Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XIV
Ahora que un destino cruel se lleva a tantos ancianos
José Antonio Iniesta
28 de marzo de 2020. Catorce días de confinamiento, doble septenario, interminables sacudidas de cabeza sin entender qué está pasando, por más que nos sature la mente una tonelada y media de noticias. Sin embargo, acaricio un puñado de esperanza al lado del escritorio donde escribo.
Hay momentos en los que siento un vahído, un mareo que me retuerce y quiere tirarme, como un árbol azotado por el viento, especialmente cuando veo en qué medida este virus le está arrancando la vida de cuajo a tantos ancianos.
Eso me cuesta soportarlo…
Confieso que los más mayores han sido desde siempre mi debilidad, uno de los pilares fundamentales de mi existencia, así que ver cómo se hace añicos por momentos este pilar me angustia de una forma inconcebible. Tengo que respirar intensamente y recordar la visión que más adelante contaré, aunque nadie la crea, para serenarme y seguir escribiendo.
Apenas levantaba unos palmos del suelo y ya tenía como mejor amigo, y el único que recuerdo de esos momentos, a un anciano, Jesús Silvestre, “El Tío Pelón”, llamado así por su mujer, Dolores, “La Pelona”. Ella me regaló cuando nací un borreguito blanco con cascabel en un lazo azul que todavía conservo. Nunca la conocí, estaba muy enferma cuando vine al mundo, aunque sé que le hacía mucha ilusión verme y consiguió hacerlo. Pero con el Tío Pelón me pasaba las horas muertas a su lado, intrigado siempre porque lo veía hacer palotes y más palotes, mañana, tarde y noche, un día tras otro, en las finas hojas del papel de fumar. Hasta que un día, incapaz de comprender el propósito de tanto rayajo, uno al lado del otro, tan parecido a lo que ahora identifico como escritura cuneiforme, me dijo que estaba aprendiendo a escribir. Nunca consiguió hacerlo, y en mi memoria siempre quedará el olor del tonel vacío de lo que fue la antigua tasca, sus pantalones de pana y esos dos reales con agujero en el centro que me daba cuando me enviaba a comprarle vino.
No sé cuándo, pero de pronto desapareció de mi vida, como lo hizo el anciano Matías, y su mujer, “La Roja”, también mis grandes amigos.
Como si fuera un cuento de realismo mágico me convertí desde muy pequeño en un escriba, en un escribiente. Redactaba las cartas de los vecinos del barrio que no sabían escribir, en ocasiones de personas muy mayores, con aquel encabezamiento de “Espero que a la llegada de esta te encuentres bien, yo quedo bien, G. A. D. (que significaba gracias a Dios)”. Y así me ganaba unas cuantas pesetas. Es extraño para mí, que jamás me ha interesado el dinero, recordar que siendo un niño me sacaba unas perrillas haciendo encargos y desarrollando este viejo oficio de juntar palabras con palabras.
Mi sueño y realidad de investigar las tradiciones populares ha hecho que prácticamente cada día durante décadas, a excepción de estos en los que vivo como un topo por los azares del destino, sean incontables, pero incontables, las veces que he recogido la memoria ancestral de Hellín de los que siempre he considerado los más sabios, los únicos de los que realmente podía aprender algo, que con el paso de los años se fueron convirtiendo en mis grandes amigos.
Reconozco que con ellos tengo los mejores encuentros, aunque me lleven de diferencia veinte o treinta años.
Entre lo más momentos más sublimes de mi existencia están aquellos en los que me cuentan sus viejas historias, y por eso los mimo y los cuido como los mejores compañeros en el viaje de la existencia. Así que ahora me tengo que contener para no dar un puñetazo en la pared y romperme los nudillos de la rabia que siento ante este cruel destino que provoca el sufrimiento, la doble soledad y la muerte de la generación más noble, honrada y bendita que existe en España.
Me pregunto, y aprieto los dientes en silencio, por qué están recibiendo especialmente el zarpazo de la muerte los mismos que sufrieron el tormento de la Guerra Civil, con los bombardeos que acababan con pueblos enteros, con sus alegrías y sus sueños, y más tarde los rigores inconfesables de la posguerra, tanta miseria y hambre, tanto desasosiego para labrarse un futuro, mil y una penalidades para lavar la ropa en el río o en un lavadero, sin tener un perrón ni un rincón donde caerse muertos. Aun así, sacaron adelante a los hijos, y encima, para más inri, después a los nietos, y todo ello, en muchas ocasiones, para verse abandonados de la forma más indigna en la que puede verse un ser humano. Entregados a la soledad más absoluta por aquellos mismos a los que dieron la vida. Y el ciclo de la existencia, tan perversa en ocasiones, no solo no se contentó con arrojarlos a un cúmulo interminable de enfermedades cuando se habían ganado a pulso el descanso después de tanto trasiego de una vida, sino que el alzhéimer les arrancó lo único que les quedaba, el privilegio legítimo de cada ser humano, su memoria, el vínculo sagrado con la memoria colectiva.
