AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XIII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XIII
La familia de luz vibra en silencio
José Antonio Iniesta



27 de marzo de 2020. Trece días ya de confinamiento, un número sagrado en la simbología espiritual de los ciclos cósmicos, en el cruce de caminos del corazón del Cielo y del corazón de la Tierra.
En esta pandemia que de vez en cuando se nos antoja que es una pesadilla, cada uno cumple un papel, se dé o no se dé cuenta, en el drama cósmico que entre todos representamos. ¿Hay algún acontecimiento que no responda a la ley de causa y efecto? ¿Hay algo sobre la faz de la Tierra que no tenga un propósito y un destino?
Sí, nos duele tanto quebranto, nos ha dado mareo más de una vez, especialmente cuando vemos lo que está pasando en las residencias de ancianos, nos tiembla el pulso, incluso nos preguntamos algo que jamás habríamos imaginado que sucedería, si sobreviviremos a una de las catástrofes más grandes que se han producido en la Tierra, por leve que pareciera en un principio, porque ahora vemos que se agiganta sin saber realmente de su verdadero alcance. Claro que nos aturde los sentidos, nos agota, sacamos fuerzas de donde parece que ya no queda y luego cerramos los puños y nos preguntamos qué hemos hecho para merecer esto.
Todo tiene un sentido, por más oculto que esté a nuestra mirada, pero en ocasiones, el verdadero misterio de cuanto sucede se esconde en el cuarto trastero de nuestra memoria, en el envés de las hojas, debajo de las piedras, en la sorprendente genética de un virus con el intento, como el de cualquier otro ser vivo, de seguir existiendo.
Luchamos por sobrevivir, sin darnos cuenta de que este Covid-19 tiene el mismo deseo que nosotros. Se multiplica, se extiende, parasita a un humano tras otro, sin que nuestra especie quiera reconocer que lo hizo en el pasado en cada pradera que estaba llena de búfalos, masacrados sin piedad desde los trenes que aprovecharon las rutas migratorias que ellos habían utilizado desde la oscura noche de los tiempos. Lo hizo nuestra especie con muchas otras que ahora ya no existen, pues solo queda su recuerdo en fotos y en litografías, o como piezas disecadas en los museos de ciencias naturales. Y hasta por masacrar sin piedad, lo hicieron nuestros antepasados con sus propios congéneres, igualmente seres humanos, que no eran ni cuervos, ni osos, ni cedros, ni pájaros carpinteros, cada uno de ellos con el mismo derecho a vivir que nosotros. Encima eran seres humanos, también rostros con identidad y la misma mirada al infinito, los nativos de la Tierra del Fuego o los charrúas, y como ellos, incontables etnias que lo único que querían era sobrevivir, como nosotros ahora, sustentarse con la caza del día, a la que tanto honraban, y sacar adelante a sus hijos, como queremos hacerlo en sana convivencia con todos y cada uno de nuestros vecinos.
Apenas hace cuatro días saltaban de un país a otro las noticias de asesinatos de indígenas a los que durante años y años se les había despojado de sus tierras, de su cultura, de sus tradiciones, de su propia dignidad como seres humanos. Pero el mundo no tembló como lo hace ahora…
Y, sin embargo, todo es entrega para salvar a la humanidad por parte de los descendientes de esos linajes masacrados, hundidos a fuerza de puñetazos en el barro, lo que ha hecho que el homo sapiens se gane a pulso el título de mayor y más eficaz depredador de toda especie de dos y cuatro patas, y de dos brazos y dos piernas por descontado. ¿Nos suena ahora ese sabor amargo del puro miedo cuando otra especie nos pone contra las cuerdas?
Será con la mejor intención o sencillamente para ganarse el beneficio de la audiencia, pero los medios de comunicación pintan con miedo el horizonte que ahora contemplamos, y tiene que ser, pues con esta vieja historia de tener que estar informado, lo que ocurre es que al final las criaturas que devoran la pantalla terminan estando aterradas. Pero apenas sabe nadie, más allá de los ecos alternativos de las redes sociales, de aquellos hombres y mujeres de espíritu que hace día se levantaron, miraron al cielo y se entregaron a las más profundas oraciones. Saben, en el silencio, lo que nunca se cuenta en los telediarios, con esa música de fondo que pone la piel de gallina y los pelos como escarpias, y no prestan mucha atención a las cifras de las tandaleras de muertos porque están más pendientes, a pesar del dolor que eso les supone, de librar la simbólica batalla en el interior de sí mismos. El guerrero de la Luz nunca lucha con alguien ajeno, siempre lo hace consigo mismo, tratando de disolver la oscuridad que siempre nos atrapa de alguna forma y que, en el fondo, no nos pertenece.
Saben a ciencia cierta y desde hace mucho tiempo las semillas estelares, los trabajadores de la luz que meditan con los ojos cerrados, y paradójicamente los tienen muy abiertos, que el movimiento de las líneas del tiempo nos ha arrojado a este holocausto.
