AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS II

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
II
De la tragedia surge el cambio de conciencia
José Antonio Iniesta



16 de marzo de 2020. Segundo día de confinamiento en España, como cuarenta y siete millones de ciudadanos, por el estado de alarma impuesto por el gobierno a causa de la emergencia nacional provocada por el coronavirus, este cansino y obsesivo virus llamado Covid-19, invisible a simple vista, pero matón por naturaleza. Cuánto me gustaría saber de dónde ha salido este engendro de la naturaleza o de la “no naturaleza”, si es fruto de la Madre Tierra o de un pérfido laboratorio. A mi entender, tengo mi propia respuesta…
Al levantarme, desvelado en varias ocasiones durante la noche, vuelvo a abrir la ventana para ventilar la habitación, y de nuevo el silencio, los trinos de los tordos y el zureo de las palomas, pero igualmente ese silencio espeso que me azota el alma, mientras contemplo el liquen de la teja árabe que, como el resto de los seres vivos que no son humanos, a excepción del virus, nada sabe del gran desafío al que se enfrenta la especie humana.
Pero mi corazón está lleno de una sensación extraña, más allá de la preocupación o de los ramalazos de angustia que de vez en cuando llegan, especialmente cuando miro la televisión y ante las nuevas noticias del incremento en el número de contagiados y de muertos, se me retuercen las tripas. Y esa extraña sensación, de algo que tantas veces anhelé, se debe a que, de una forma imparable, como lo hacen los dos virus que nos invaden, el biológico y el del miedo, está creciendo la solidaridad en todo el planeta, bellísimos gestos que ahora sí arrancan con emoción y esperanza lágrimas de mis ojos. Son más dulces que las otras, todo en mí se estremece al ver las miles y miles de ofrendas al espíritu, a la concordia, a la ayuda de los más necesitados, incluso al puro humor en los momentos en los que menos podría reírse un ser humano con sentido común y dos dedos de frente. Esa oleada de generosidad es imparable, y el confinamiento está cambiando por completa la sociedad en la que vivimos, a unos niveles que jamás hubiéramos imaginado.
¿Qué es el destino sino una ley de causa y efecto? No diré nunca que esto es agradable, para nada, pero sí entiendo, porque lo compruebo, que en la alocada carrera hacia el precipicio al que se conducía la especie humana por sí misma, sin empujón alguno, tal vez esa ley de causa y efecto nos tenía que zarandear con la mayor brusquedad para que reflexionáramos sobre nuestra locura colectiva y nos recogiéramos en el interior de uno mismo. Esta bofetada vírica, esta pandemia para hacer los deberes, esta plaga de “la letra con sangre entra”, está paralizando el mundo con un efecto dominó que alcanzará hasta el más lejano confín del planeta, hasta lo más profundo de las selvas y las montañas más elevadas de la Tierra. Nos obliga a estar recogidos en casa, a hablar más con la familia, a entender que en cualquier momento se nos puede ir un ser querido. De tanta confusión y pánico está surgiendo una oleada de amor, inconcebible hasta hace unos pocos días.
En verdad, cuando me despierto, y vuelvo a conectar con esta Matrix que parece que ha sido configurada de nuevo, siento una confusión enorme, y me pregunto, como se lo preguntarán millones de personas, si lo que está sucediendo es real, si acaso es una pesadilla. Pero el silencio de la calle, en el que solo escucho a los tordos y a los palomos, me confirma que es cierto, que estamos sufriendo una pandemia a nivel mundial, precisamente mi gran temor, lo que entendía que sucedería en cualquier momento, no solo por intuición, sino por la avalancha de datos que me sugerían que iba a suceder. “Crónica de una muerte anunciada”, como el título del libro de mi admirado Gabriel García Márquez.
