Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
VII
Se extiende una ola de espiritualidad por todo el planeta
José Antonio Iniesta
21 de marzo de 2020. Primer septenario del confinamiento por el gran desafío que pone a prueba a la humanidad para ejercer su derecho, gracias al libre albedrío, de dejarse atrapar por una de las grandes campañas del terror de todos los tiempos o elevarse en un gigantesco círculo de amor para seguir evolucionando como especie. Ser o no ser, he ahí el dilema…
Equinoccio de primavera. Ahora sí que se vistió España, entre lágrimas y rezos, de pura primavera, y como a cámara lenta, como si viviera un mal sueño, siempre aferrado a la esperanza, volví a recorrer las calles y la carretera para alimentar a una trupe maravillosa, perruna, gatuna y de palomos y carpas entre otros muchos animales, con el mismo compromiso de siempre de cuidarlos como se merecen. Y entonces, frente a mi altar de la naturaleza, construido con mis propias manos, pedí por mis seres queridos y por todos y cada uno de los del mundo entero, que se preguntan qué será de ellos el día de mañana.
Llegó la primavera, ya oficialmente, aunque ya teñía con flores los prados, las montañas, los valles, que casi nadie ve, porque el confinamiento obliga a mantenerse lejos de un enemigo invisible que ha dejado para siempre un zarpazo en el calendario y en la memoria de los seres humanos.
Pero desde ayer estoy sorprendentemente sereno, hasta diría en paz, y más comprometido espiritualmente que nunca con el género humano, feliz de saber que las redes de luz planetarias se han activado, formadas por mujeres y hombres con plena conciencia que, como nunca antes se había hecho, mantienen abiertos los canales para comunicarse con seres de luz de toda clase y condición.
Sí, hay sanitarios, camioneros, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estados, dependientes de tiendas de barrio y supermercado, toda clase de seres que velan por ofrecer alimento, seguridad, mantenimiento de las estructuras básicas para que no se derrumbe lo que conocemos como sociedad, pero también una hermandad que no es invisible, aunque bien discreta, de semillas estelares, chamanes, guardianes de la tradición de las más diversas culturas, sensitivos, guerreros del arco iris, miembros de los más diversos linajes y hermandades espirituales, la inmensa familia de luz repartida por cada uno de los continentes.
Sí, sonó el tambor, y el caracol, y las danzas sagradas empezaron a celebrarse sin alharacas, en silencio, en el interior de los corazones de cada una de las tribus, en la selva, en lo alto de las montañas, en los valles y desiertos, de uno a otro confín del mundo, también en el interior de las ciudades. Ayer empezó a vibrar de forma más activa si cabe la llamada, que resonó de una a otra parte, y vino un cambio de frecuencia impresionante, inconcebible para todo aquel que se deja vencer por el azote del miedo. Vino la liberación de saber que entre tanto caos expandiéndose por el globo terráqueo, por más que se oscurece a marchas forzadas ese egregor formado por los temores desbordados de tantos seres humanos, toda una legión de seres de luz se está manifestando, de una y otra forma, a través de sueños, visiones, sincronicidades, revelaciones, mensajes directos a través de la más profunda meditación. Sí, en verdad, no son las trompetas del Apocalipsis las que sonaron, no, porque en esas trompetas no creemos los que amamos la vida por encima de todo, que rechazamos la agonía del pensamiento y la muerte del amor de quien requiere con insistencia machacona el decreto de la destrucción, del fin del mundo, que es la negación de la propia existencia, de la conciencia más elevada de los planos divinos y de la ternura inabordable de la Madre Tierra, Gaia, Pachamama.
