Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XII
Superhéroes y superheroínas enmascarados
José Antonio Iniesta
26 de marzo de 2020. Una docena de días ya con la extraña sensación de estar sentado en el sofá viendo una película de ciencia ficción en reluciente pantalla. Pero de pronto, al ver los frascos de alcohol y gel, la caja con los guantes de látex, alguna que otra mascarilla y el cubo de la fregona con agua y lejía, compruebo que no, que está sucediendo realmente, que no me he dormido y tampoco estoy teniendo una pesadilla de la que poder salir tan pronto como me despierte. La cruda realidad se pone de manifiesto cuando veo que a mi lado hay montones de folios con un porrón de notas escritas día a día, de cuanto voy conociendo a través del móvil, del ordenador y de la televisión, mis ventanas abiertas a las noticias. Es lo que algunos creen que es el apocalipsis, en el que nunca he creído y en el que me niego a creer. Para mí es una enésima prueba a la que se somete a esta humanidad para que tome conciencia de que ha llegado a un límite en el que está poniendo en riesgo el futuro de un bellísimo planeta y su propia supervivencia como especie.
Y entonces me imagino algo muy curioso, pues ahora tengo mucho tiempo para pensar, reflexionar e imaginar a pecho descubierto, a destajo, a puñados, desde que me levanto hasta que me acuesto. Al fin y al cabo, nuestro principal propósito en la vida en estos momentos es estar encerrados como conejos en sus madrigueras para sobrevivir y seguir respirando el aire fresco de las calles algún día.
Estoy leyendo un imaginario cómic de los que compraba cuando era niño en un quiosco a la vuelta de la esquina, como los de Marvel Comics Group, que en España editaba Ediciones Vértice. Ah, tengo que confesar que siempre soñé ser como Spiderman para ayudar a los seres humanos saltando de un tejado a otro con mi telaraña. Pero qué pena, por más que intenté serlo cuando era niño, incluso intentando trepar por las paredes, siempre me caía al suelo. Así que me dediqué a este oficio de tratar de ayudar a alguien, por pequeña que sea la ayuda, entregado obsesivamente al extraño hábito de juntar palabras con palabras.
Siempre me han fascinado los cómics de superhéroes, y mira por dónde ahora los veo todos los días, de carne y hueso, fruto perfecto de la mutación que ya había anunciado el grandioso Stan Lee, tristemente fallecido, pero este caso no por causa de una picadura de araña, ni de una emanación de rayos gamma, no, nada de eso, por generación espontánea, pura necesidad primaria de supervivencia ante la aparición, como en cualquier tebeo que se precie, de un villano que aterroriza a la humanidad, como ahora es el caso.
A pesar de la admiración que sentimos por ellos, más que hartos de que siempre tuvieran que ser norteamericanos, surgió de la calenturienta imaginación del dibujante español Jan, seudónimo de Juan López Fernández, la figura de Superlópez, auténtico superhéroe a la española, con poderes y la misma disposición que cualquier otro español a devorar con saña una tripa de salchichón con pan casero y beber un buen vaso de vino.
Pero de pronto se obró el prodigio y surgieron superhéroes y superheroínas como setas, por millares, cada uno con su indumentaria, y eso sí, como es propio de las más grandes aventuras, enmascarados, o más bien dicho, que para eso somos españoles de pura cepa, “enmascarillados”. Ante la devastación mundial provocada por un villano de película, de los que provocan el pánico planetario, el salto de trapecismo de la histeria en los supermercados y el miedo, un miedo que acojona, de pronto, infinidad de seres humanos que hasta el momento habían sido anónimos, perdidos en lo más cotidiano de sus vidas, experimentaron una extraña mutación, al tiempo que lo hacía el perverso virus, y vistiéndose con los trajes más diversos se cubrieron el rostro con mascarilla y se fueron a las salidas de los pueblos, a los cruces de las calles, a los supermercados y tiendas de barrio, se subieron a los camiones y por encima de todo, llenaron hasta el último de los hospitales de toda la vida, pero también hospitales de campaña construidos a toda prisa y hasta hoteles que dejaron de estar dedicados al lujo y al descanso y fueron medicalizados.
Estos superhéroes y superheroínas surgieron por todas partes, una legión de hombres y mujeres que arriesgando sus vidas cambiaron sus ropas habituales por sus nuevos uniformes de combate. Así que se vistieron de muchas formas diferentes, de médicos y de enfermeros, aunque había quienes salían a la calle con uniforme de guardias civiles o de policía municipal y nacional, de soldados o mossos d’Esquadra, pero también de cajeras de supermercado y tenderos. Había tantos héroes que habían mutado, que sin necesidad de capa para salir volando empezaron a surgir por todas partes. Algunos de ellos llevaban grandes camiones y se arrojaban día y noche al desafío de las carreteras, recorriendo miles de kilómetros para llevar toda clase de mercancías con las que la vida siguiera y todos los que se habían refugiado en sus casas tuvieran cuanto necesitaran. Los de protección civil hacían lo que siempre soñaron, proteger a los ciudadanos, legiones de personas con inmenso corazón se entregaron a una de las misiones más complejas: proteger a niños y ancianos. Así que de uno a otro rincón de las ciudades los superhéroes y superheroínas corrían de aquí para allá llevando medicinas a los enfermos que no podían salir de sus casas, les llevaban comida a los ancianos, que en ocasiones se subían hasta lo alto de un balcón con una cesta porque el virus villano podía contagiarlos.
