Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
V
El espíritu de la poesía
José Antonio Iniesta
19 de marzo de 2020. El quinto día de confinamiento, tratando de rebuscar en algún rinconcito de mi corazón, donde todavía no haya buscado, un puñado de felicidad y serenidad que llevarme a la boca, pues en esta reclusión forzosa y más que necesaria, me toca celebrar el día del padre y el día de mi santo. Jesús, María y José, cuánta paciencia hay que tener…
Me asomé a la ventana de nuevo con esta manía que me ha entrado de saludar con la mirada, nada más levantarme, a los únicos vecinos que veo en mi barrio, que son los tordos y los palomos, lo que me recuerda que la naturaleza en pleno, los almendros y los albaricoqueros, el tomillo y el romero, la fauna por completo que ahora se mueve a sus anchas por todas partes, no tiene ni la más remota idea de las tribulaciones de los seres humanos. Pero al menos me alegro por ellos: ojos que no ven, corazón que no siente.
Mis vecinos de dos piernas seguirán estando cerca, seguro, pero nada sé de ellos, que mi calle no es una de esas colmenas de pisos con ventanas y balcones abiertas a un nuevo destino, sino de antiguas y recias casas manchegas, y los que viven enfrente, que se mudaron a esta casa hace poco, ni se asoman entre los visillos, o si lo hacen será cuando yo no me asomo entre los míos, y la última vez que los vi salían a la calle protegidos con mascarillas. Ya quisiera yo que se viera una en la farmacia que tengo más cerca.
Vaya juego del destino que, sin embargo, no me arranca ni a bocados el espíritu de la poesía, sea con narrativa o haciendo versos levantando las cejas, lo que hago a cada momento con este sobresalto constante y al minuto cada vez que dan una noticia en televisión: la caja de pandora de los sustos del tren del miedo de la infancia, pero sin bruja con escoba.
Llegaron los cisnes, los peces y los delfines, a través de aguas que ahora están sorprendentemente claras, cristalinas, a los canales de Venecia, libres de legiones de turistas. ¿Será que la Tierra nos regala señales, indicaciones de una ruta precisa para un destino que se llama buen futuro?
Mis vecinos de teja árabe con liquen, tordos y palomos, no tienen a nadie que les moleste, y otros muchos animales de toda clase y condición recorrerán a sus anchas las ciudades que antes fueron dominadas por el género humano. Si hasta hace poco los jabalíes ya se atrevían en manada a adentrarse en las calles de los pueblos, en busca de comida, porque seguramente habíamos invadido sus legítimos territorios, ¿qué no harán ahora que apenas van a oler al homo sapiens, esa especie tan depredadora que siempre vieron pegada a una escopeta, como si fuera prolongación de su propia osamenta?
Es por eso que, refrenando las lágrimas, muy torticeras ellas y empeñadas en empapar mi rostro, me quiero embriagar con el espíritu de la poesía. Sueño con un mañana en el que todas estas miríadas de ciudadanos de los pueblos colmena, que han convertido sus hogares en tiendas de campaña de hormigón de supervivencia, hagan realidad lo que en estos momentos comparten en las redes sociales con sentida emoción: “ahora es cuando se descubre lo que realmente es importante en la vida”, “esta pandemia nos está poniendo a prueba para ser mejores”, “el mundo ya no será igual a partir de ahora, pero saldremos reforzados para que sea tan maravilloso como queremos”.
Cuánta siembra de semillas de luz que fueron enterradas y que poco a poco van germinando, recuperando el reciclaje, el trueque, la ayuda a los ancianos, nuestra raíz y esencia de vida, jugar al ping pong con dos sartenes o calentarse la cabeza para tener entretenidos a los chiquillos un día tras otro, lo que sin duda es un gran desafío.