Es verdad, lo niegue quien lo niegue, los seres de luz existen, y ahora están asistiendo allá donde hay un lamento, solo hay que oírlo de otra forma, con otro sentido, la voz callada de quien nos susurra al oído. Están los grandes mentores de la humanidad, que se mueven en el cielo, de una a otra estrella, que están guiando a millones de seres perdidos en su propio limbo a través de un sendero fiable que les permita escapar del laberinto que hemos creado a fuerza de olvido, de negación de lo más sublime, de enterrar la conciencia con pico y pala a tres metros bajo tierra. Están, bien lo sabe Dios, los ancestros de todas las culturas, los que están vivos y los que se fueron hace mucho tiempo, guiando a los que ahora acarician con sus cálidas manos los cuarzos, los que tocan las plumas que siempre son mensajeras de nuevos tiempos, los que se entrelazan en el círculo del temazcal para propiciar el equilibrio del cuerpo, de la mente y del espíritu.
Los maestros de sabiduría conocen el origen de cuanto está ocurriendo, pero no buscan grandes titulares de la alarma, ni el sensacionalismo de los miedos irracionales, que son como seres vivos, que nacen, crecen, se reproducen, y a veces se niegan a morir porque son incubados con celo, con empeño, obsesivamente, por las mentes que no son capaces de diferenciar un botijo de un nuevo horizonte. Saben de la oscuridad, la conocen, porque muchas veces la han visto picoteando con saña los corazones de los más desvalidos, la que llega vestida con prendas lujosas y en muchas ocasiones se guarda con primor, hasta con cariño, por maquiavélicas mentes, en probetas y resplandecientes tubos de ensayo.
Los que miran al cielo con ojos cerrados, y observan con ojos abiertos el alma de los que se encuentran a su paso, saben de la dualidad de la condición humana, de la opresión de unos sobre otros, como también son capaces de ver esas larvas astrales que nunca podrán ser observadas través de un microscopio, que hierven de multitud en los cuerpos astrales de los moribundos por malicia que presumen de vida, empeñados en dañar a todo quisque viviente.
Es por eso que ha sonado el cuerno de la llamada, pero no para ir a la guerra, sino para sembrar semillas de luz en cada palmo de tierra, de suelo de patio, de terraza, en cada alero de un tejado y desde la Patagonia al Mar de la China, pasando por el estrecho de Bering y llegando hasta cada una de las islas de la Polinesia.
Lo sabíamos desde hace mucho tiempo, que llegaría el momento en el que esta humanidad perdida en sus delirios de grandeza se encontraría frente al espejo de su propio desafío, rostro tras rostro, sin faltar ni uno solo de los seres que ahora existimos. Era demasiado fuerte el clamor de la Tierra, su agonía, el lamento que se expresaba a través de cada una de las cicatrices provocadas por el aire, por la tierra, por el agua y por el fuego. La sagrada cruz de los vientos se quebraba, las señales se multiplicaban, y en ese presagio de lo que era inminente, que nos zarandeó a muchísimas personas a finales de 2019, iniciamos la nueva andadura del ciclo contemplando, sin dar crédito a lo que veíamos, la mayor manifestación en los últimos tiempos de un auténtico genocidio, de indígenas de los más diversos pueblos, y el ecocidio en la destrucción sistemática de las grandes reservas de la naturaleza, del pulmón del planeta, allá donde la vida estuviera más preservada. Vidas humanas de los guardianes de la Tierra, vida que en la naturaleza virgen se expresaba.
Ese grito colectivo de tanta pérdida de seres vivos era el sonsonete provocado por la más oscura orquesta, a la que los controladores, los más tenebrosos guardianes de las sombras, los arcontes desesperados por dar rienda suelta a sus más depravados instintos, no se podían resistir, así que tenían que abrir la caja de Pandora para que el miedo creciera hasta límites insospechados y los gritos del terror y de la cólera sazonaran el más exquisito de los manjares con los que siempre celebran sus fiestas más sangrientas.
Pero ahora está surgiendo un coro de voces que no necesita ser estridente, porque es verdad que, desde siempre, la oscuridad ha sido más ruidosa que la luz, también desenfrenada a la hora de hacer lo que le viene en gana. La luz, desde el silencio que clama al cielo, se enciende, florece, y dará sus frutos más tarde o más temprano, nos cueste lo que nos cueste.