Fue tal el impacto emocional de la mutación en curso que muchos otros ciudadanos que lo único que habían pretendido en su vida era rumiar como mamíferos, se pusieron la mascarilla que habían encontrado y aportaron su grano de arena para salvar al género humano. Especialmente emotiva fue la colaboración de muchas mujeres que se habían dedicado años atrás al noble oficio de la confección, de la sastrería, o que habían hecho zapatos, ganchillo o bordados, y se dedicaron con esmero en cualquier rincón de la casa a hacer mascarillas sin descanso. Les hacían falta especialmente a los más atrevidos héroes y heroínas de este cómic ilustrado. Eran los sanitarios, con múltiples funciones, que estaban luchando en primera línea de combate de los hospitales, pues se habían convertido en el principal foco de contagio del virus y el centro operativo de la resistencia de los humanos contra el pintoresco monstruo.
Estos seres, que por siempre serían recordados en los anales del planeta Tierra, luchaban con tal entrega, con gran número también de bajas, lo que les obligaba a entrar ellos mismos en cuarentena, que no había un minuto de descanso para combatir a las huestes de este villano que se multiplicaba como por ensalmo. Quien había tenido la oportunidad de verlo a través del microscopio, porque entre sus poderes se encontraba el de ser invisible a los ojos de los humanos, decía que el muy jodido tenía forma de esfera con trompetillas, unos extraños ganchos con los que era capaz de encontrar la contraseña secreta para acceder a las células humanas y así replicar su propia genética, incapaz como era de reproducirse por sí mismo. Algunos lo compararon con el cuco común, el cuculus canorus, ave de lo más aprovechada que pone sus huevos en nido ajeno para que otra especie de ave cuide de ellos, e incluso con los okupas, esos desaprensivos que tienen la mala costumbre de meterse en casas ajenas para vivir a lo grande en las propiedades que no son suyas ni han sudado una gota para tenerlas.
Los superhéroes y superheroínas de los hospitales libraban tal batalla que apenas armas para sostenerla. Los que habían asumido la responsabilidad de suministrarles cuanto necesitaban se habían dormido en los laureles, dejando una página en blanco para que algún día la escriban los tribunales. Pero entregados a la sagrada misión de salvar vidas, desarrollaron uno de sus más grandes superpoderes, la imaginación, con la que consiguieron hacerse trajes de protección con bolsas de basura, otro recurso documental para el futuro, con el que escribir sobre otros muchos folios en blanco en relación a la sociedad de los parásitos, los estómagos agradecidos y el poder de la desidia y la infamia.
Y así se lanzaron a la refriega con estos trajes especiales que en otras circunstancias darían risa, y que ahora solo provocaban indignación y lágrimas, con gafas para proteger los ojos hechas con plásticos de portafolios y mascarillas que brillaban por su ausencia, aunque el combate lo exigía, y que llegaron gracias a donaciones de la legión de hilanderas superheroínas.
En cada UCI hubo una batalla despiadada en la que se pusieron en práctica máquinas de salvación que en forma de respiradores ayudaban a salvar vidas a todos aquellos que habían sido atacados por el villano invisible, que según informaban los noticiarios, ya se había extendido por todo el planeta. El único que no se había enterado era un gurú que, en estado de éxtasis, casi momificado, llevaba semanas meditando en una montaña nevada del Tíbet. Los demás, desde la India, país en el que se liaban a varazos con todo aquel que no cumpliera el confinamiento, hasta Siberia, donde muchos intentaban evitar el contagio dándole al vodka, pues según los rusos todo lo que pasa por la garganta lo quema, corrían como dislocados, temerosos de que el monstruo de la esfera con trompetillas los aniquilara.
Lo peor de todo es que además de este súper villano, ante tanta malicia y perfidia que a buen seguro iba a cambiar la sociedad que siempre habíamos tenido, surgieron como la mismísima peste negra toda una legión de villanos, que al amparo del caos intentaron hacer de las suyas, sembrando todavía más caos. Estaban aquellos a los que les importaba un bledo cualquier orden de confinamiento y se dedicaban a montar alegres fiestas, como si la catástrofe mundial no fuera con ellos, también los que se aprovecharon de la oportunidad de acaparar mascarillas, tan necesarias para cada superhéroes y superheroína, con el fin de conseguir los más elevados precios poniéndolas a subasta.