Hicieron sonar sus tambores, que nunca serán de guerra, para llamar a todos los que se reconocen unidos en la cruz de los cuatro vientos, la que tiene un centro equidistante entre las cuatro líneas de evolución del norte, del este, del sur y del oeste; del aire, del fuego, de la tierra y del agua.
No les pasó desapercibido el canto de los delfines, que sonaba mucho más triste, de tantas veces como embarrancaron en las costas, atrapados por la muerte. Siguieron el curso de las palomas y de los cuervos, y en su aleteo forzado por el cambio climático supieron del acertijo que los humanos, tan humanos, no habían desvelado.
Al fin y al cabo, llevan miles de años descifrando el lenguaje secreto de las piedras, las señales precisas con las que se manifiesta la naturaleza. Vieron muchas veces los horizontes llenos de oscuras nubes de ceniza insoportable, las grandes montañas que antaño fueron reino de las águilas y ahora son ocupadas por lujosas urbanizaciones.
El canto del chamán venía acompañado de tantas lágrimas que hasta la Madre Tierra se estremeció con la danza de la amargura de los robles.
Y aun así surgieron de sus temazcales, salieron de las grutas donde hacían sus ayunos, dejaron la pipa de la paz reposando en el altar, entre cuarzos y pétalos de flores. Cesaron en sus danzas para mirar a los más profundo de las ciudades y se conjuraron por enésima vez en la historia de la humanidad para devolvernos a cada uno de nosotros la esperanza en un futuro que es posible, que será infinitamente más hermoso cada día si de esta herida que nos ha desgarrado el corazón surge la promesa para entregarnos a la hermandad y nos regalamos los unos a los otros coronas de lirios, collares de amapolas, pulseras de amatistas y un sendero de luz en el que podamos caminar todos juntos.
Qué pocos saben de tanta oración sentida, de esa voz que vuela como la brisa, anunciando la buena nueva. Tras el mazazo incontenible se esconde, agazapada, la esperanza.
Cuántos vieron que sucedería lo que otros no vieron venir porque estaban demasiado ocupados en desprenderse de lo más valioso para rendir culto a lo innecesario. No había cánticos en las calles de asfalto a la Madre Tierra, sino proyectos para seguir construyendo más y más edificios, atesorando riquezas hasta que no hubiera caja fuerte capaz de guardarlas, y ansia desmedida, avaricia inagotable y perfidia, un juego de perfidia que se vendía en una caja fantástica de engañosos colores.
Entre las incontables ofrendas del espíritu que recibo en estos días, que anoto sin cesar en mi mágica libreta del prodigio, quisiera traer un testimonio, solo uno, de una entre tantas luces con las que me he encontrado a lo largo de mi vida. Tiene un origen tan misterioso, y un amor por la humanidad tan grande, que si tuviera que decirle algo lo haría con un simple suspiro. Su luz me conmueve, su voz tan suave, que parece un susurro tenue, es como el sonido de la hoja que cae en otoño sin hacer el más mínimo ruido.
Nacida en Venezuela, llevada por el destino a Ecuador, me ha dado plena libertad para contar una de sus prodigiosas historias, que me permite compartir libremente con mis lectores. Se llama Sagrario Mendoza Pérez (Sagrario Sun Woman) y en su afán por alcanzar ese elixir del espíritu que a todos nos pertenece emprendió una de las tareas más grandiosas, a las que de vez en cuando nos entregamos aquellos que hemos hecho del chamanismo nuestra senda. La búsqueda de la visión la llevó en los primeros días del mes de enero de 2010 a las montañas de Villa de Leyva, terrenos del cacique Sorocota, en Colombia. Ahora su voz, en su relato, nos pertenece a todos:
“Yo subía a mis primeros cuatro días de la búsqueda de la visión, según las formas de la tradición del Fuego Sagrado de Iztachilatlan (FSI), liderada en el mundo por el abuelo Aurelio Díaz Tekpankalli. Vaciando recuerdos para no olvidar. Esta visión transcurrió durante la noche del primer día y es como sigue: Soñé que estaba con Fiorella, mi hija menor, en un sitio y todos corrían. Había una gran peste, una gran enfermedad y los vivos corrían, dejando a sus enfermos sin atender y a sus muertos sin sepultar. Viendo tanto miedo entendí que lo que realmente enfermaba a las personas era su miedo, su falta de solidaridad, desconexión con lo divino. Me desperté en la montaña, ya para amanecer, y lloré. Comencé a orar, levantando mi primer tabaco de la mañana y pedí de qué forma eso que vi no permeara para mi pueblo, y en ese momento en el cielo se formaron dos nubes en forma de manos orantes y a un lado de esas manos salió un águila. Entonces entendí que solo a través de la oración, de la conexión con lo Divino, de la integración con nuestros cuatro Abuelos y con nuestros propios sueños, podríamos revertir tanto dolor. Entonces comencé a sentir una profunda integración con Todo, una totalidad con la Unicidad se hizo nido en mí, con serenidad y una profunda alegría. La Montaña te enseña cosas que nunca pensaste, entiendes que no eres la mente, sino el observador y que estoy profundamente protegida y no tengo miedo”.
