Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XL
Mutaciones en el Día del Libro
José Antonio Iniesta
23 de abril de 2020. Ahora sí que hemos hecho una cuarentena, en el estricto sentido de la palabra, cuarenta días confinados, qué número más redondo para esta cuadratura del círculo, este enigma al que nadie le encuentra explicación, este virus que nadie conoce del todo, tan joven y de tan corta existencia que vuelve locos a los científicos que se rascan la cabeza a cada momento intentando descifrar el propósito secreto de su genoma, sus hábitos y costumbres, el cúmulo de extraña sintomatología aparte de ese vicio constante de llevarse vidas por delante. 186000 muertos y 2’6 millones de contagios confirmados hasta el momento en todo el planeta, una mínima parte de los que realmente hay por todas partes.
La matemática del Covid-19 crispa los nervios, porque avanza implacablemente, y no le importa que se haya suspendido la Semana Santa en toda España, las Fallas de Valencia y ahora la Feria de Abril de Sevilla y los Sanfermines de Pamplona, como parte de una andanada de cientos de miles de celebraciones, cumpleaños, bodas, proyectos, aperturas de negocios, espectáculos, rodajes de películas de cine, fiestas de barrio y besos y abrazos a destajo. Una cantidad de desastres que siendo un holocausto emocional no es tan importante como una sola de las vidas que se han perdido, antesala de las que cada día se van para siempre.
Hoy es el Día del Libro, que para un escritor tendría que ser de especial celebración, pero que está teñido, como todos, de ese velo gris de la tristeza con el celofán de la esperanza con el que lo envuelvo para que no sea más triste de la cuenta. Pero, aun así, el legado de la esperanza se mantiene y en el hospital de Ifema no habrá enfermo ni sanitario que no se lleve su libro dedicado, al igual que en un hotel medicalizado de Cataluña se han entregado también obras y rosas en el Día de San Jordi. Que nadie nos quite los libros y las rosas, pues de similar forma se abren para ofrecernos su perfume más sagrado. El libro con al aroma del papel y la tinta de las palabras impresas, y las rosas con su perfume de pétalos en espiral como uno de los más hermosos mandalas de la naturaleza.
Cuántos cumpleaños y santos hemos celebrado en este cautiverio voluntario, por decirlo de alguna forma, que ninguno lo pedimos ni lo buscamos, pero tenemos que aceptarlo para seguir guardando en este cuenco, envase y cascaruja, la vida que es nuestro principal privilegio como seres humanos. Y ahora el Día del Libro en tiempos del coronavirus. “El amor en los tiempos del cólera” es un libro de Gabriel García Márquez, y “La esperanza en los tiempos del coronavirus” es la obra colectiva que todos escribimos, cada uno con una letra en un gigantesco tomo que no sabemos todavía cuántas páginas tendrá. Ni siquiera atisbamos a saber en qué momento llegaremos a la contraportada, para salir de este libro que lleva escribiéndose para los españoles cuarenta días.
Todo esto por si no tenía bastante con la media docena de páginas que de forma obsesiva relleno todos los días con los datos más destacados de la virulenta actualidad de esta coronaprueba que nos saca de quicio en tantas ocasiones, y que después de cada uno nos obligamos a esbozar una sonrisa, intentando que nos llegue de oreja a oreja.
Aguantaremos, aguantaremos de mil formas diferentes, porque somos humanos, y ya se sabe a ciencia cierta que el virus más depredador y expansivo, el más resistente y propicio a la adaptación en todos los ambientes, capaz de cambiar de vestimenta, de piel y hasta de programación cerebral si hace falta, es el ser humano.
Hemos mutado ya demasiadas veces. El hambre, los divorcios, los tornados que arrasan pueblos enteros, el amor y el desamor, la avaricia y el absoluto desprendimiento, la santidad y el pecado, la más negra oscuridad y la más resplandeciente luz, nos ha obligado desde tiempos inmemoriales a transformarnos, a cambiar de color como si fuéramos más camaleones que seres humanos. Y hasta de la erupción del Vesubio hubo gente que se salvó, y lo hizo cuando se hundió el Titánic. No pudo acabar con el mundo Atila, ni Gengis Kan, tampoco Hitler y Lenin, ni los jemeres rojos, y hasta sobrevivimos cada día existiendo personajes que dan tanto asco como Donald Trump o Jair Bolsonaro. Tenemos tanto estómago que igual que hay gente que se come las uñas, somos capaces de comernos la vida con patatas fritas.