Por eso dicen, decimos, que tal vez se les vuelva la tortilla del revés, y les salga el tiro por la culata, a todos aquellos que formen parte de algún oscuro plan trazado desde los más pulcros salones.
No, no habrá debilidad alguna, ni el más mínimo deseo de hincar la rodilla, salvo para honrar a la Madre Tierra y acceder a los archivos akáshicos, donde se guarda hasta el último retazo de la memoria colectiva, para encender este mundo con las candelas vivas de las sonrisas.
No sucumbiremos, por más que el paso del tiempo reflejado en un calendario se nos venga encima como si fuera plomo derretido, aunque las peores noticias nos aturdan, proyectadas desde la pantalla de un telediario. Hay más sonajeros de los que alguien pueda imaginar resonando en muchos lugares, como círculos de velas de colores del pueblo maya abriendo los agujeros del espacio-tiempo, cánticos en las cumbres de Perú y Bolivia, donde los apus resuenan más que nunca, como baten sus alas en cada calle los mismísimos ángeles.
¿O acaso se cree cualquier manifestación de la oscuridad que no hay rezos y devociones capaces de frenar los más tenebrosos intentos? ¿Son tan ignorantes las grises pruebas del destino como para imaginar que los guerreros del arco iris se van a cruzar de brazos?
En esta guerra encubierta entre la luz y la oscuridad, la que nunca aparece en los informativos, ni en la primera ni en la última plana de un periódico, está la fuerza inmensa del amor sosteniendo los pilares de todo un proyecto evolutivo, siempre a las puertas de un salto cuántico que una y otra vez intentan frenar los que disfrutan alimentándose de nuestro miedo, poniendo a cada momento palos en las ruedas. Palos en las ruedas de los carros que llevan encima el tesoro de nuestro espíritu y palos en las ruedas calendáricas atribuyéndoles un falso fin del mundo a la sabiduría del pueblo maya.
Los indígenas de todo el planeta saben del peligro que corren las cúpulas de quinta dimensión en las que se guarda la memoria colectiva, los accesos al No Tiempo y a la red de luz que ahora se está blindando con más intensidad que nunca para que la esperanza sobreviva, y el haz de luz que a cada uno de nosotros nos pertenece no se pierda en algún agujero de maldad a la deriva.
Hay un canto de almas que ha sonado, la familia de luz se activa y no solo se comunica a través de la mente colectiva, de las puertas dimensionales que se extienden por toda la geografía del planeta, sino a través de infinidad de medios que nos permite la tecnología. Por eso corre como la pólvora el aliento para seguir viviendo, la ilusión por seguir defendiendo el mejor de los futuros visualizado, que nos pertenece a nosotros y a las generaciones futuras.
Desde un balcón en Barcelona una mujer contempla la Sagrada Familia y sabe de la presencia de los seres de luz de color azul, verde y dorado, como otra de Sevilla sabe lo que el maestro Jesús le dice con fino humor de Andalucía.
De uno a otro rincón vienen mensajes de alegría incontenible, porque a pesar de los pesares, sabemos que todo cuanto está pasando también es una respuesta al anhelo colectivo de una humanidad que deseaba un cambio de conciencia. El juego del destino, que nunca es azar, sino causa y efecto, causalidad y misterio, nos ha puesto frente al gigantesco espejo en el que mirarnos en una prueba dura, fea, dantesca, que sin duda no deseamos, pero que, a buen seguro, en el juego cósmico, era la única posibilidad certera para que despertáramos.
Duele hasta lo inexpresable lo que vivimos, pero también dolía y seguiría doliendo una humanidad durmiente, presa de un espejismo, capaz de dejar que arda la Tierra por los cuatro costados, mientras se encandila, hipnotizada por las redes sociales, dándole como un zombi a un me sorprende, me pone triste, me enfada o me gusta.
Suena el tambor, suena el caracol. Para los seres de luz, del Cielo y de la Tierra, ha comenzado la gran contienda…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.