Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XXXV
Con una revolución de paz estoy soñando
José Antonio Iniesta
18 de abril de 2020. Increíble, pero cierto, treinta y cinco días de viaje en un tiempo del No Tiempo, una aventura forzada por un destino de lo más extraño, que nos está poniendo a prueba en esta inenarrable epopeya de la humanidad a través de las ciudades colmena, el paraíso de cartón piedra que divisamos desde los balcones, la migración sistemática de todos los animales habidos y por haber a los cascos antiguos medievales, a las carreteras antes tan transitadas, a las grandes avenidas de las más famosas urbes del planeta, en esta cuenta atrás que no sabemos a dónde nos lleva.
Menos mal que gracias al loco del tarot, al arquetipo del peregrino que todos somos, al Indiana Jones que cada uno de nosotros quería ser o ya ha sido, y a que no nos queda más remedio por narices que sobrevivir, aunque sea colgando de un nido de golondrinas si hiciera falta, haciendo trapecismo en un circo de Viena o metiéndonos a hipnotizadores de cobras en la India, somos lo que queramos ser cambiando de color como el camaleón, o de camisa como la serpiente, esa que antiguamente se utilizaba para hacer una infusión con la que curar el resfriado.
Esta travesía por la vida nos está dando múltiples formas de adaptación al medio, como un insecto palo capaz de pasar desapercibido entre la hojarasca como si fuera una brizna de hierba seca.
Ahora sí que ha llegado el momento de la mutación, y no me refiero precisamente al coronavirus, que ya ha hecho de las suyas mutando, sino a los x-men de tebeo en ciernes como nosotros, sacando múltiples habilidades del bolsillo para superar esta insidiosa manía de hacer cruces en las cuadrículas del calendario para centrarnos en el día en el que nos encontramos.
Cuánto quisiera, de verdad, de todo corazón, que todo este encierro colectivo nos sirviera de algo. Cuántas frases escucho, que alguno terminará grabándolas a fuego en la madera, con un pirograbador de bolsillo: “Es un castigo divino”, “Ya nunca volveremos a ser lo que fuimos”, “¿Pero es verdad que esto está sucediendo?, “Hacía falta que nos pasara esto para que la Tierra se tomara un respiro”, o la consabida, que ya me aburre hasta lo inexpresable: “Todo esto es por culpa de un chino que se comió un murciélago”.
Cuando no hay forma de encontrar explicación a lo que sucede, porque es como un viaje de Alicia al país de las maravillas, en el que nos tenemos que encoger para pasar por la puerta pequeña, siempre hay tiempo para buscar como chivo expiatorio a un murciélago, a su compañero de mercado el pangolín o a la melena de pelo de panocha de Donald Trump, que eso sí que es uno de los más grandes caldos de cultivo de virus de la tontuna del planeta, a pocos milímetros de uno de los cerebros más insanos, absurdos y peligrosos que se han visto sobre la faz de la Tierra, pues si por él fuera, ya habría hecho trizas a este mundo con tal de dar rienda suelta a sus delirios de Nerón, Calígula y Lex Luthor juntos.
¿Y por qué, entre tanto delirio consentido, tanto proselitismo del dios supremo del dólar, la casa del Gran Hermano y esa manía tan grotesca e insistente de asustar a la gente con cuatro apocalipsis y medio, no pensamos en que tenemos que llegar a un pacto común los seres humanos para recobrar el juicio de una puñetera vez y permitir que respire a pulmón lleno la Madre Tierra, sin necesidad de que un virus, o llámese exosoma, que eso lo dejo para el futuro en el tintero, una bacteria dañina o el muñeco diabólico, nos ponga en cuarentena?
¿Es que no nos podemos poner de acuerdo para crear una revolución pacífica, como la que reflejo en mi libro, “Los barrenderos del miedo”? Así nos libraríamos de ese enemigo común que nunca da la cara, pero que es de alguna forma el mismo en el libro que el que ahora está provocando la mayor oleada de terror que hayamos visto en las últimas décadas.
