando.
Nos hemos dado cuenta en estos días de la clase de seres que son algunos, capaces de arrancarte un brazo con tal de llevarse un montón de rollos de papel higiénico, y hemos visto el verdadero rostro de algunos gobernantes de este planeta, en ocasiones tan insensibles que les importa que prospere la economía, pero no que se mueran los ciudadanos, que incluso animan a los ancianos a morir, a sacrificarse, en aras de la sociedad consumista que no es más que un cáncer de los verdaderos ideales.
Tuvo que venir un virus microscópico para frenarnos en esa carrera loca de la depredación absoluta de nuestro entorno, que estaba poniendo al límite nuestra supervivencia como especie.
Los cielos han reducido enormemente la contaminación por habernos quedado a salvo en nuestras casas, con incontables coches aparcados junto a las aceras, las máquinas han dejado de hacer ruido, los monstruos mecánicos que arrancaban árboles a destajo se han dormido, han dejado de navegar los gigantescos barcos que arrojaban residuos tóxicos a los océanos. Y es por eso que los animales que se refugiaban perseguidos por un virus antropomorfo, nos miran al recorrer las calles a su aire. Se preguntan, al vernos a través de los cristales, por qué los seres humanos hemos convertido nuestras ciudades en zoos en los que nosotros somos los observados.
El mundo se ha dado la vuelta, aunque gira y gira igual que antes, es nuestra sociedad la que se ha puesto patas arriba. Nos ha mostrado, ante el desafío de perder la vida, que no éramos tan grandes, ni tan equilibrados, ni tan poderosos. Basta con que el más pequeño de los seres de la naturaleza se rebele o crezca más de la cuenta para que nos ponga contra las cuerdas y nos dé el palizón del siglo en una pelea de boxeo.
No quiero que todo vuelva a ser igual, deseo que sea infinitamente mejor. Ahora que nos hemos visto forzados a enfrentarnos a una pesadilla se nos da la oportunidad de reflexionar sobre lo que la humanidad estaba provocando, a qué nos conducía esta insaciable manía de tenerlo todo, algo infinitamente más terrible y doloroso que lo que estamos padeciendo.
El tiempo es la medida de todas las cosas y el paso de las horas nos demuestra que podemos vivir con mucho menos de lo que creíamos que era necesario, pues ahora, “la letra con sangre entra”, con tantos seres que han muerto, con muchos que lo harán cada día, reconocemos que nadie se lleva al otro mundo lo que llena hasta el aburrimiento el interior de los cajones, el dinero que guardábamos para un futuro que ahora se ciñe a agarrarse al presente, ni las segundas residencias, los trastos y más trastos, las incontables y aparatosas colecciones, una quimera tras otra, todo aquello de lo que ahora no disfrutamos.
A ver si de una vez por todas construimos un cementerio, pero para enterrar tanta frase que siempre me ha provocado el rechinar de dientes: “tanto tienes, tanto vales”, “el tiempo es oro”, “si no tienes un título no eres nadie”.
A veces tienen que venir a puñados las pesadillas para darnos cuento de lo hermosos que son los sueños que no están fundamentados en espejismos de la mente, en la avaricia desmedida. Ahora. y siempre, lo más sencillo aparentemente puede ser lo más grande, aquello a lo que aferrarnos en los peores momentos.
Viene también la ola de lamentos por los seres queridos, los más ancianos, a los que muchos nos los veían desde hace meses y meses, que si acaso, existían al otro lado del teléfono en una llamada hecha apresuradamente. Los que sobrevivan, que serán casi todos, Dios lo quiera, deberían ser amados como lo más sagrado hasta que de forma natural les llegue la muerte.
Por suerte para ellos ahora, mis padres no tendrán que temer a esta plaga de virus, miedo y sociedad decadente. Cuidé a mi madre desde que era un niño, siempre preocupado de que se me fuera en cualquier momento a causa de sus enfermedades, y al final de su vida, catorce años con alzhéimer pusieron sobre ella una injusta losa que nunca mereció, pero aun así la cuidé, con el inmenso apoyo de mi hermana, hasta el último segundo, viviendo con ella día a día, desde que nací hasta que me dejó para siempre. La muerte de mi padre partió en dos mi existencia siendo yo muy joven, cuando tenía tan solo veintidós años. Era el padre más generoso que alguien pueda imaginarse. La caída desde lo alto de un camión acabó con su vida. ¿Qué muerte es peor, la que se adivina día tras día con tan terrible agonía, o la que surge de repente y te deja con un vacío que ya no llena ni todo un río de agua embravecida? A ninguno le faltó el amor ni un solo día. ¿Cómo no voy a saber ahora que los camioneros forman parte de esos salvadores a los que aplaudimos cada día, si arriesgan a cada momento su vida para que tengamos lo que necesitamos, con pandemia o sin pandemia?
