Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
I
Una siembra de esperanza
José Antonio Iniesta
15 de marzo de 2020, un día que quedará grabado en mi memoria para siempre, hasta el final de mi existencia.
Cuando me levanto y abro la ventana me estremece el silencio de una ciudad sin ruidos, denso silencio de seres recluidos en sus viviendas, arropados por un miedo desconocido, conmocionados todos por algo inimaginable, aunque para mi infortunio, supe desde hace mucho tiempo que más tarde o más temprano sucedería, pero eso también lo guardaré en mi propio silencio.
Asomado a la ventana solo escucho el trino de los tordos y el zureo de los palomos, ningún coche, ninguna persona, pasa por la calle. De pronto, escucho el sonido de campana de la iglesia donde fui bautizado.
Se me encoge el alma y surge una imperiosa necesidad de llorar, con una amargura que me quema las entrañas. Aguanto las lágrimas, como he hecho en los últimos días, pero poco después ya no puedo evitarlo y por primera vez en tanto tiempo de tensión inexpresable, de preocupación sin límites, por los hijos, cada uno en un extremo de España, ahora ya reunidos o muy cerca y a salvo, por tantos ancianos que son mi debilidad de toda una vida, por todo lo que estamos perdiendo de incontables formas, las lágrimas arrasan mis ojos, en silencio, este silencio que ayer me golpeaba cuando cerraba un museo de cinco plantas, sin ver a nadie, ni siquiera en la plaza en la que tantas experiencias he tenido en mi vida.
Silencio…
Estado de alarma en España por emergencia nacional, una pandemia en todo el planeta, oleada de histeria creando confusión, con las redes sociales ardiendo por las inquietantes noticias, huidas descontroladas desde ciudades y locura colectiva en los supermercados.
Hellín, Albacete, España, un lugar entre tantos en el mundo, en este vasto planeta, por el que una oleada de miedo se extiende con más velocidad incluso, que ya es decir, que ese organismo que se ha venido a vivir con nosotros con tanto ímpetu a la hora de contagiar y matar a los seres humanos. Coronavirus, Covid 19. Oficio: propagarse por la faz de la Tierra y utilizar las células de una especie, la humana, para multiplicarse y seguir contagiando.
Y con las lágrimas en los ojos, con los dientes apretados, me comprometo como tantas veces lo he hecho en mi vida para dedicarme a la siembra de la esperanza. Y ante esta arma de destrucción masiva, saco de mi mente, de mi corazón, de mi alma, mi propia arma de construcción masiva: el amor, la esperanza, las ganas de vivir y de dar vida…
Estoy envuelto en el silencio, en mi propia reclusión, compartida en la distancia con miles de millones de seres humanos de toda clase y condición de muchísimos países. No sé cuándo veré a muchos de mis seres queridos, a amigos de toda la vida, a tantos ancianos como iba a visitar con frecuencia, los que más me preocupan ahora, los que con más emoción recuerdo, pensando en su futuro, pero están ahí, en mi corazón, en mi memoria, y lo estarán siempre.
Abrazo desde la distancia a todos los hombres y mujeres, ancianos y niños de Hellín, porque no celebraremos una Semana Santa para la que nos hemos preparado todo un año, por tantas ilusiones desvanecidas de repente, imágenes en procesión que se han disuelto en un espejismo, redoble de veinte mil tamborileros cuando ni siquiera hemos podido sacar el tambor de la estantería o el cuarto trastero donde ha esperado para participar en la Tamborada más grande del mundo. Lloramos en silencio todos, pero somos uno y lo seremos siempre, resurgiremos de nuestras cenizas, como el Ave Fénix, y con nosotros un mundo entero que tiene la grandeza de superar todas las catástrofes imaginables. Al fin y al cabo, lo llevamos haciendo miles y miles de años.
Amor, amor sin límites, es lo que tenemos que dar ahora para salvar la vida de nuestros mayores, de aquellos que nos lo han dado todo a lo largo de una existencia, cuidar como oro en paño a quienes más van a sufrir en esta contienda con un enemigo invisible, microscópico, y sin embargo, con la capacidad de acabar con tantas vidas humanas y dejar tirada por los suelos a una economía planetaria y la subsistencia de millones de seres humanos que a partir de ahora serán más pobres que antes.