Los cibervillanos, que no necesitaban ocultar su rostro, porque ya se ocultaban de cuerpo entero, se dedicaron a amargarle la vida a todo quisque viviente e hijo de vecino, robándole las contraseñas y dejándole vacía su cuenta bancaria. Hay que tener narices y poca vergüenza para aprovecharse del quebranto de un mundo entero llenando sus arcas a costa de la desgracia ajena.
También estaban los villanos clones de superhéroes y superheroínas que, amparándose en este fenómeno cósmico de la entropía, se disfrazaban de sanitarios para entrar a las casas de los más ancianos y así desvalijarlas por completo, llevándose las joyas, sus escasos ahorros y hasta el canario con su jaula de haberlo tenido.
Vaya lacra de villanos imitadores de villanos seguidores de un auténtico y cruel súper villano.
Pero ante la desolación que se extendía por todas partes, los que siempre había sido lectores de cómics americanos, que eran tebeos para los españoles, se echaron a los balcones y sacaron con toda la ilusión del mundo, de forma espontánea y natural, el más tremendo armamento pesado, ese que muchas veces se había utilizado de forma aislada y a pie de calle, en ciertas celebraciones, pero nunca en las ciudades colmenas que crearon los superviviente de tan cruel amenaza. Una oleada de aplausos se escuchaba cada día, a las ocho de la tarde-noche, surgiendo de infinidad de ventanas y balcones, resonando en cada calle y barrio, en todos los pueblos y ciudades, desde Finisterre a la playa de Cullera, del País Vasco a Cádiz, la tacita de plata.
Este aplauso elevó la moral de todos los que libraban batallas contra el villano, que empezó a saberse que había surgido en un mercado de China y se llamaba coronavirus, Covid-19, de apodo “el matón de todas las esquinas”. Los camioneros volaban más que circulaban por interminables carreteras, y su moral infló de tal manera las ruedas que las carrocerías fueron el símbolo de los carros de combate de las más duras batallas. Los tenderos de cada supermercado y tiendas de barrio, como las cajeras, sacaron los dientes y armados con trapos con agua y lejía no le dieron cuartel al virus entre las estanterías llenas de productos, ahora de nuevo repletas de papel higiénico, que por algún misterio de los superpoderes de los más tontos de cada familia habían desaparecido en un primer momento. Allí estaba el ejército de toda la vida, los del fusil de asalto CETMET y la bota relamida, desinfectando las calles a tajo, sin dejar un milímetro de hueco, y con ellos todos los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que cubrieron cada tramo de calle, de esquina, de sombra de farola, de casco antiguo y nuevo, sin dejar de escrutar con sus ojos avispados, acostumbrados a ver el peligro allá donde se encontrara.
Aunque a cada momento se producían pérdidas de seres muy queridos en esa guerra contra un virus que nadie veía, pero que se presentía amenazador detrás de una caja de galletas, en el pomo de una puerta y hasta en la punta de un bolígrafo cualquiera, y había muchos gobernantes a los que se les reclamaba que dejaran de echar la siesta y despertaran, poco a poco fue mermada la hueste vírica, la pandemia que en el imperio del dragón había surgido para bramar con fuerza y poner en jaque a toda la especie humana.
De uno a otro confín del planeta se extendió, batalla tras batalla, una guerra que sería recordada por los siglos, propagándose a una velocidad de vértigo, tal como lo hacía el virus y la campaña del miedo, y de igual forma toda una muchedumbre de superhéroes y superheroínas, como antes lo habían hecho en China, Italia y España, de un país a otro, tuviera cultivos de arroz, de trigo o de patatas, fuera cual fuera el color de la piel de sus habitantes, su sexo o sus creencias. La legión de valientes creció en progresión geométrica, como lo hacía el virus, que al parecer sabía no solo de células, sino de matemáticas, y con esa andanada de solidaridad, que sería interminable meter en unas pocas viñetas, se obró un cambio de conciencia como jamás se había visto de ninguna otra manera.
Y así llegó el día en que el coronavirus fue destronado, perdió la corona para siempre, vio mermada su estirpe y acabo siendo relegado a un mal sueño que mejor no recordarlo.
En una segunda entrega, en otro cómic de aventuras, habrá que contar cómo respondió la especie humana para hacer realidad los sueños que se fueron tejiendo durante tan largo tiempo de confinamiento, en qué medida se honró el inmenso sacrificio, y las pérdidas de vidas humanas, de esta guerra sin cuartel que jamás será olvidada. Pero esa historia la sigue escribiendo todavía la humanidad, depende de igual forma de los héroes y heroínas, pero también de los villanos y villanas. De todos y cada uno de nosotros dependerá el argumento de ese nuevo cómic que, como todos, siempre es en el fondo la lucha entre la luz y la oscuridad, reflejando la eterna contienda entre lo que somos y lo que queremos ser, que hará que la última viñeta refleje la más terrible de las pesadillas o el más hermoso de los sueños.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.