Me apunto a romper los esquemas mentales que nos han engañado durante siglos, como el de “tanto tienes, tanto vales”, sabiendo que en los puestos más elevados del estatus social no están ni los más inteligentes, ni lo más buenos. Para comprobarlo solo hay que ver los informativos de todo el mundo y darnos cuenta de los pedazos de brutos que gobiernan tantos países, incapaces de saber dónde tienen la mano izquierda y donde la derecha, pero que sí tienen bien controlado el botón del misil nuclear, la cotización de la bolsa o el código secreto de acceso a los paraísos fiscales. Y de esto no se libra ni la izquierda ni la derecha planetaria, ni demócratas ni dictadores, ni blancos ni negros, ni los del hemisferio sur ni los del hemisferio norte, pues en eso de sangrar a los ciudadanos, quedándose con las riquezas de cada tierra, casi todos son únicos a la hora de ponerse de acuerdo a ver quién es más sinvergüenza, aunque en toda regla hay excepción, y hay de todo en la viña del Señor, como en cada hijo e hija de vecino y en botica.
Las grandes caídas requieren levantarse con más fuerza todavía, pero no seguir avasallando a la Tierra como lo estábamos haciendo. Los estudios realizados en las ochenta ciudades más grandes de España confirman que se ha reducido a un cincuenta por ciento la contaminación. Esto nos demuestra la inmensa capacidad de respuesta que tiene este mundo, más del que jamás hubiéramos imaginado. El laboratorio de análisis, con sus tubos de ensayo y probetas, lo ha puesto la misma Madre Tierra, pues de no habernos recluido como ahora estamos, jamás podríamos haber sabido qué pasa al quedarnos quietos. Esto nos indica que un esfuerzo colectivo por respetar la biodiversidad, reduciendo al máximo los combustibles fósiles, haría que tuviéramos cielos más limpios, que no dañarían a tantos millones de pulmones. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato?
Debemos despertar de nuestro letargo, entender para siempre que el consumismo insaciable nos ha llevado a la degradación a pasos agigantados de nuestros recursos ambientales. ¿Acaso no nos acordamos ya de que la ONU nos decía hace unos meses que nos quedaban unas pocas décadas para que nuestro mundo no fuera sostenible, muy cerca de alcanzar ya un punto de no retorno que haría imposible la vida de la especie humana en nuestro planeta?
La invasión sistemática de especies que vuelan por los aires, que caminan por la tierra y nadan en el agua ha llenado hasta la saciedad las pantallas de los televisores, demostrándonos que cuando los humanos no entorpecemos los movimientos de los animales, ellos no tienen miedo, se mueven a sus anchas, se dejan llevar por la curiosidad y se expanden por todas partes. Buscan nuevos territorios en los que encontrar alimento o lo reclaman por las buenas o por las malas porque se les había acostumbrado a recibirlo, con toda facilidad, por obra y gracia de la horda de turistas que llegaban, por ejemplo, a santuarios de destinos exóticos. Aquí cada uno se busca la vida como puede, lo hacen los animales y los humanos, que por esmero de Linneo también somos animales, aunque se dice que racionales, mamíferos más concretamente, como un “ratón ‘colorao’” de nuestros cuentos ancestrales, un paquidermo como el elefante, un murciélago que vuela y un delfín que nada en las profundidades marinas.
Igual somos de animales salvajes en ocasiones, como la vergonzosa trupe que se salta el confinamiento para romper el candado de una farmacia, que los cientos de monos que ahora avasallan en el interior de las ciudades porque los turistas los han dejado abandonados sin su correspondiente bolsa de gusanitos. Eso pasa por atiborrarlos con chucherías que nunca antes habían encontrado en el supermercado de buffet libre de las selvas que siempre habían habitado.
Esperanza quiero sembrar a espuertas, deseando que seamos diferentes para ser mejores cuando pisemos la calle con la lentitud de los astronautas en la luna, o como acaba de decir el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, hablando del lento desconfinamiento o desescalada que nos espera, todo lento y muy lento, que ya ha anunciado otra prórroga que a más de uno y una va a hacer esta noche que se coma las uñas.
Paciencia, santa paciencia, hay que tener, cuando los analistas, no sé si objetivos o agoreros, dicen ya que no vamos a tener plena normalidad hasta 2022 y que nos olvidemos de ir a la playa este verano. Santo Dios, ¿qué hemos hecho en esta vida para merecer esto? Y por si no teníamos bastante, encima ha aparecido la mayor cantidad de frikis que jamás se haya visto en todos los tiempos.
El mundo del revés, que ya lo escribía ayer, pero lo escribo con una sonrisa de oreja a oreja, aunque para eso me la he tenido que sujetar con dos pinzas, que nadie, ni en pandemia continua, me va a quitar el sentido del humor, este retazo de tragicomedia con el que la vida nos sazona cada día con sal y pimienta.