De pronto, escucho el sonido de un coche que se detiene delante de mi puerta. Corro a ver qué sucede. Increíble es que lo que me llame la atención sea escuchar un coche pasar por la calle, y más todavía que se pare junto a la puerta. Me muevo inquieto, abro la puerta. ¿Para qué lo habré hecho?, me pregunto. Veo salir de la casa de enfrente, a pocos metros de la mía, a una familia, llevando en brazos a una niña pequeña. Todos llevan mascarilla cubriéndose la nariz y la boca. Por Dios bendito, por enésima vez me parece estar asistiendo a una serie de Netflix, de las que he visto, de la propagación de un virus mortal por todo el planeta. Respiro, cierro la puerta, me pregunto a dónde irán, por qué salen con las mascarillas puestas. Cierro los ojos, vuelvo a recordar que esto es real. ¿Pero qué es la realidad, lo que vivimos o lo que sentimos? ¿Será finalmente una catástrofe para la humanidad, o una liberación de emociones para comprender, de una puñetera vez, que todos viajamos en una misma y gigantesca nave llena de vida y conciencia que es la Tierra, que solo podremos sobrevivir si lo hacemos unidos? ¿Cuál será el cálculo definitivo de pérdidas de seres humanos, cuántos morirán, pero cuántos vivirán, que de otra forma habrían muerto, tras la limpieza de contaminantes provocada por esta paralización constante de las actividades de todo un planeta? ¿Será malo para el conjunto de la humanidad del futuro, o esta bofetada del destino nos pondrá en nuestro sitio y adoptaremos medidas para que no haya nada más a partir de la victoria en la lucha contra el virus que ponga en jaque al conjunto de nuestra especie? ¿O tal vez seremos tan inconscientes como para que una vez pasada la amenaza nos dediquemos otra vez a poner en peligro la biodiversidad planetaria, que tiene tanto derecho a vivir como nosotros mismos?
Ayer salí de casa, y además para recorrer en coche varios kilómetros. No incumplía norma alguna de este estado de alarma, pues cumplía con mi deber como ser humano de llevar alimento a mi querida perra, Rasa, a un puñado de gatos que son también mis amigos (no me considero su amo) y a incontables palomos que cuando me ven llegar revolotean, como viene a recibirme la perra y todos los gatos, porque saben que les llevo el sustento para seguir viviendo, aunque también lo hacen cuando me voy, lo que demuestra que lo hacen por amor y no solo por necesidad de alimento.
Jamás había visto algo semejante. Recorrí mi ciudad sin apenas ver a ser humano alguno, muy poca gente caminando y unos pocos coches circulando, que a saber qué misión tendría cada uno de los que iban dentro. Nos mirábamos como si fuéramos rarezas. Al ver algo tan normal como un hombre con su perro no pude evitar recordar una película: “Soy leyenda”. Y allí estaba ese silencio inmenso, que siempre me pone un nudo en la garganta. Miraba de calle y en calle y por todas partes me encontraba con ese inmenso vacío. Mi hermana, desde el balcón, evitando todo contacto, me saludaba intentado contener el llanto. La saludé con mi mano y mis ojos la miraron con ese amor que siempre nos ha unido, encerrada como lleva ya varios días, antes incluso de que comenzara la cuarentena. Dios, cómo duele el alma en estas situaciones, pero ese amor seguía presente, y más que nunca antes en la vida. Como a pesar de tanto intento, a estas alturas no he podido conseguir ni una sola mascarilla (cuánta abundancia tienen que tener los más avariciosos), quería darme algunas que había encontrado y una que había hecho con sus propias manos. Qué curioso es el oficio suyo de toda una vida, de coser y bordar como los mismísimos ángeles, aplicado ahora a la elaboración artesanal de mascarillas por pura supervivencia. Cuánto me va a tocar ver en estos días, entre el pánico generalizado, pues el miedo es libre (pero no quiero dejarlo entrar en mi conciencia), el humor sin límites, la histeria colectiva en los supermercados y el surrealismo desbordado. Sin olvidar a una manada de animales ingleses, que no puedo definirlos de otra forma, rebelándose ante la policía de Benidorm porque se negaban a dejar de disfrutar de su baño en la playa, todos en masa, bien amontonados, auténticos energúmenos, sin duda seguidores en la mentalidad de la barbarie de su propio gobierno, el que durante toda su existencia se ha dedicado a oprimir territorios en todo el planeta a fuerza de conquistas por las santas narices de un imperio, que considera que el contagio es inevitable y por lo tanto es mejor prestar atención a la economía, para que mueran los que tengan que morir, pues así los supervivientes podrán seguir manteniendo su estatus de primer mundo. Y se ha quedado a gusto el buen hombre, haciendo honor a esa pérfida creencia de la superioridad de la raza, al desprecio y que les den morcillas a los ancianos, y de “el tiempo es oro” y “tanto tienes, tanto vales”. En fin, también hay gente despreciable que da la cara, como lo hacen de forma venerable millones de personas que están dando la vida por los demás, en esos viveros de virus que son los hospitales, y en tantos otros trabajos de gran riesgo. Honor y gloria a todos estos maravillosos seres, que tienen nuestra vida en sus manos, como una gran amiga mía, Isabel, que me decía ayer que se siente en paz, sabiendo lo que tiene que hacer con plena dedicación, aunque lleva tres días con la misma mascarilla. Eso es España, dar la vida por los demás con un material sanitario que daría risa, si no fuera porque da ganas de llorar. Pero hasta eso me da esperanza, porque se están multiplicando los auténticos héroes y heroínas, como los que se ofrecen por millares para cuidar niños y ancianos, para ayudar a los desheredados de la Tierra, como mi amiga África que, aun teniendo un gran factor de riesgo, habiendo pasado recientemente por problemas que afectan a sus pulmones, se ha echado a la calle para ayudar a los indigentes. Toma conciencia que está cambiando el planeta, toma generosidad aun jugándose la vida, toma entrega a los demás, a los que más sufren, arriesgándose a contagiarse con el virus saliendo del búnker en el que se ha convertido cada una de nuestras casas.