Y en este guion del delirio interminable, por si les quedaba algo por sufrir, viene una pandemia y los acuartela más si cabe, los encierra y los separa de su propia descendencia, y encima, siega sus vidas. Se las lleva en cuestión de días este virus que nos está removiendo la conciencia a todos, que está poniendo patas arriba nuestra vida, que ha cambiado el mundo entero como quien la da la vuelta a la tortilla.
En este espejismo de lo que no entendemos, en esta película de ciencia-ficción con tintes apocalípticos que se manifiesta cada vez que abro la ventana y miro al otro lado de la acera, me pregunto una y otra vez, trescientas treinta y tres veces al día: ¿hay alguna luz para encontrar la paz, algo que nos diga con claridad el alma, que nos ayude a comprender qué sentido tiene todo lo que está sucediendo, si a pesar de su fealdad, su rostro de las mil caras, hay un plan detrás de lo que vemos, que nos ayude a pensar que la humanidad tiene un futuro, si vale la pena seguir luchando por elevar la conciencia del ser humano?
Que cada uno piense lo que quiera, pero si cada uno abre su balcón y su ventana para aliviar el paso de los días haciendo lo más ridículo que jamás imaginó que haría, si el que más y el que menos hace lo más tonto que se le ocurre para alegrar la vida de quien lo vea, ¿quién me va a impedir que me abra el alma y comparta la experiencia que en gran medida me ha aliviado desde que la tuve, que me ha permitido hasta sonreír y pensar que todo esto, más allá de la adversidad, forma parte de un plan oculto que curiosamente, todos y cada uno de nosotros hemos diseñado, que este egregor de confusión y espanto es, paradójicamente, el escenario teatral, el del teatro de la vida, que hemos elegido para mirarnos en el espejo de nuestros actos, para que aflore lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Es un exorcismo colectivo para sacar fuera nuestros demonios internos, que no deja de ser una metáfora de todo aquello que nunca hemos transmutado, de lo que tenemos que desprendernos en una nueva octava, como parte del salto cuántico que inexorablemente tiene que experimentar la especie humana. ¿Quién sabe si el propio virus, con su carga genética, no está cambiando incluso nuestro genoma, si con su atroz acoso nos está diciendo que nos renovemos, que dejemos de ser el propio virus que lleva miles de años agrediendo a la Tierra?
En la tristeza infinita que siento, por más que muchos quieran aliviarla, no dejo de sentir esa esperanza que transmito cada día, y como tributo personal quiero contar lo que me sucedió cuando mi hermana de luz, Lolita Vargas Martínez, “Malinalticitl”, que sin que yo se lo dijera sabía de mis tribulaciones, entendía sin decirlo con palabras que poco a poco me estaba metiendo en el caparazón del caracol donde solo habita la amargura. Entonces me envió un audio, una bella canción de una mujer que nombraba determinadas partes del cuerpo invocando salud para el mismo. De una forma inexplicable, que solo puede interpretarse como un estado alterado de conciencia, en el que en ningún momento perdí la consciencia, por eso puedo contarlo, alcancé un nivel de paz y armonía que no había tenido en los últimos días, desde que se declaró el estado de alarma por emergencia nacional a causa de esta devastadora pandemia.