Que se abrase a fuego lento la reflexión que ahora mismo se están haciendo millones de seres humanos en todo el planeta, menos Donald Trump, que a este no le dan las neuronas para reflexionar, pues después de tener una inmensa escalada de contagiados y de muertos en todos y cada uno de los estados del país que gobierna, ya se está planteando comenzar la desescalada, que a eso de cowboy con lazo no le gana nadie.
Veo incontables posts al día, con todo tipo de chanzas y graciosos diseños, y otros que no tienen la más mínima gracia, todo hay que decirlo, relacionados con la pandemia. Como obsesivo recopilador de todo tipo de información que soy, me he guardado muchos para que algún día, si tengo dudas de que he vivido un mal sueño, y quiero salir de la duda, poder mirar los que he guardado. Y uno de ellos me ha llamado la atención: “Con tanta prisa por volver a la normalidad, nos olvidamos de lo más importante. Usemos este tiempo para considerar a qué aspectos de la normalidad vale la pena volver”. Tate, en este juego de las sincronicidades que tanto me gustan, cuando me pongo a escribir, aunque nunca tengo el tema preparado por adelantado, siempre me surge lo que es necesario en cada momento para llegar a la página 6 y no desfallecer en el intento. Porque tiene que ver exactamente con todo lo que trato de explicar, que más importante incluso que regresar a la vida de siempre es saber cómo vamos a hacerlo, si tan sedientos de campo que muchos lo van a ensuciar más de lo que ya lo venían haciendo. Si seguirá la maquinaria pesada moviéndose a ritmo de infarto para recuperar la economía, pero van a pagar de nuevo el pato los bosques, las selvas, el conjunto de la biodiversidad del planeta.
Nos merecemos tener una vida feliz, en las ciudades que hemos construido, pero si nos ha llamado la atención que los animales regresen por instinto a los lugares que siempre fueron suyos desde el origen, a ver si nos preocupamos de dejarlos tranquilos en sus parajes naturales cuando todo esto pase.
Y si a alguno le dolió como si le cortaran un brazo que le cerraran los bares, todo su horizonte de futuro para los próximos cincuenta años, que piense en lo que puede sufrir un árbol cuando lo que le cortan es el tronco y se muere al instante.
Si nos dolió el silencio de nuestros pueblos, por no llenarlos de ruidos de fiestas y demás celebraciones y rituales, espero que pensemos en el chicharreo que nos llevamos a cuestas cuando invadimos los más hermosos valles, escalamos las montañas, atravesamos los ríos y convertimos en un hormiguero humano los pantanos en verano.
Si nos quejamos de estar confinados, ¿por qué tenemos que obligar a estar confinados a esos animales que no paran de huir de los domingueros, los cazadores sin escrúpulos, los leñadores a destajo, los especuladores de terrenos, todos aquellos que están locos por incendiar las selvas y quitarles a los indios sus legítimas propiedades, la herencia de sus ancestros, ese entramado de vida que es precisamente el pulmón del planeta?
Si ahora nos ha torturado tanto saber que faltaban respiradores cuando la gente se estaba muriendo con los pulmones inflamados, que eso se nos quede grabado entre ceja y ceja para entender lo peligroso que es para la Madre Tierra que llegue un coronabolsonaro, un bolsonarovirus, infectando el sistema respiratorio de la Madre con mayúscula que nos ha parido de alguna forma a todos, a los hombres y a las mujeres, a los ricos y a los pobres, a los que creen en Dios y a los que no creen, a los feos y a los guapos, a los opresores y a los oprimidos.
Sueño con una revolución pacífica que no se llene las manos de sangre, que lo haga con poesía, con círculos sagrados de hombres y mujeres, con cantos de libertad que suenen tan fuerte que disuelvan los ruidos de los coches, cuando fumemos la pipa de la paz con un tabaco sagrado con la capacidad mágica de que desaparezcan los humos de los tubos de escape.
Quiero pensar en un grito de libertad que recorra el mundo entero como una exhalación que nos levante a todos el ánimo para darnos cuenta de lo sumamente tontos que hemos sido al no pensar, como hacen los indios, en los efectos que causarán nuestros actos en las siete próximas generaciones. Y por soñar, sueño con que a nuestros gobernantes de todo el vasto mundo se les pase la tontuna, o recuperen la vergüenza si es que la han perdido, y descubran el peligro que la tecnología 5G tiene para el futuro de la humanidad, si ya no la ha dañado a lo grande como algunos presentimos.
Tengo la esperanza de que esta humanidad siente de una vez por todas la cabeza, a pesar de ese genoma peleón y codicioso, y descubra la posibilidad que tenemos de un maravilloso futuro en el que nos dediquemos a ser felices.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.