Es difícil no dejarse atrapar por el imperio del terror, pero este solo genera estrés y una caída precipitada de nuestro sistema inmunológico. Es preferible la expansión imparable del imperio de la imaginación, de los millones de libros que ahora pueden leerse, que lo impidió ese vicio malo, enfermedad del espíritu y rastrero contagio que vino a llamarse “el tiempo es oro”. Ahora es cuando se manifiesta en verdad eso que algunos llamábamos “el tiempo es arte” y lo llamaremos siempre. La supervivencia como especie trae consigo este milagro del “veo, veo” cantándose a través de las ventanas, que el vecino de enfrente salga desnudo y no pase nada, porque quien lo ve también está en paños menores. Hay un concurso interminable sin premio para ver quién es capaz de hacer más el ridículo, que también es terapia colectiva y de la buena, o para demostrar su ingenio a la hora de hacer deporte, aunque sea tumbado en el suelo y con la bicicleta encima. Al fin y al cabo, una pandemia nos ha puesto la vida al revés, por lo que no es raro que todo lo hagamos de forma totalmente contraria a como lo hacíamos antes. Que los que antes eran más guarros que las patas de un cerdo, ahora se laven las manos veinte veces al día; que nos demos besos de aire los mismos que antes nos gustaba dar besos a diestro y a siniestro. Pero cuánto amor se puede dar en una familia, aun moviéndose como en una coreografía, guardando al menos un metro de distancia. Los que avasallaban hablándote a centímetros de la cara, ahora huyen como si hubieran visto a un fantasma, y más si tienes la mala fortuna de que se te escape una tos por causa de un simple resfriado, que entonces la estampida parece la de las reses en las películas del oeste.
Pero el mundo se llena de dibujos en las paredes en el día del padre, dedicatorias, rayajos, monigotes de las criaturas, a las que ya no les quedan habitaciones por llenar con sus creaciones artísticas. Han nacido incontables artistas, casi como los granos de arena de una playa de jardín, que se muestran sin pudor alguno escribiendo letras con solfeo de entusiasmo, cantando con emoción incontenible, dando el do de pecho en esta campaña de vencer el contagio del virus con otro contagio en forma de himnos colectivos y populares, entonación profunda que nos recuerda aquello de que “el que canta, su mal espanta”.
También el famoso de turno abre el interior de su hogar para recordarnos que nos tenemos que lavar las manos a cada momento, que hay mil y un motivos para celebrar la vida, que hay que mantener a los ancianos a raya, pero bien cerca y bien cuidados, para que nuestra proximidad no les haga daño. Pero eso sí, ha nacido una oleada, que esto va de tsunamis constantes e imparables de todos los colores, acordándose la muchedumbre de los ancianos, que muchos de ellos los tuvieron antes como un florero, de adorno.
Mira por dónde cuando le vemos las orejas al lobo recordamos su aullido y cómo es de doloroso su mordisco. Ya que nos está intentado volver locos la esferita de las trompetillas, que al menos de tanta desolación surja el amor hacia todos aquellos que siempre fueron los que más nos necesitaron, los que más nos amaron. En mi caso, que una de mis pasiones siempre ha sido visitar y cuidar de “la tercera juventud”, pues en ellos he encontrado desde que nací los mejores amigos, maestros y compañeros, lo que hay es una constante preocupación por su futuro, pero me alegro de que entre la polvareda que levanta el miedo, ahora el mundo entero se acuerde de lo importante que son todos esos ancianos que siempre esperaron el retorno de los hijos pródigos.
El espíritu de la poesía se refleja en los cielos abiertos de todo el mundo, que cada vez son más limpios. Extraña paradoja que una de las más grandes amenazas a las que se ha enfrentado el ser humano sirva para que vaya progresivamente desapareciendo la contaminación provocada por nosotros mismos. ¿Será que se nos está mostrando la huella oscura y cenicienta que dejamos a nuestro paso? ¿Es que estos hilos del destino que se tejen constantemente nos están poniendo un cartel de grande como todo un horizonte para hacernos ver que estábamos dañando tanto nuestro mundo, que nuestra propia miseria colectiva nos ha saltado a la cara?