Mi vínculo con el chamanismo, la doctrina más coherente que he encontrado en toda mi existencia para encontrar el sentido de la vida, no solo de forma intuitiva, sino absolutamente práctica, las innumerables experiencias espirituales que he tenido desde que nací y este viaje interminable por los más remotos lugares del mundo en busca de la sabiduría, me han otorgado la nunca confesada facultad de acceder a las mas diversas dimensiones y a los más complejos niveles de conciencia, lo que el mundo cataloga de forma tan injusta, considerándolo fruto del mito y de la leyenda, cuando no de la superstición y una quimera. Eso me permitió que después de varios días sin encontrar una respuesta, esta canción me la ofreciera. De pronto sucede algo fascinante, que veo con absoluta claridad, tan nítido o más incluso que como ahora veo la pantalla del ordenador en la que escribo. Estaba en una habitación pequeña, preciosa, porque las paredes estaban pintadas con un color azul turquesa, bellísimo. En el centro había una cama con una colcha de tejido con el mismo color azul turquesa. La sábana, blanca, estaba doblada sobre la colcha y la almohada también era blanca. Y mientras observaba en tres dimensiones lo que me rodeaba entró una anciana, bajita, con el cabello blanco, que se sentó a los pies de la cama, dejando que su cuerpo cayera sobre la colcha azulada. En ese movimiento, que observaba perplejo, con esa claridad impresionante que se produce al estar viendo cualquier lugar físico, pero que sin duda era una recreación en un nivel etérico que pretendía darme una gran enseñanza, conforme caía hacia atrás, la anciana fue rejuveneciendo y vi que la ropa con la que había entrado se transformaba en un vestido precioso, de color salmón o vino, algo así como un marrón dorado, y con una tela que brillaba, como si fuera de raso. Vi que tenía puntillas en el bajo del vestido y también en las mangas. Su aspecto en ese momento era como el de una princesa, como un personaje de cuento de hadas. Cuando todo su cuerpo estuvo tendido sobre la cama me pareció como si viera a Alicia en el país de las maravillas. La escena que fue representada en mi visión era sencillamente espectacular, tan real, aunque de otra forma, como es la propia realidad que concebimos, la que nos han acostumbrados a ver, aunque sin duda ahora estaba en otra dimensión. Yo tenía la cabeza inclinada, los ojos cerrados, pero era totalmente consciente del audio que seguía escuchando, y hasta del vuelo de una mosca si hubiera pasado a mi lado. Cuando volví a mi estado normal, el de la tercera dimensión, comprendí el mensaje, lo que se me había revelado, En esta situación de caos y miedo que vive la humanidad los ancianos se están llevando la peor parte, pero de alguna forma, que empezaba a intuir en ese momento, a pesar de lo que nos duele, y a mí especialmente, que siempre han sido mi debilidad los ancianos, estaban alcanzando la paz, el descanso, que era como el rejuvenecimiento que mostraba la visión, el regreso a la infancia. Entendí que estos benditos seres son protagonistas muy especiales en este cambio de conciencia. Nos están dando una lección, para todos, pero especialmente para aquellos que los habían abandonado, lo que ahora lamentarán toda su vida con rechinar de dientes y llanto. La habitación en la que la anciana rejuvenecía era preciosa, con esa pintura que para mí tenía una tonalidad absolutamente celestial, y hasta esa visión de la niña, que tanto me recordó a “Alicia en el país de las maravillas”, es de lo más reveladora, pues la novela de Lewis Carroll es indiscutiblemente iniciática, absolutamente mágica y alegórica. Refleja el paso a otra dimensión, otro nivel de conciencia, en el que se muestran las virtudes y los defectos de los seres humanos, esa constante lucha entre la luz y la oscuridad, y la oportunidad, siempre presente, como sucede en este libro y en la propia trilogía de Matrix, de seguir al conejo blanco, de experimentar un salto cuántico, de pasar al otro lado, a la pura dimensión de la luz desde cualquier lugar en el que nos encontremos. Mira que me duele especialmente todo lo que está sucediendo con los ancianos, pero inesperadamente me alcanzó una paz que no me ha abandonado desde entonces. Se me mostraba, como solo lo puede hacer un estado alterado de conciencia que, de una vez por todas, los ancianos que se iban dejaban de tener sufrimientos, estaban en paz, en infinita paz, y se encontraban muchísimo mejor que nosotros. Lo que habían sufrido era horrible, abandonados, con tantas enfermedades y al final el alzhéimer, sin ver a sus familiares habitualmente y esperando su llegada duran años y años, para acabar separados de sus seres queridos por culpa de este terrible virus, pero habían trascendido, habían pasado al reino de la luz. Sentí con una inmensa fuerza que ellos, como todos y cada uno de los que se han ido y se irán, habían seguido una línea de tiempo individual para asumir este destino colectivo, que su más hermosa enseñanza era lo que están experimentando, para que el resto del mundo aprenda, sufra por ello, pero siempre con el inmenso propósito de ser parte de un gran cambio.
Quisiera no sufrir su pérdida, pero me engañaría si dijera que lo he conseguido, aunque también tengo que ser honesto para confesar que esta visión ha traído una paz inmensa a mi corazón, sabiendo, como siempre he sabido, que hay un Cielo lleno de luz que a todos nos espera cuando a cada uno de nosotros nos llegue el momento. Espero seguir viviendo para contarlo. Ojalá este Cielo en el que creo pueda esperar mucho más tiempo, lo suficiente como para que entre todos podamos hacer de este mundo un lugar más hermoso, en el que pueda florecer la especie humana por los siglos de los siglos.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.