Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XI
Una historia de lo más surrealista
José Antonio Iniesta
25 de marzo de 2020. Once días ya confinado. ¿Qué es la realidad? La particular forma de percibir lo que somos y lo que existe a nuestro alrededor. Cada realidad es diferente, cada persona es un mundo. Hay múltiples realidades, como también hay múltiples dimensiones. “Lo esencial es invisible a los ojos” (El Principito, Le Petit Prince, Antoine de Saint-Exupéry).
Escribo hoy una crónica surrealista porque así me apetece hacerlo, porque me parece surrealista todo cuanto escucho y veo. Cualquier parecido con la realidad, por irreal que parezca, es, sin embargo, absolutamente real como la vida misma. Paradoja de paradojas, las realidades alternativas a veces son la misma.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre sí quiero acordarme, Hellín, “la tierra de los prodigios”, comencé una cuarentena, que a saber los días que me tendrá encerrado en mí mismo, fruto de un estado de alarma que hizo que el ejército se echara a la calles que antes eran retorcidos laberintos de cascos antiguos donde se celebraban verbenas, fiestorros divertidos y tamboradas de un sueño colectivo y ahora son praderas y bosques de hormigón, acero y vidrio donde campan a sus anchas los jabalíes, los osos, los ciervos y hasta los pavos reales.
Se cerraron todos los bares, la única cosa que jamás habrían imaginado los españoles que pudiera producirse. Antes habrían creído que a las ranas les saliera pelo o que las piedras se elevaran camino del cielo.
Milagro, dijeron todos a una, han cerrado los bares que antaño proliferaban, rebosantes de dimes y diretes, jarana y más jarana, en cada recoveco y esquina, de uno a otro rincón, como si fuera una pandemia de barras a las que sacar brillo con el codo de cada noche y cada mañana.
Las ciudades por los que se movían riadas de turistas como hileras de hormigas, viajeros empedernidos y oleadas de gente diversa camino de sus mil y un oficios, supermercados y toda clase de vicios, permanecen ahora vacías, desoladas, convertidas en el paraíso de los pájaros, de las ratas y de las cucarachas, que se mueven de uno a otro lado, a su antojo, sin que nadie les moleste.
La foto que alguien pudiera enviar desde Venecia sería diferente, insólita, cristalina el agua de los canales que antes eran oscuros, llenos en estos momentos de peces, cisnes y hasta delfines. La naturaleza se manifiesta por todas partes sin que nadie le impida el paso, y en alguna lujosa mansión de Estados Unidos, Will Smith, uno de mis actores favoritos, mira al otro lado de la ventana, con los ojos abiertos como platos, diciendo: “Soy leyenda”.
Ahora pueblos y ciudades, desde las más pequeñas aldeas a las urbes más pobladas del planeta, se han convertido en comunidades colmena, en las que gente ya no recuerda la última vez que pisaron las calles, ni cuándo dieron el último abrazo, ni a qué sabían los besos, y desarrollan algo que hace mucho tiempo que no utilizaban, la imaginación, el trueque, el reciclaje, al tiempo que desde las televisiones se habla de medicina de guerra.
Fue suspendida la Semana Santa, así que el shock todavía tiene a todos los ciudadanos de un país no solo en cuarentena por una pandemia que pone los pelos de punta, como escarpias, el vello erizado y al mismo tiempo hiela la risa y paradójicamente la provoca, sino atontados a más no poder, incapaces de comprender si es real todo lo que percibimos.
Nunca como en estos momentos se han desarrollado tantas terapias individuales y colectivas. Los títulos de psicología fueron expedidos sin necesidad de hacer curso alguno, al tiempo que se concedía a cada uno de los ciudadanos la documentación adecuada y el nombramiento de virólogo a tiempo completo y experto en propagar inconscientemente, de forma consciente algunos, todo tipo de bulos en las redes sociales.
Alguien dijo que el caos se había convertido en normal y fue por eso que se supo ya de forma oficial que el mundo había sido puesto del revés como cuando lanzamos por el aire una tortilla. Como si fuera darle la vuelta a un calcetín, dijo un experto en pandemias, más interesado en el juego de las palabras en estos días, desterrado de su tierra y despedido de su trabajo cuando se descubrió que no tenía ni puñetera idea de este tema tras anunciar a voz en grito desde el principio que todo el mundo se podía regocijar a conciencia, que esto pasaría en cuatro días, porque era más flojo que la gripe que cada año nos empuja a meternos en la cama. Algunos dicen que lo han visto haciendo bolillos en sus ratos libres y castillos con palillos de dientes, que sueña, en vez de hacerlo con ovejas saltando una cerca, con mascarillas de sanitario, que ojalá que las tuvieran.