Ahora está confinada como millones de personas ya en todo el planeta, sabe de la precariedad de la sanidad en el país en el que vive y conoce la cifra de sus muertos, como nosotros sabemos cada día la de los nuestros, y descubre, con inmensa preocupación y desgarro del alma, que hay hogares en los que han fallecido personas que nadie recoge ni se preocupa por encontrarlas. La sombra de esa figura oscura con guadaña ronda por sus calles, como lo hace por las nuestras, pero me permito tan dantesca alegoría porque ella, como muchos otros seres, no hace más que decirme que elevemos nuestra vibración, que esta prueba a la que es sometida la humanidad es el comienzo de una nueva era, que sea cual sea la oscuridad que se cierna sobre nosotros siempre habrá un mañana, que ha comenzado el tiempo profetizado de las tribulaciones, que siempre ha de venir acompañado por un renacer, igual que después de cada tormenta sale el sol y los rayos dorados alumbran las semillas que no dejaron de seguir germinando.
Maravillosa enseñanza que me comparte Sagrario, como lo hace Toñi recordándome a cada momento que un ser que conocemos como el maestro Jesús nos recuerda que todo cuanto sucede es siempre la materialización del anhelo colectivo para resurgir de nuestras cenizas y elevarnos en una nueva octava de la música de las esferas. Igual que África me trae sin cesar mensajes de Orión, por más que el común de los mortales nada sepa de este enigma en las estrellas ni quiera saberlo, cuando apenas ha llegado a descubrir qué hay al otro lado de la esquina. Como sabe a poesía, a gloria, a hermosa melodía, cada consejo suave y dulce de Lolita, que cuando los demás estaban viendo un apocalipsis, ella estaba visualizando en el futuro un vergel y la llegada de unos seres que ya desean con todas sus fuerzas el reencuentro con nosotros.
¿Será un cuento de hadas, un símbolo o el misterio desvelado de un gran secreto lo que cuento? ¿Será solo metáfora que no me obliga a comprometerme con nada o es, por el contrario, el aviso de un final de los tiempos, que nunca, nunca, nunca, lo fue de un mundo que por más que agoniza, cuando parece que va a sucumbir, se pone de parto y nace un planeta nuevo?
Y lo que casi nadie sabe es que, entre esa miríada de médicos y enfermeros, como hombres y mujeres que son de carne y hueso, pero también de espíritu, hay toda una legión de seres con compromiso espiritual que no solo se dedican a salvar vidas humanas, sino que extienden su altísima vibración por cada estancia de los hospitales.
Llevo más de veinte o treinta años preguntándome por qué hay tantos seres con conciencia espiritual, sabiendo del poder de la imposición de manos, del reiki y del acompañamiento a los ancianos que fallecen para que no se sientan solos, que encima, en muchas ocasiones, perciben o incluso ven sus cuerpos de luz cuando ellos experimentan el tránsito. Cuántas veces me lo pregunté, Dios mío, por qué tantas personas con las que sintonizo, que me hablan de sus visiones de otras dimensiones, que se dedican a sanar de otra forma a escondidas, aunque sea acariciando una mano con disimulo, están trabajando en hospitales. Y ahora, justo ahora, mientras escribo este último párrafo, lo he entendido. No olvidaré mi propio legado, lo que hace muchísimos años me dijeron, cuando caía el velo y recibía aquello de que “tienen que prepararse para lo que algún día vendrá, su misión es muy importante”. Y ahora lo comprendo, ahora se cae mi propia venda y lo entiendo, como cuando Isabel, de pura luz vestida, aparte del atuendo de enfermera, sabiendo que puede perder la vida me dice que se va alegre cada día al hospital, con algo que la envuelve y que es lo más parecido que alguien puede experimentar como la gloria, la luz y la gloria.
No todos los guardianes del espíritu se visten con plumas y collares, ni todos danzan alrededor del fuego o hacen sonar el caracol, que también se cubren con EPIs y mascarillas en la lucha contra el coronavirus. Viven en los más remotos lugares del mundo, en parajes perdidos en la naturaleza, pero también en el ático de un piso de Vallecas o en una casa de campo de Almagro o de Torrelodones. Por todas partes se manifiestan, aunque siempre son muy discretos, por obra y gracia del Gran Misterio.
La familia de luz ni siquiera siente como una agresión oscura al coronavirus, ni como una maldición o una tragedia infinita, menos todavía como un castigo divino, sino como una circunstancia del destino para que la especie humana resurja de sus cenizas, que no son precisamente las de este proceso que estamos viviendo, sino las del olvido que nos empujaba sin cesar a un destino todavía más dañino. La fuerza del espíritu, de la profecía, se manifiesta de uno a otro confín del mundo.
Nos pide este dolor sin medida que abramos los ojos y miremos al Infinito, a ese espejo tan revelador que somos nosotros mismos. Podemos elegir entre todos un camino, el único que nos permita alcanzar el más hermoso futuro de cuantos nos merecemos.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.