Y en estos momentos, a las 20 horas, en Hellín, Albacete, España, los tambores redoblan como símbolo de esperanza, a la espera de la victoria, en este resistiremos y canto de victoria y homenaje a los sanitarios que se están dejando la vida por nosotros. En este extraño día de mi santo y del padre, también he subido a la terraza para tocar el tambor, y las lágrimas se me saltaban viendo la silueta a lo lejos, entre los tejados, de otro tamborilero, y aquí y allá los sonidos crecían, sin vernos, con incontables redobles de tambores en “La tierra de los prodigios”, “La ciudad del tambor”, donde cada año, menos este, se celebra la Tamborada más grande del mundo.
Tiempo de cambios, con un destino que nos está dando la vuelta como a un calcetín, un murmullo de seres humanos encerrados en sus casas que se confabulan en silencio para provocar la revolución más hermosa e imaginable, la de la transformación para intentar que jamás vuelva a suceder algo así, para recuperar todo lo que perdimos, para ganar en afectos y nuevos abrazos, que serán muy diferentes en el futuro, como cuando se da el alma por entero.
Ahora la conspiración contra el aburrimiento, la soledad, las prisas, lo vano, lo caduco y pasajero, vendrá de los supervivientes de esta peste que ya no es por bacterias, como en la Edad Media, sino por virus, virus de diseño pérfido para acabar con la especie humana, una especie virulenta, sí, invasora de la Tierra, sin conciencia en muchísimas ocasiones, pero que ahora se han enfrentado, y por las malas, al espejo de su propia realidad, que ha visto por primera vez en esta generación su rostro enfrentado al miedo que bloquea, el generador de la inmensa y oscura energía que se convierte en suculento manjar para los seres más depredadores que alguien pueda imaginar, sí, el verdadero enemigo sin rostro de la especie humana, porque sin tenerlo realmente, ya que es variable y complejo, tiene muchos, y todos se ocultan en la sombra. Cuando el ser humano descubra verdaderamente lo que hay detrás de esta pandemia entenderá que nosotros, y solo nosotros, somos los que estamos poniendo en riesgo nuestra propia supervivencia, porque haya surgido de donde haya surgido, lo que estamos sufriendo es el fruto de nuestras debilidades, de la ambición colectiva por apoderarse del patrimonio de todos los ciudadanos, que ha pasado a repugnantes bolsillos cuando tendría que estar en los hospitales en forma de equipo médico para salvar la vida de todos los ciudadanos. De la avaricia, la suciedad, el caos que generamos, la guerra secreta entre países con gobiernos sin escrúpulos, de los mercados en los que se masacra a todo tipo de animales, de laboratorios de guerra biológica en la que viles humanos juegan a ser dioses, en el sustrato de la codicia de los que son ricos a fuerza de generar pobreza, siempre el dominio de unos pocos sobre muchos.
Y ahora que el espejo se ha hecho añicos descubrimos, los ricos, los pobres, los sometidos y los opresores, que si este barco llamado Tierra se hunde, nos ahogamos todos.
El espíritu de la poesía se mueve entre las calles desiertas, los pueblos fantasmas, de uno a otro país, para mostrarnos que ha llegado el tiempo del cambio de conciencia, ahora o nunca. O cambiamos para siempre y nos entregamos al Infinito y a la hermandad soñada, o nuestra especie desaparecerá de la faz de la Tierra, dejando a unos pocos supervivientes en plácida convivencia con el resto de la naturaleza, que pase lo que pase, seguirá mostrando la belleza con la que fue creada.
De nosotros depende seguir acariciando en el futuro los frágiles pétalos de las amapolas y mirar al horizonte cuando en el cielo se dibujan nuestros más bellos sueños.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.