“La imaginación al poder” se escribe en los invisibles carteles de los balcones, pues el que más y el que menos se entrega a la competición nacional, ya homologada, para ver quién hace el ridículo con más naturalidad, que ahora es considerado todo un arte, más que necesario, un auténtico alarde de creatividad para sobrellevar como mejor se puede tantas horas que ya están volviendo a más de uno majareta. Lo que antes era miedo a dejar de ser formar, bien vestido, aparente en el juego de las apariencias, ahora es a destajo ejercicio de libre albedrío, vivir sin temor alguno a saludar desnudo al vecino de enfrente o tocar el instrumento musical que antes estaba mal visto que se hiciera con tanto desatino.
Las procesiones de Semana Santa se hacen con figuras elaboradas con envoltorios de papel higiénico, ya que abundan en demasía por toda la casa, después del histórico asalto que se produjo en los supermercados en días pasados cuando el virus de la estupidez y del delirio empujó a miles de ciudadanos a acumular compulsivamente rollos y más rollos de papel para limpiarse el culo. Toda una legión de psicólogos, de los oficiales, de los de siempre, devaluados ahora por este tutorial nacional de psicología que todos desarrollamos, siguen investigando el misterio, al que se han unido los investigadores del misterio de siempre, experto en fenómenos paranormales, que han considerado un auténtico expediente X esta extravagante obsesión que ahora da como fruto todo tipo de manualidades.
Los tronos semanasanteros de usar y tirar, sobre todo cuando cae la lluvia, se mueven con puro arte entre los balcones, por encima de las calles, desplazándose con cuerdas que los vecinos han colocado, lo mismo para simular las más sobrias procesiones, en las que no falta el himno nacional y la música de las bandas de cornetas y tambores, que para colgar farolillos de las fiestas populares.
En Hellín, la ciudad del tambor, famosa en el mundo entero por ser la que reúne a más tambores de todo el globo terráqueo, y fuera de este, porque por lo que se sabe, los extraterrestres no celebran tamboradas y no conocen la artesanía del tambor, que aquí es puro arte, el redoble del parche surge de vez en cuando en patios, terrazas y corrales. Nos hemos quedado sin la Tamborada más grande del mundo, y eso sí que nos ha dejado en un estado tal de confusión que al menos nos va a costar un año salir de esta ilusión o hipnosis colectiva, hasta que nos volvamos a echar a la calle dándole con frenesí a nuestros tambores, con el legado ancestral que recibimos de nuestros antepasados.
Todo es al revés, como si fuera un cuento de hadas, una escena de Matrix o como si nos hubiéramos dado un golpe en la cabeza con un perchero y todavía nos estuviéramos preguntando si estamos vivos o nos hemos muerto.
Innumerables platós se han quedado vacíos desde que sonó el grito batiente de “cada mochuelo a su olivo”. Ahora los más famosos programas, y los que no lo eran, se han vuelto caseros, se hacen desde casa a través de skype y los presentadores se han soltado tanto el pelo que ya ni se peinan, algunos ni se duchan, aparecen en una pantalla rara, en la que apenas se les ve y el sonido de lo que dicen nunca encaja con el movimiento de sus labios. Pero lo mismo da, todo es natural como la vida misma, así que lo mismo da presentar y colaborar en cada programa en pijama, o en calzoncillos que no recoja la webcam, que se haga con un jersey con bolitas de lana o que la estantería que aparece en el fondo esté de lo más desordenada. Qué importa, si todo es al revés y lo que queremos es que los apocalípticos de turno no se salgan con la suya, que no se acaba el mundo, pues aunque temerosos como conejos en la madriguera lo que queremos es que no se nos fundan los plomos del cerebro y sigamos sobreviviendo para poder disfrutar del futuro.
Los animales han tomado posesión del mundo, las pruebas son evidentes, confirmadas por los más sesudos científicos, que ahora no paran de enviar vídeos caseros mostrando cómo hay que lavarse las manos y afrontando los más estúpidos desafíos, los que muestran orgullosos a través de las redes sociales. No solo los animales salvajes se han apoderado de las ciudades, sorprendidos al no ver ni las orejas de los seres humanos, sino que no hay presentador de televisión que se tercie que no aparezca en pantalla con su gato o su perro. O con el loro, el periquito, la tortuga o la rana que ha caído a la piscina, la cuestión es ser natural y mostrar que se han traído a casa una mínima porción del bosque o de la selva.
Entre estos animales de compañía el perro se ha convertido en un ser mítico. Antes era considerado el mejor amigo del hombre, que es mejor decir del hombre y de la mujer, como corresponde y para que no te digan que eres machista, pero ahora es el salvador de la humanidad, de todos y cada uno de los confinados, que se disputan a los cánidos para poder salir a la calle, como permite el decreto del estado de alarma, ahora encima prorrogado. Los hay tontos más que tontos que los ofrecen a cambio de unos euros por hora, aunque ya han sido fichados y sancionados, pero otros son más raros todavía, pues se disfrazan de perro para intentar burlar la vigilancia de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Que no me diga nadie que el mundo no se ha vuelto loco, más que raro, raro de narices, cuando algunos sacan a pasear a la gallina, o a falta de aves de corral lo que llevan a pasear es el perro de peluche que le trajeron a su hijo el día de los Reyes Magos.