Hemos mutado más veces que el coronavirus, aunque ahora nos sorprendan los científicos con la revelación de aturdimiento al anunciar que el Covid-19 ha mutado desde que apareció treinta veces y que la cepa más virulenta es la que está en Europa.
Mutaciones en el Día del Libro. Cada obra es una mutación de una mente colectiva: la humanidad. Es asombroso ver cómo con las mismas letras se han escrito millones y millones de libros diferentes. Mutaciones y más mutaciones, combinación de letras ordenadas y desordenadas en un juego de ingenio dirigido por dos hemisferios cerebrales. Como las mutaciones del I Ching, el libro de los oráculos entre todos los oráculos, que ya quisiéramos que nos diera con una de sus mutaciones la explicación sobre este designio que se nos ha venido encima cambiando por completo la realidad tal como antes la percibíamos.
Este virus muta y está mutando todo territorio y cultura, toda persona y tecnología que se encuentra a su paso. Una legión de robots de las más diversas clases se han puesto en práctica para llevar comida o material sanitario tratando de evitar el contagio. El personal humano en infinidad de lugares del mundo ha sido sustituido por máquinas a las que se las trae al fresco el coronavirus. La sociedad entera ha mutado. Antes los animales salvajes huían de los humanos, y algunos eran visitados en los zoos de muchísimas ciudades, y ahora son los humanos los que se encierran en sus casas y los animales vienen en su tour turístico para visitar la multiplicidad de zoos en que hemos convertido nuestras casas.
Todo muta por minutos, no solo el virus. Cambia por completo la condición del ser humano. En la India, millones de hombres y mujeres, ancianos y niños, se movían por las calles en inmensas muchedumbres, quitándole el primer puesto de las colonias gregarias a las hormigas, pero ahora son molidos a palos todos los que se saltan el confinamiento, y las palizas con largas varas se endurecen. Sabido es que hay guardianes del orden que no se ordenan ni se guardan a sí mismos, y para el delirio de grandeza de un humano no hay nada mejor que se le dé libertad para aporrear a alguien cuando quiera. Así que ya está en marcha la siembra del dominio, de los severos castigos, una forma muy eficaz de someter al pueblo a través de la violencia. La orden que hace unos días daba el presidente de Filipinas de disparar a matar contra todo aquel que no respetara el confinamiento ya se ha cumplido, al acabar a tiros precisamente con un policía que no lo había cumplido. Policías contra policías, pueblo contra pueblo, los humanos siempre tan desbocados en esto de perder la cabeza.
Mutó Boris Johnson, primer ministro de Gran Bretaña, al cacarear de forma tan depravada e inhumana diciendo que lo que correspondía es que muriera quien tuviera que morir, sin confinamiento, porque lo importante era que la economía se preservara y así podrían tener calidad de vida los que sobrevivieran. Pues ya son más de 18000 los que han muerto en este país y él mismo terminó en un hospital necesitando oxígeno. La vida da muchas vueltas y con cada torre que se cae se pueden venir abajo también los que hacen cursos de aprendizaje de eso que se puede llamar genocidio de cualquier otra forma. Por eso tuvieron que mutar los ingleses y adoptar medidas, que ya llegan tarde para los que murieron por una decisión seguramente tomada no con el cerebro, sino con la punta de las orejas, o más bien con la billetera.
La vida es sagrada, y con ella no se juega, y no hay millones de libras que compensen una sola pérdida que pudiera haberse evitado. Pero vendrá el karma, que es siempre el resultado de una mutación de vidas, y le pasará factura al que tiene el mismo pelo de paja que Donald Trump. El pelo los iguala, en la misma medida que su desprecio por las vidas humanas. El líder norteamericano tiene síndrome de Tío Gilito y se agarra a un dolor como si en ello le fuera la vida, y está más pendiente de impedir el confinamiento que de salvar vidas. En esto de ser los amos del mundo también han conseguido con tanta estulticia convertirse en el país con más muertos de todo el santo planeta, además de irse al paro de momento veintiséis millones de seres humanos. América primero, ha dicho tantas veces pelopaja del dios del dinero, pero ni siquiera este dios de barro sabe qué hacer para demostrar que le interesa algo América.
Todo muta, todo cambia, y Dios quiera que no vuelva a hacerlo el virus de nuevo y alcance la forma, ahora que se está acostumbrando, de hacer más daño y ser más efectivo para llevarse al hoyo a todo el que pille descuidado.