Esta crisis de la humanidad ha servido para sacar a relucir los trapos sucios de una sociedad que estaba cogida con pinzas, los cantos de sirena que se disuelven como la bruma por los humanos que, siendo humanos, se convierten en el zorro que cuida del corral de las gallinas, en la que los que nos lo han dado todo, y deberían estar en el altar de nuestra memoria de lo más sagrado, se dejan abandonados en pisos desolados para que sus descendientes se vayan tranquilos a veranear en la playa. Debe morir, y para siempre, esa manía insana de disfrutar matando animales con escopeta, esas cacerías con las que acabar con los hijos de la naturaleza, la de acumular diamantes de sangre o que un rey, que lo tiene todo, se vaya a pegarle un tiro entre ceja y ceja a un elefante que no le ha hecho absolutamente nada a nadie de ningún linaje de tantas y tantas innecesarias monarquías.
Se ve el cazador cazado en la propia trampa de su destino, envilecida la corona y todo lo que quiso mostrar como digno a lo largo de una vida; aquellos que animan a que la gente siga disfrutando de la vida, con el argumento oculto de que la carne y el hueso de la especie humana tiene que sostener la economía que solo favorece a los que se sientan en los tronos de oro de la cúpula de la pirámide, aquellos que no piensan para nada en que sus palabras serán responsables de muchas pérdidas de vidas humanas.
¿Para qué volver entonces a lo mismo, si una y otra vez decíamos que esta sociedad del siglo XXI está enferma, podrida hasta la médula, carcomidos sus pilares de palos viejos, por más que los más humildes los sostengan para que los que están arriba nos sigan manipulando?
Que vengan nuevos aires de libertad, que después de que podamos quitarnos las mascarillas nos quitemos cada uno de nosotros las verdaderas máscaras, las que no faltan en las farmacias, pues son gratis a la hora de elegir el disfraz con el que engañarnos los unos a los otros.
Sueño con que nada sea igual, que en un futuro todas las familias recordemos lo que perdimos o lo que pudimos haber perdido, que toda necesidad de acumular algo sea precisamente de valores humanos, no de trastos inútiles que no hacen más que ocupar el espacio que deberíamos llenar con juegos interminables, rincones engalanados de inocencia para abrazar a cada momento a los ancianos, y para tirarnos al suelo más a menudo con los perros que ahora se han convertido en excusa para poder salir a la calle más de lo que el estado de alarma permite.
Nada volverá a ser igual que antes, ni falta que hace, porque lo que era dañino e innecesario habrá que tirarlo a la papelera del olvido, y lo mejor que nos sustentaba como especie habrá que engrandecerlo.
Ahora que tanto deseamos volver a los bosques para caminar entre los árboles grabémonos a fuego que son las plantas, los arbustos, los árboles, los que hacen posible que respiremos, y dejemos de pensar en la forma de trocearlos para tener un lujoso mueble lleno de libros que luego no leemos.
Leamos en los ojos de aquellos seres con los que nos crucemos, hablemos con ellos, aunque no los conozcamos. Aprenda la humanidad de eso tan hermoso que entendí ya desde niño que es fabuloso: hablar con los ancianos, recibir la sabiduría que nos ofrecen cada día sin pedirnos nada a cambio. Si sabemos que hay tantos seres que sufren en el mundo, dejémonos el pellejo si hace falta para que no se eleve un solo lamento que luego llame a la Tierra, cuando se acumulan millones de ellos, para reclamar a la conciencia divina algo que reestablezca el equilibrio. Que por Dios, no seamos más una carga, una amenaza, un tormento, para esta naturaleza maravillosa que nos rodea por todas partes, la que era ya bella y autosostenible antes de que nosotros apareciéramos, cuando emprendimos ese vicio e insana costumbre de guerrear con nuestros semejantes, de ambicionar sus ciudades, de mirar de reojo al vecino porque sencillamente no somos conscientes de que todos y cada uno de nosotros somos viajeros de la misma nave, del mismo velero de piedra, musgo y niebla. La misma embarcación nos lleva a todos, una isla de vida y de ensueño flotando en busca de un destino en el conjunto del Universo.