Salí de Hellín, convertida en una ciudad fantasma, y la carretera era igual de fantasmal, por la que apenas unos camioneros, también los grandes héroes de esta catástrofe planetaria, cumplían con su trabajo de llevar sus mercancías de aquí para allá. Cuando pasé por Tobarra me encontré con el mismo vacío, la misma sensación opresiva de silencio, y encima, cuando se me ocurrió pone música en la radio, para aliviar tanto ruido de la mente, la obra clásica que escuché era como aquellas que se escucharían en los coros de las iglesias donde se refugiaba la gente para encomendarse a Dios y pedir protección ante la mortandad de la peste negra que asoló a Europa en la Edad Media. En ese momento me pareció que vivía en tiempos paralelos, sintiendo una perplejidad absoluta ante lo que estaba viviendo. En verdad, creo que en nuestra memoria celular está todo el dolor del mundo de tiempos pasados y eso, en ocasiones, se manifiesta como un estado de histeria colectiva.
Me pregunté quién estaría en el control para los que salieran de la ciudad, si sería la policía municipal, la guardia civil o si me encontraría con algún convoy del ejército, que ya se extiende poco a poco por toda la geografía nacional, pero por no encontrar a casi nadie, ni siquiera había alguien que me preguntara por el motivo de que circulara por la carretera. Lo mismo de siempre, tordos y palomos, cantos de pájaros que nada saben de los quebraderos de cabeza de los seres humanos.
Cuantos miles de camiones podrían circular en circunstancias normales por las carreteras de España, cuántos lo estarían haciendo ahora, a pesar de ser muchos menos, sin embargo, para mi desconcierto, justo el único que tuve delante para adelantar mostraba un nombre comercial y un gran símbolo dibujado en la parte trasera, el que se mostraba delante de mis ojos. Crown, corona en inglés, junto a una enorme corona. Por Dios bendito, vaya casualidad, en un recorrido de unos diez kilómetros, con esa música clásica de resonancia medieval que parecía un lamento, una entrega a Dios, una súplica infinita.
Pero al llegar, a cielo abierto, respirando aire puro, recordé que había llegado la primavera, las flores multicolores se extendían por todas partes y mis queridos amigos animales no sabían nada de lo que estaba experimentando la especie humana. Y, sin embargo, sabía que Rasa, mi perra, que significa Rosa en lituano, pues por diversos motivos muy especiales le puse ese nombre, lo intuiría, como he comprobado muchas veces. Los perros huelen nuestro olor, saben de nuestros sentimientos, nos comprenden más que nosotros a ellos, analizan nuestros gestos, nuestras facciones, perciben nuestras emociones. Y me recibió con inmensa alegría, como siempre, al igual que me despide con un lamento cada vez que me voy, pero ayer su despedida era diferente, más un ladrido que un lamento. La única vez desde que la tengo que lo hacía, como si me dijera algo, como si pretendiera llamar mi atención, como si no quisiera que me fuera y lo manifestara de forma insistente. Su comportamiento era diferente, tal vez, a su manera, por lo que percibía, me decía que me cuidara, que volviera pronto…
Espero hacerlo, volver a ver las flores, a disfrutar de la primavera. Deseo con todo mi corazón que todos gocemos de la primavera, estemos donde estemos, de una primavera del espíritu, celebrando la vida, celebrando la vida por encima de todo…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.