Pero nos queda toda la esperanza del mundo que no hayamos consumido. También es verdad que se ha arrojado a primera línea de combate a los sanitarios españoles, como carne de cañón, sin el equipo necesario para jugarse la vida más de la cuenta. Los casi cuarenta mil contagiados entre esta tropa de héroes y heroínas lo confirman, y ya empiezan a crecer las denuncias ante tanto desatino y torpeza, con una lista tal de errores que nadie la entiende. Así que hemos mutado para pasar de considerar que teníamos uno de los mejores sistemas hospitalarios del mundo a creer que era una castaña pilonga tal sistema, lo que teníamos y tenemos es un conjunto de profesionales de los que nos podemos sentir los más orgullosos del mundo, porque sin mascarillas, con tanta carencia durante tanto tiempo y defectuosas cuando se compraban, con bolsas de basura para protegerse a falta de EPIs decentes, sin los respiradores que necesitaban, han conseguido convertirse en el segundo país del mundo en número de curaciones de Covid-19. Un olé de mi parte y millones de aplausos en todos los rincones habitados de nuestro país a las ocho de la tarde.
Todo muta en estos tiempos. Ha mutado el parte meteorológico del informativo, que se da con pizarra y rotulador desde casa, los discos se graban también en pleno hogar, por videoconferencia, con mucho ingenio y el skype utilizado a mansalva. Como ya está mutando el aspecto de tantos lugares de ocio, bares y restaurantes, de medios de locomoción, de grandes espectáculos, en los que las barreras de protección nos van a proteger como a un conejo en su madriguera. Se multiplica en su mutación constante la redecoración con paneles de cristal o metacrilato. Viene un tiempo asombroso en el que nada será ya lo mismo. El puñetero coronavirus lo ha cambiado todo, y ya está poniendo en marcha la tecnología futurista de los rayos ultravioleta, los fumigadores y el ozono en los más diverso túneles y cabinas por las que muy pronto tendremos que pasar para ir al trabajo, para ver una obra de teatro o para comprar el consabido rollo de papel higiénico, que hizo posible la mutación de personas impecables y modosas en auténticos guerreros del apocalipsis cuando asaltaron los supermercados, aunque pagaran la compra, y el pánico se apoderó de las ciudades.
El mundo muta, muta por minutos, y los mutantes, la burda recreación de esos X-Men, muchos de ellos surgidos de la mente del gran Stan Lee, que poblaron con superhéroes y superheroínas el universo de DC y Marvel Comics, se han convertido ahora en legiones, y reparten mascarillas, fumigan las calles o dan discursos sin cesar avisando de la peligrosidad del más cansino mutante de estos tiempos, el supervillano que es común a todos los grandes mutantes de cómic que ahora caminan por las ciudades, que son de carne y hueso, y que tienen permiso para hacerlo sin que los muelan a varazos como en la India o los maten a tiros como en Filipinas. Aunque en el caso de Manila, no me fiaría yo de salir disfrazado de Spiderman o Batman teniendo un presidente cuya genética ha mutado desde que nació y es un engendro fusión de Lex Luthor, el Pingüino, Loki, Thanos, Ultrón, el Doctor Muerte y el Joker.
Podemos juntar a Donald Trump, que ha soltado la mayor cantidad de mentiras que un líder de una nación ha lanzado en toda su vida, a Jair Bolsonaro con su odio manifiesto hacia los indígenas y la selva en su conjunto, al presidente de Filipinas, que todo lo soluciona pegando tiros, al de Tailandia, siempre rodeado de toneladas de oro y que además de someter a su pueblo como si estuviera en la Edad Media, ajeno al sufrimiento de su país se va a un hotel de lujo en Alemania con veinticuatro chicas que le alegren la vida, y tendremos la mutación perfecta que le haga competencia a las treinta del coronavirus.
Ahora nos falta que entre en mutación constante nuestra capacidad de enojo, pero suavemente, nuestra indignación ante tanta estupidez humana, y que alojemos en nuestro genoma el de todos los personajes de cómic con los que nos hemos identificado para mutar, transformar, remoler las estructuras que ya no sirvan con el fin de construir otras nuevas, y liberar a este mundo de los supervillanos de la realidad que padecemos. Ojalá la esperanza de unos pocos crezca y sea la de todos, y derribemos los pilares de los ídolos falsos, los de barro, chocolate o excremento, y acabe de una vez por todas tanta miseria como hace que esto sea un naufragio colectivo en el que al llegar a la isla de los sueños siempre esté ocupada por unos pocos, siempre los mismos.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.