Somos tan pequeños y, sin embargo, tan grandes, somos tan capaces de destruirnos como de renovarnos, de crecer y de navegar por un destino incierto con los ojos puestos en el más hermoso de nuestros sueños.
Viene la luz más resplandeciente en esta noche oscura que se nos ha concedido como destino a cada uno de los seres humanos sin excepción, una oportunidad única para levantar el vuelo, soñar una y mil veces con un futuro próspero. No nos hace falta armamento, ni crueldad, ni ambición, si sabemos repartir las innumerables riquezas que nos ofrece la Madre Tierra. No puede haber conciencia tranquila, por más que no seamos culpables de un genocidio, si en cualquier lugar del mundo hay un niño que se muere de hambre. Dañamos a nuestros semejantes con la inacción, con el silencio cómplice, con esa mirada hacia un lado, sabiendo que hay mortandades más grandes que la que estamos viviendo, y que a pesar de todo no están saliendo a cada minuto en los noticiarios.
Nos duele el alma y sentimos ansiedad, se nos rompe el descanso por las noches, nos desvelamos y tenemos pesadillas, porque la muerte ha golpeado con fuerza a las puertas de nuestras ciudades, cada vez vamos sabiendo más de personas que conocemos, que se han ido o están a punto de irse, por causa de esta amenaza que es dura y terrible, pero que también quiere liberarnos de toda la inmundicia que cubrimos con lujosas vestiduras, que guardamos entre paredes bien pintadas y en cada rincón de las más lujosas mansiones.
Nos daña porque nos toca bien cerca, pero nunca pusimos el grito en el cielo cuando en África se morían de ébola, cuando las sequías acababan con miles y miles de niños. Entonces no gritamos en todo el planeta “saldremos de esto todos unidos”.
Se nos rompió el espejo de las apariencias en mil pedazos y detrás apareció otro que nos muestra el vacío que nunca supimos llenar del todo, por más que quisiéramos llenarlo con toneladas de objetos que ahora no son más que estorbos, innecesarios cuando hablamos de algo tan importante como es nuestra supervivencia.
Más vale que tanto como nos robaron a los ciudadanos políticos corruptos en esa ansia de poder que no tiene límites estuviera donde debería estar, en los hospitales, para que hombres y mujeres que me arrancan lágrimas de emoción de los ojos tuvieran los almacenes repletos de EPIs y mascarillas, de respiradores y de todo cuanto sea necesario para salvar la vida de un ser humano.
Me suenan a verdadero coro de ángeles esas risas, esos aplausos, cuando se produce la extubación de un enfermo de coronavirus, algo tan grandioso como poder respirar por sí mismo de nuevo. Esos ángeles con batas de bolsa de basura y mascarillas que por no poder renovarlas las llevan día tras día, me han ganado el corazón para siempre. No, no quiero que su trabajo quede en el olvido como antes. No quiero que a los camioneros se les vea como seres anónimos que llevan camiones grandes y van de un lado para otro. Mi padre fue camionero, murió haciendo ese trabajo, y camioneros han sido y son varios miembros de mi familia, de mis seres más queridos. No quiero que veamos ya a la guardia civil como los que están en las carreteras para multarnos, ni a la policía municipal o nacional como personas autoritarias y distantes, pues unos y otros son los que ahora arriesgan su vida, como siempre lo hicieron, para que nosotros tengamos una sociedad en la que sentirnos seguros.
No quiero que todo vuelva a ser como antes, porque recuerdo que pedí mil veces que todo cambiara, porque sentí muchas veces que nos íbamos a pique, que la especie humana, con todas sus grandezas, se había convertido en un serio problema para el conjunto del planeta.
Quiero vivir mi propio sueño, pero forjado con realidades supremas, con entrega a los más desfavorecidos, con abrazos y besos que ahora no puedo dar como quisiera. Deseo con toda mi alma ser, con todos los que deseen compartir este sueño, creador de un mundo nuevo.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.