A mí me queda la palabra para unirme a los cánticos desde los balcones de todo el mundo, ante esta oleada de infecciones y de miedo que se propaga por cada país, de uno a otro continente. También tengo el verso de la alegría, el espíritu de una estrofa estremecida, el renglón lleno de ilusión por los tiempos futuros. Porque sé que en la más pura desolación es cuando surge la reflexión sobre lo que hemos perdido o podemos perder, la misericordia por los que se irán, conociéndolos, o sin haberlos conocido. Con la desesperación de sacar, con el corazón encogido, a mi hija de una comunidad que en cualquier momento podía ser confinada, se siente de alguna forma la angustia, la opresión, el nudo en la garganta que siempre han sentido millones de seres huyendo de su tierra en guerra. Me puedo acercar al temor de mis padres durante la Guerra Civil, preguntándose si vivirían al día siguiente. Puedo sentir más que antes al alma dolorida de tantos seres humanos que a cada momento ven acercarse una plaga a sus casas que entra sin llamar a la puerta. Ahora, de una forma extraña e incomprensible, aunque siempre lo he hecho, me siento más cerca de ellos, porque percibo con más intensidad su carne sufriente, sus lágrimas en silencio, como las mías. El dolor nos une más a todos, nos hace más humanos, y ya que no hay beneficios aparentes de tanta desolación sin límites, esta debería ser la enseñanza para los que jamás hemos visto un estado de conmoción planetaria semejante.
Una siembra de esperanza quiero para mi vida ahora, nos quedan las redes sociales para darnos amor y alegría, para experimentar desde el encierro en nuestras casas, como especie humana, el salto cuántico, el cambio de conciencia que nos merecemos. No, no le voy a dar el gusto a los innombrables, que seguro, por encima de nosotros, se estarán regodeando al ver al ser humano envuelto en la mayor oleada de pánico que algunos hemos visto en toda nuestra vida. El miedo es la estrategia más eficaz para frenar el avance de la conciencia de los seres humanos. Siempre me quedará mi propia reflexión y experiencia, después de toda una vida de investigación, sobre el origen de esta inmunda plaga, pero eso poco importa ahora, cuando lo único que quiero hacer es sembrar esperanza.
Tal vez el destino, con este golpe de infortunio, nos ofrece la oportunidad a unos seres perdidos en el desenfreno de la vida, del estrés y “el tiempo es oro”, para volver a encontrarnos con nosotros mismos, para jugar en casa con los niños y hablar con los ancianos que siempre se sintieron tan solos. Para hacer ganchillo o crear una paloma de la paz con papiroflexia. Ahora sobra tiempo para pensar quiénes somos, qué futuro queremos, cuánto hemos perdido a lo largo de una vida atrapados por incontables cantos de sirena.
No hay oscuridad sin luz para disolverla, hay silencio para llenarlo con palabras de amor en cada casa convertida en un búnker inesperado. Ahora tal vez comprendamos cuánto estábamos destruyendo con los coches que ahora están parados, cómo nos desdibujábamos entre multitudes sin prestar atención a quienes realmente se lo merecen.
Porque siempre hay tiempo para seguir viviendo, porque llegará el momento en el que los abrazos serán más intensos y sinceros, nos volveremos a besar y no con besos de aire o pasajeros, sino con pasión y esmero. Volverán las risas de los niños en los parques, serán más valoradas las fiestas, los encuentros, y de cada uno de los proyectos que se cancelaron nacerán decenas y más intensos.
La vida es un regalo y enfrentarse a una tragedia colectiva es una oportunidad única para valorar lo que realmente somos. Sembraremos esperanza en los nuevos huertos caseros, desde la pantalla de un ordenador y a cada momento, desde los balcones, dando las gracias de todo corazón a todos aquellos que en cada hospital y en cualquier servicio sanitario se están jugando la vida por nosotros. Todos somos uno, siempre lo seremos, y unidos saldremos adelante. Volveremos a ser el feliz pueblo que somos, en cada provincia, región y país, de uno a otro continente, volveremos a resurgir de nuestras cenizas, tal vez con cicatrices en el alma, pero con una nueva mirada al mundo que queremos.
Os abrazo, os abrazo a todos, os conozca o no. Allá donde cada uno se encuentre, por más duro que sea lo que estamos pasando y vamos a pasar, somos semillas de luz, con una capacidad inmensa para dar al mundo la mejor de las cosechas. Que este virus que está cambiando nuestra vida por completo lo haga para hacernos más fuertes, más nobles, más entregados a la causa común de evolucionar como especie. Mis mejores deseos para todos, para todos, para todos. Sobrevivid, hacedlo con el mejor de los ánimos, cuidemos de los más vulnerables y sonriamos, por encima de todo sonriamos, que la alegría también es una buena vacuna contra cualquier contagio. Os espero muy pronto, invadiendo las calles, arropados con el espíritu de la alegría, para seguir celebrando la victoria de la vida…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.