Si hay alguien que lo entienda que venga Dios y lo vea. Otros, para burlar el confinamiento, se visten de dinosaurio, y no precisamente herbívoro, sino con el disfraz del más temido, un tiranosaurio rex. Bien se le habrá quedado el cuerpo y a gusto al cachondo de turno.
Los padres se suben por las paredes, acuartelados y en cuarentena con sus hijos, tan poco acostumbrados por exigencia de esta sociedad a estar todo el día juntos, así que hacen un curso intensivo de Spiderman subiéndose por las paredes. Se dice que se han visto padres haciendo trapecismo, colgados de la lámpara. Otros han sufrido ataques de ansiedad después de haberles leído ya todos los cuentos que llenaban las estanterías. Uno fue ingresado con taquicardia a causa de una sobredosis de capítulos de Bob Esponja, y más de uno ha acabado con toda la casa pintarrajeada con rayajos de los más pequeños, pues misterio de misterios, se buscan las mañas para llegar hasta el techo.
Las casas están llenas de papiroflexia, de muñecos que empezaron a extenderse desde el cuarto de los juguetes y ahora ya no dejan ni caminar por los pasillos. Y encima, los críos reclaman gritando más series de dibujos animados, cuentos y más cuentos, jugar al bingo tres veces al día y poner todas las noches el karaoke tan fuerte que en el barrio es todo un escándalo.
El mundo del revés, por este puñetero virus que encima dicen que es pesado, tan pesado que con un estornudo cae al suelo, pero es pesado porque está mareando a un mundo entero y apenas quedan ya países a los que no haya llegado, experto como es en utilizar todo tipo de medios de comunicación, empezando por las células de cada ser humano.
Y qué poder tendrá el bicho, invisible a nuestros ojos, que es capaz de que los hindúes beban orina de vaca porque creen que así estarán inmunizados, o que alguien muy raro vaya al supermercado ocultando el rostro dentro de la cabeza de un unicornio. Los que tienen cuerpos maltrechos se atreven a hacerse vídeos bailando con movimientos sensuales, que más bien son repelentes; los que están de buen ver hacen sus ejercicios como si fueran trapecistas de circo.
Esta esfera con trompetillas tiene a los ciudadanos del planeta fregando a todas horas con agua y lejía, tanto que ya se van desgastando los suelos y conforme evolucione el confinamiento empezaran a observarse en el salón los primeros socavones. Algunos comenzaremos a tener nueve dedos a fuerza de lavarnos veinte veces las manos, y que dure, como dice la colaboradora de un programa, el tiempo que tardamos en cantar dos veces el cumpleaños feliz. Que no falta el ingenio para dar las indicaciones precisas para salir de este espanto, librarnos de la pesadilla que está convirtiendo nuestros dos hemisferios cerebrales en una caja de cartón con un par de zapatos.
Vaya ingenio supremo para poner en cuarentena total en la India a mil tres millones de seres humanos, que viven hacinados, durante tres interminables semanas, al mismo tiempo que eleva a nivel cósmico el surrealismo un presidente de gobierno que combate una de las pandemias más peligrosas de la historia de la humanidad mostrando estampitas, otro dice sin venir a cuento que ya tiene la solución con un medicamento que no existe y otro afirma, eso sí, con la mascarilla tapándole la boca, que solo es una “gripecita”. Y apañados habríamos estado con los que querían hacer procesiones para acabar con el virus, como si hubiéramos vuelto de repente a la Edad Media, cuando se invocaba la ayuda de Dios para salir vivo de la peste negra.
El mundo es un pañuelo, como muchas veces se dice, y en ocasiones lleno de mocos, y el surrealismo se extiende de uno a otro confín del mundo. En cada país las mismas carreras, el mismo miedo, idéntica búsqueda de papel higiénico, mucho delirio y también el humor tan necesario para no salir locos, las ansias de seguir viviendo y la suma de seres humanos que van muriendo en deprimentes listas que continúan creciendo. Y esto, solo por esto, aunque todo sea surrealista, hace que lo que vivimos sea una historia real, no una película de ciencia-ficción, sino un mazazo a la conciencia que ahora nos obliga a preguntarnos cuál es la verdadera realidad de lo que estamos experimentando. Aunque esto pudiera parecer un relato de realismo mágico, un alarde de imaginación, lo más sorprendente de todo es que está pasando. Es la historia que vivimos, la que jamás olvidaremos.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.